Honorables señores, honorables señoras, queridísimas amigas y amigos, señores señoras, desde que entré en la madurez, es decir, desde que advertí el sentimiento de crecimiento sutil interior, tengo para mí que si estamos aquí, si hemos llegado a esta vida es, entre otras cosas, para aprender a dar las gracias. Gracias, pues, de corazón por la distinción con que nos han honrado, y que nos ha llenado de alegría por venir de donde viene. Gracias también a todos los que nos han precedido, nos acompañan y nos acompañarán en esta noble tarea de tender puentes entre amigos que no se conocían y que a través de la cultura escrita han iniciado ese diálogo ideal que propicia la literatura que les une y les puede hacer más cercanos. Y gracias muy especialmente a los autores que nos han hecho dación de sus libros, de parte importante de su intimidad, y a los lectores, los destinatarios ideales de nuestra labor, que han renovado su confianza en nuestra no menos hermosa misión de compartir la literatura, el pensamiento, con ellos.
Desde hace tiempo vengo sosteniendo que un editor literario escribe en su catálogo su autobiografía. O con otras palabras, que el mejor libro que puede escribir un editor literario es su propio catálogo. Un libro polifónico, compuesto por muchas voces y de muy distinto origen que el editor debe saber entrelazar y armonizar, es decir, vertebrar en torno a un proyecto cultural, el que singulariza su muy personal y subjetivo criterio de excelencia.
Quien les habla no es, en consecuencia, quien está dirigiéndose a ustedes en este momento, sino la suma, el portavoz, por modesto que sea, de una vieja tradición, de un coro de voces, muchas de ellas ya anónimas, que le llega de un pasado quizás remoto, pero no por ello menos lleno de respeto y amor por una palabra que le ha sido dada y a la que se debe.
De lo que acabo de mencionar, es fácil colegir que en casa de mis padres había una biblioteca, que fueron ellos y no otros los que en mi etapa incial de formación desearon y supieron orientar mis primeros pasos entre el dédalo de libros y que fueron ellos también quienes no se conformaron con ese gesto inicial y quisieron prolongarlo idealmente inculcándome la sana necesidad de establecer vínculos de “amistad” entre lo interior y lo exterior, entre lo que uno es, con sus virtudes y defectos, y lo que son los otros.
Desde muy pronto, el niño que fui se quedaba ensimismado ante los mapas de la enciclopedia paterna y los muy variados colores que acotaban las siempre frágiles fronteras de los países, teniendo cerca además a su progenitor presto a darle tanta explicación político-geográfica como un niño de mi edad requería. A la luz de esos mapas, que no hace mucho se convirtió en un fascinante y maravilloso atlas, nació el entusiasmo del que les habla por saber de los otros, de los próximos y los remotos. En fin, por lo que está más allá de uno, por lo Otro con mayúscula.
Una vez conformado dicho mapa interior se tenía que complementar con mi necesaria salida al exterior. Mis padres estimularon en mí en el marco de una educación laica el aprendizaje de otros idiomas y por ende la pasión por el viaje tanto espiritual como físico. De tal modo que con rara precocidad, para el momento que me tocó vivir, lo extraño empezó en mi fuero interno a adquirir visos de proximidad. Fue maravilloso que con prontitud pudiera darme cuenta de que en la diferencia dormía también parte de lo que yo era, de que el otro estaba también en uno, del mismo modo que una parte de mí vivía en los demás. Con tamaños mimbres puede deducirse que mi vocación, digamos, ecuménica o, si se prefiere, internacionalista estaba maravillosamente aviada.
En la biblioteca familiar, junto a las lecturas españolas – J. R. J., el Romancero, Pérez Galdós…–, tuvo lugar mi descubrimiento de la literatura, por ejemplo, rusa, francesa, alemana, italiana, inglesa, etcétera. Y otro hecho que caló muy hondo en mí fue la revelación de la literatura escrita en español desde la otra orilla, América, de la mano de Rubén Darío. Porque el idioma español lo constituyen tanto las cadencias exóticas que pueden escucharse en la selva amazónica como el dulce castellano del Caribe o el refinado de los criollos andinos. Nuestro idioma, sé que ustedes no lo dudan, nos conecta con un recuerdo exquisito, pero el idioma español del Nuevo Mundo es una forma que predice una inteligencia áspera en sus sabores y vital, desafiante, como diría un amigo mío de Colombia. Desde ese momento me supe más y mejor acompañado en el babel de lenguas que se perfilaba ante mí e íntimamente impelido a sumergirme en aquel español tan rico en matices distintos del que creía erradamente sólo nuestro.
