Confieso que cuando fui emplazado a relatar para la revista El ciervo un día de mi vida como editor no dudé en aceptar por tratarse de una de las publicaciones a mi parecer más señeras y solventes en el terreno intelectual de nuestro país, pero también me dio, una vez metido en tarea, una suerte de vértigo al comprobar que por muy intensa que resulte para mí una jornada de trabajo no tenía por qué reportarle el menor interés a un hipotético interlocutor, por muy curioso y piadoso que éste fuera. Hasta tal punto me sentí angustiado ante el reto que pergeñé como estrategia de salida escribir un romancillo en el que me autocaricaturizase en mi jornada diaria, menos mal que desistí. Aun así no sé a quién le puede interesar lo que hago yo un día, uno de esos raros días en que no viajo o no estoy en Madrid tratando de promocionar nuestros libros.
Mi vida suele resultar bastante monótona. Qué acicate puede suponerle a un lector que le cuente que nada más levantarme realizo una suerte de ejercicios físicos de origen oriental, antes de ingerir cualquier alimento, de desentumecimiento o, como diría un chino, de saludo al sol; que a renglón seguido ingiera un desayuno muy frugal a base de frutas regadas con una infusión y que dicho momento necesite acompañarlo, cuando dispongo del tiempo necesario, de una audición de música clásica, preferentemente de obras de cámara y, según mi estado de ánimo, de «Lieder». La música al comenzar el día suele infundirme cierta quietud que a su vez me predispone para afrontar lo que creo supone una ardua jornada. Puede deducirse fácilmente de todo ello que suelo madrugar para que el día me cunda, y que después de todo lo referido me meto en la ducha antes de bajar a mi despacho. Cabría aclarar a este respecto que tengo la ventaja y desventaja de vivir en un edificio en el que en el ático se ubica mi casa y en el entresuelo la oficina. Y digo ventaja y desventaja, porque lo que gano en tiempo para dárselo gustosamente a los otros, es decir a la lectura de originales, lo tengo que sacrificar del mío, del tiempo que requerimos también para nosotros mismos. A menudo, y lo afirmo sin ambages ni dramatismos, me echo en falta. Con todo, como mi trabajo me apasiona, dicho, digamos, «esfuerzo» me ha merecido hasta la fecha la pena con creces, si no cómo hubiera podido persistir en esta labor durante tan intensos como excitantes veinticinco años. Media vida que, por otro lado, me ha permitido realizar lo que entiendo, pese a sus sinsabores, es un trabajo gustoso. Me reconozco por ello un individuo razonablemente feliz. Soy también de esas personas que todavía creen en el carácter ecuménico de la cultura, y para alguien como yo moderadamente optimista no puede constituir mayor privilegio el poder servir de mediador entre el mundo de la creación, los autores, y los lectores. Por contraste con la sociedad seguidista y cada vez más autocomplaciente en la que vivimos y en la que preferimos que se nos dé todo hecho antes que esforzarnos por la paciente conquista de nuestra propia libertad que afiance nuestra capacidad de elección individual, sólo unos pocos podemos permitirnos el «lujo» de seguir creyendo y siendo exigentes, en la medida de nuestro esfuerzo y capacidad, con aquello que más estimamos. Sólo unos pocos, a lo que se ve, podemos seguir luchando contra la tiranía tanto del mal gusto como de la falta de gusto por las cosas que tenemos en más alta consideración; tal como es en mi caso, la literatura. Ésta ha supuesto para mí, más que un escape, una vía para establecer vínculos con el mundo y, en consecuencia, para sacar de ella un conocimiento que me enriqueciese en lo humano. Sólo unos pocos, además, estamos en condiciones de expresar la alegría que conlleva aplicar un criterio personal, por equivocado que sea, capaz de seleccionar, discernir y favorecer valores individuales por los que nuestra existencia valga la pena vivirse aun a costa de poner nuestros yos en crisis. El miedo -eso que nos expone más al peligro- a la posibilidad de equivocarnos suele ser ni más ni menos una de las múltiples facetas que adquiere el miedo a la libertad. En nuestra época pocos parecen querer resignarse al principio rectificador que impone la realidad.
