Cada vez única, el fin del mundo
Weight | 500,00 g |
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Derrida más allá de Derrida. O más acá. Éste no es un libro más de Jacques Derrida. Es un libro hecho por unos amigos vivos sobre los amigos muertos de Derrida. Sin duda, Derrida lo escribió, lo pensó, lo leyó y releyó. Pero quienes lo han hecho han sido Pascale-Anne Brault y Michael Naas, a los que el autor agradece la idea. Una idea singular: reunir en un sólo volumen textos de duelo, palabras de duelo, escritas o leídas después de la muerte de algunos compañeros de viaje (Roland Barthes, Paul de Man, Michel Foucault, Max Loreau, Jean-Marie Benoist, Louis Althusser, Edmond Jabès, Joseph N. Riddel, Michel Servière, Louis Marin, Sarah Kofman, Gilles Deleuze, Emmanuel Lévinas, Jean François Lyotard, Gérard Granel y Maurice Blanchot). Textos únicos cada vez.
Pero Derrida no puede dejar de ser Derrida, y sus temas, o los de sus amigos, su particular escritura, su original estilo, emergen una y otra vez en estos textos, y vuelven a escucharse. No el eco de sus palabras, sino sus palabras mismas, literalmente sus mismas palabras, se someten a la prueba del duelo, y se convierten en temas póstumos por adelantado. “Cada vez único” es algo que podría decirse seguramente de todos los libros de Derrida. De todos menos de éste precisamente, pues éste, siendo, como es, suyo, tal vez el más propiamente suyo, es el único que no le pertenece. “Cada vez único”, pero no en el sentido de cada vez algo diferente, sino todo lo contrario. Siempre el mismo libro, pero precisamente por ello, “cada vez único”, como el fin del mundo.
Pero éste es también un libro en que los lectores de Derrida van a descubrir a otro Derrida, al otro Jacques Derrida, si se prefiere, pues quien tanto habló y escribió sobre el otro, también tenía, como hubiese dicho él seguramente, su otro. Van a descubrir al hombre que quiso a sus amigos, y fue querido por ellos, al hombre y al amigo que se emocionó, que lloró su muerte, que escribió para ellos palabras incomparables, y que no tuvo recato en hablar de sí mismo sin ningún pudor, sin falsa vergüenza o modestia. Por eso éstos son quizás los textos más autobiográficos que escribiera Derrida. Los únicos por lo demás que podía escribir alguien para quien la autobiografía no estribaba en escribir la vida sino en hacer vivir la escritura. Y en la escritura, como él dice aquí de tantos de sus amigos, es donde Derrida sigue para nosotros vivo. Vivo y “cada vez único”.