Creo que lo que ha insuflado a nuestro trabajo una dimensión inusitada en el plano internacional ha sido la vocación americanista desde los inicios de nuestra andadura personal. A partir de mi precoz descubrimiento de la rica amalgama americana, comenzó un largo recorrido que llega hasta nuestros días y que ha ido traduciéndose en la incorporación a nuestro catálogo –repito: el mejor libro que puede escribir un editor– de lo más granado y, a nuestro juicio, de lo mejor de la literatura escrita en español desde esta orilla desde la que estoy dirigiéndome a ustedes.
Si hoy nuestra labor de difusión cultural más allá de nuestras fronteras es apreciada y reconocida se debe esencialmente –y permítaseme la jactancia– a haber sabido trabar en una equilibrada combinación –dentro de nuestras posibilidades y las que nos ha permitido el mercado– la literatura escrita en nuestra lengua desde ambas orillas con la literatura europea o mundial.
Han de saber que quien les habla y da las gracias sigue de algún modo siendo el niño que descubrió emocionado en su primera lectura de Rubén Darío que existía América. Han de saber también que esa emoción de mi particular descubrimiento de este gran continente no ha menguado todavía y que sin duda fue el fundamento de mi inmenso amor por lo que nuestros antepasados dieron en llamar de manera tan hermosa como prometedora Nuevo Mundo.
Han de saber que quien se les dirige sigue siendo en parte la criatura afortunada que no sólo gozó de una dichosa infancia –ese paraíso del que siempre se es expulsado prematuramente– habitada por la literatura por inducción amorosa de unos padres que siempre creyeron en el carácter ecuménico que nos otorga la cultura, sino también de la conciencia de que la amistad era uno de los más altos valores que esta vida nos podía regalar. Para nosotros, Silvia Pratdesaba, Manuel Ramírez y el que les habla, para los tres amigos que crearon Pre-Textos y que han seguido unidos en su tarea en común a lo largo de ya treinta y cinco años nada hay más importante que la amistad, y es por ello por lo que han tratado de establecer un vínculo de amistad también con la literatura.
Han de saber que quien les habla es una persona profundamente enamorada de su trabajo y que profesa una honda admiración por todos aquellos que de una manera limpia y ética han hecho posible que nuestra labor sea uno de los más ennoblecedores medios de vincular a los hombres, de favorecer una relación ideal entre ellos y, por qué no decirlo, a veces constructivamente crítica entre desconocidos y en apariencia distantes. Muchos de mis amigos me habrán oído repetir que nadie echa de menos a un desconocido. Convendrán pues conmigo en que nada puede haber más honroso y estimulante que trocar un desconocido en un amigo.
Querría rendir aquí y ahora público homenaje a todos esos hombres y mujeres que han hecho, hacen y harán en el futuro posible que el espacio de la cultura sea quizás uno de los pocos espacios que nos queden para dirimir todo tipo de conflicto cuando por desgracia se han agotado las posibilidades de entendimiento en tantos otros ámbitos, en los de las iglesias, la política, las ideologías.
Han de saber que quien les habla está dotado del mismo entusiasmo que cuando empezó su andadura profesional y que tiene como máxima de su trabajo que nada verdaderamente importante en la vida, en contra de la filosofía que parece haber presidido nuestras vidas en las últimas décadas, requiere urgencia. Y también querría decirles que hemos procurado realizar nuestro trabajo a lo largo de estos treinta y cinco maravillosos años de práctica profesional con honestidad y alegría, que hemos tratado de dar siempre lo mejor de nosotros a los demás, de sentir en todo momento su cercanía. Un editor de verdad publica aquello que no logra olvidar y si en su camino tropieza con algo que no logra olvidar y es útil a su vida, ¿por qué no va a poder compartirlo con los otros? ¿Por qué los otros no van a poder ser susceptibles de amar eso que previamente hemos amado nosotros?
En fin, que quien les habla no puede estar más henchido de esperanza y que no piensa apearse de ella en el ejercicio de su profesión, y que quiere rendir público homenaje, como broche final a estas palabras, a aquellos que nos precedieron y que con su práctica profesional animaron a un grupo de jóvenes a iniciar lo que constituyó la más hermosa de sus aventuras y dignificaron esta pasión en que estamos inmersos. Esos profesionales tienen muchos nombres, pero hoy se resumen en uno: el que ha hecho sentir la proximidad de lo otro como parte constitutiva de lo que somos cada uno más allá de sus propias ambiciones personales. Gracias a México una vez más por su generosidad y por lo mucho que los españoles le debemos. Muchísimas gracias de nuevo a todos.