Estamos, en fin, asistiendo al fracaso de lo personal. Y nada apunta, a pesar de los cantos de sirena de un tan pretencioso como egoísta liberalismo de pacotilla, a poner coto en nuestros días a la tendencia a la producción en masa, al conformismo, a la inflexibilidad, síntomas todos ellos de una época estéril que pretende verse reflejada en lo contrario y cuya contundencia en su resistencia a desaparecer no es otra que la propia a una suerte de modelo de cultura que está dando sus últimos coletazos, por más que todas las agonías sean largas.
Nos encontramos sumergidos en un momento en que cualquier idea genuina, que no original, o su expresión libre y sin prejuicio es rápidamente deformada, oscurecida y arrumbada al anonimato, cumpliendo con esa terrible verdad de que ningún desconocido es echado de menos; inmersos como estamos en la confusión rampante entre calidad y cantidad. Confusión que hasta la fecha sólo ha propiciado falsos valores y que al amparo de los mismos ha tratado de sustituir lo verdaderamente importante por lo pretendidamente importante al exclusivo dictado de una serie de intereses espurios.
En fin, que el que se dirige a ustedes, al margen de su biografía y anecdotario doméstico, es esencialmente un hombre de creencias, y lo es tanto por naturaleza como por formación. Es decir, quien les «habla» es un hombre razonablemente feliz que sigue creyendo en los antiguos valores de la amistad, la lealtad, la solidaridad, en la persona; y en esa medida intenta que dicha fe, por qué no decirlo, impregne en la medida de lo posible tanto su actividad personal como profesional. Ustedes, los lectores, a la luz del catálogo de Pre-Textos son los que tienen la última palabra al respecto. Tengo para mí que el mejor libro que puede escribir un editor es su catálogo y espero que en el mío puedan leerse las líneas maestras por las que intento dejar constancia de vida.
De vuelta a mi despacho, mi primer gesto ante mi mesa de trabajo es el de tratar de ordenar los papeles acumulados sobre ella durante la jornada anterior, una vez realizada esa operación, escribo correspondencia pendiente. Un editor siempre suele mantener interlocución epistolar con sus autores o con todos aquellos que nos han confiado algo que suele ser producto de su estricta intimidad. Dicha actividad, todo hay que decirlo, se ve interrumpida constantemente por el teléfono, otra de las servidumbres inaplazables en nuestro trabajo cotidiano. A veces es tanto el trasiego telefónico, que se me hace imposible concentrarme en mi labor epistolar. Soy de la opinión que escribir una carta es uno de los modos posibles de corresponder íntimamente a alguien que en la mayoría de los casos está requiriendo de nosotros una palabra de estímulo. Ánimos que uno suele prodigar sin dejar de ser sincero, pues tengo para mí, aunque dicha actitud resulte a menudo muy peligrosa, que todo aquel que te confía un original te impele a establecer con él una suerte de relación amistosa, y la amistad nos obliga siempre a ser leales o, lo que es lo mismo, a tratar de ser lo más sinceros posibles. En estas lizas suelen transcurrir mis mañanas. Como todo editor que se precie debe a mi juicio ser lector, las tardes las dedico íntegramente a leer, ya aislado en mi casa, los originales que han resultado seleccionados una vez hecho el obligado escrutinio entre los casi 150 que se nos confían mensualmente. Si la experiencia de lectura ha sido interesante redacto un informe pormenorizado de uso interno que suelo someter a mis socios. Las decisiones suelen tomarse colegiadamente en Pre-Textos y, a veces, muy a pesar de uno no todo aquello que cree susceptible de ser editado puede llegar a materializarse en libro, pues de todos debe ser conocido que siempre existen barreras de orden material y físico que acaban siendo infranqueables, y más para empresas de nuestra índole. Para mí, insisto, no existe relación de amistad si ésta no está precedida por el ejercicio de la sinceridad.
Ojalá haya logrado en esa labor tan delicada como apasionante haberlo conseguido.