Salvoconducto
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Mientras escribo el poema, me digo que en él
la palabra muerte no dice nada, no tiene densidad,
no hace más honda la boca. El poema no sabe
de la muerte, como tampoco sabe de la música
que llenará mi cráneo cuando quede vacío.
Ese mismo cráneo que nadie tomará entre sus manos
para anunciar que data del siglo XXI, qué período
remoto, qué tiempo bárbaro, qué época de luto. Ese
mismo al que nadie hablará, llamándolo Yorick, ser
o no ser, pudiera estar atascado en una cáscara
de nuez y tenerme por rey de espacios infinitos,
y creer que la palabra muerte sirve de algo. Ese mismo
que nadie hallará por azar en una fosa común en
Sudán o en Serbia, en Vietnam o en Catia. Ese cráneo,
digo,
ese cráneo mío, que sabrá que el poema es sólo un relato
que se hace la muerte, que se vale de nuestras manos
para decirse, para verse. Esto lo sabrá mi cráneo,
será lo único que sepa, cuando permanezca quieto,
sonriéndole al barro desde su vientre.
Gusanos breves colgarán de sus cuencas,
velarán sus sueños sin palabras.