El tejado de vidrio
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Cuando se anotan con cierta regularidad los sucesos de cada día y al cabo de unos meses se hace arqueo, somos nosotros los primeros en sorprender que ese que ha escrito el diario parece haber vivido mucho más que uno mismo. A un diario le viene a suceder lo que a las campanadas de un reloj: cuando son muchas y agrupadas se oyen mejor que cuando son pocas, y también ellas parecen entonces más acompasadas, decididas, netas.
Al ver reunida nuestra vida llega incluso a figurársenos más armoniosa y rotunda, y no porque en verdad no sea, sino porque es diferente: se vive más cuanto más se recuerda. De manera que ya estamos así de lleno en el terreno de la literatura, de la novela. No es preciso mentir ni inventar. Llegados a un punto, la vida misma, de tan real, nos parece una ficción.
Un amigo, un alma caritativa, corrió a decirle al editor de este Salón de pasos perdidos, con ocasión de la publicación de Locuras sin fundamento, que había sido gran absurbidad e ilusionismo menudo obstinarse en la publicación de un segundo tomo, cuando ya existía otro primero muy parecido. ¿Qué pensaba? Mi vida es rutinaria, sin sobresaltos, y acomodada en la precariedad, pero jamás se me ha ocurrido acortarla por ello, de la misma manera que no pienso arrancarme un ojo sólo porque tenga otro bastante parecido.
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