comunicaciones-ramirez.jpg

Quisiera exponer, a partir de tres poetas de una misma generación, cómo cada uno de ellos, a su manera y con su propio estilo, nos acercan al mundo de la infancia. Partiré del libro de José Luis Gómez Toré que hoy nos ocupa y, en particular, del capítulo que el autor dedica a los espacios de la infancia en la poesía de Francisco Brines. La vivencia de ese espacio en la literatura de nuestros tres protagonistas: el propio Brines, Luis Feria y Manuel Padorno será el motivo de mi disertación. Dos de ellos isleños, atlánticos, el otro, mediterráneo peninsular, pero instalado de niño en un lugar concreto del campo de Oliva, Elca, su isla privada, familiar, edénica.
¿Cómo contemplan los tres, poetas casi de la misma edad, los espacios de la infancia desde la madurez, cuando han dejado de ser infantes y les asiste ya la palabra para poder decir?
Brines –elegíaco, melancólico, nostálgico de un paraíso perdido, niñodiós que habita un espacio mítico universal, símbolo del espacio del mundo, una topografía real, por vivida, que deviene engañosa al irrumpir la conciencia de la mortalidad– otéa su Ítaca desde la distancia.
Feria, sin embargo, mira y escruta ese espacio vital más de cerca, con mirada de niño, pero con escritura de adulto cuya “piel del tiempo alguien había mancillado” en la adolescencia, “ajado sus palabras”. Digamos que el poeta busca con la expresión devolver a las palabras su pureza, pues “la edad del diamante había terminado” y quien fuera niño debía ya “ganarse un lugar en la tierra”, lugar éste más irreal que el de la infancia y que Luis Feria siempre se resistió a habitar.
Padorno, aquel niño grande, que escribió su diario coleccionando piedras, conchas y pecios que reposaban a la orilla del mar y que luego firmaba y databa. Él y su poesía son la infancia que no necesita ser nombrada. Su escritura es la del espacio puro, sin tiempo, que nos desaleja del mundo, de la realidad exterior mediante procesos de dislocamiento del cuerpo y de trasvase de los sentidos. Digamos que su escritura nos devuelve al mundo en su máximo esplendor.
Si Brines en su paraíso es un niñodiós, Padorno renuncia a convertirse en un deus ex machina para sumergirse de lleno en la transparencia del Universo, donde el yo poético ha sido sustituido por un cuerpo psicótico, que necesita del silencio para curarse de mundo.
Los tres son escritores que se ven abocados a una intemperie hostil. Uno, nuestro Brines, al perder los espacios sagrados de la infancia, que aun así necesita seguir amándolos para poder habitar en ese otro mundo adverso.
Luis Feria, buscando una respuesta en la niñez, que ya no encuentra; sus palabras, sus ritos ya no le responden. También en él el paso del tiempo ha abierto una brecha. “Dinde” es palabra que designa al niño muerto, y en ese libro suyo Feria recrea el espacio ya extinguido, “sencillo, diferente, siempre nuevo” de la infancia.
Manuel Padorno, en cambio, es animal de intemperie, niño recreado por el hombre que sale al exterior, a un espacio cósmico infinito donde lo interno y lo externo se confunden porque todo es ya pura piel, lisa superficie.

Brines: poeta del aquí y del allí, elegíaco con un afán de improbable trascendencia, metafísico y, al mismo tiempo, amante del placer y del sexo revitalizadores.
Feria: poeta del aquí y del ahí, hedonista, juguetón, goloso amante de la sensualidad.
Padorno: poeta del aquí y del ahora inextinguible, que renace en un cuerpo escindido, fragmentado.

En todos ellos hay una misma tensión dramática que encuentra refugio en la poesía. Y es que, como decía Juan Ramón Jiménez, la mirada del mudo, del animal y del niño es una mirada poética, que nuestros tres autores recogen, cada uno a su modo, como testigo para una contemporaneidad sin mundo.

Peter Sloterdijk apunta en su reciente libro Esferas: “Al salir a lo abierto los seres humanos descubren muchas cosas que en principio no parecen poder convertirse en algo propio, interior, co-animado. Los seres humanos experimentan fascinados y tristes cómo entre cielo y tierra hay más cosas muertas y exteriores de las que puede soñar hacer suyas cualquier niño del mundo”. (Peter Sloterdijk, Esferas, Siruela, Madrid, 2003, p. 59; trad. de Isidoro Reguera).

José Luis Gómez Toré llega, por su parte, a la siguiente conclusión en el de-sarrollo del análisis de los espacios de la infancia en Brines: “no se puede retornar a esa edad en la que todo era espacio, quizás porque en la edad adulta el espacio no existe” y continúa: “si a la nada le es ajena la noción de espacialidad, la vida adulta, enferma ya de su nada futura, vive en un mundo en el que todo es tiempo, es decir, irrealidad; imposibilidad de permanencia”. (La mirada elegíaca, Pre-Textos, Valencia, pp.: 195-196).
Y es cierta la angustia del poeta ante esa imposibilidad de trascendencia, pero ¿no estarán errados en su apreciación tanto el vate como el crítico si prestamos oídos a lo que nos dice Juan Ramón Jiménez: “El paraíso es un lugar sin espacio ni tiempo donde las cosas no están en ninguna parte” (“Lado de Macedonio Fernández”, en La corriente infinita, Aguilar, Madrid, 1961, p.: 183), es decir, una utopía, un no lugar.
¿No será que, en la medida en que habitamos un mundo cada vez más inhóspito, más parecido a un infierno, o sea, la antítesis del paraíso –y, como éste, carente también de espacio y de tiempo–, necesitamos del albergue de la poesía para seguir viviendo?

A resultas de todo ello el ejercicio de la poesía se convierte así en metáfora de la casa de los primeros años, de la casa materna que Feria nunca abandonó y a la que Brines ha regresado con la edad; cuando no –y pienso ahora en Padorno– en el hábitat de cristal, especie de vivienda virtual diseñada por un arquitecto posmoderno, abierta al mundo y anclada en Punta Brava.

¿Es la poesía, pues, el nuevo espacio en construcción de la modernidad? Creo que sí, no sólo porque como nos dice Sloterdijk: “El proceso de la Modernidad implica una iniciación de la humanidad en el exterior absoluto”. (op. cit., p. 302), sino también porque en el ejercicio de esa iniciación la poesía cumple, desde Hofmansthal, y seguirá cumpliendo, un papel fundamental. ¿Cómo habitar, pues, un vacío, que no es la nada, si no es con el arte de la palabra como forma de expresión humana? La palabra misma es la que abole el espacio, la que irremisiblemente nos sume en el tiempo, nos aboca a la conciencia de la muerte, pero, el arte de la palabra, la poesía, es la única, tal vez junto a otras determinadas formas de expresión artística, capaz de hacer de nuevo presentes las cosas que “no están en ninguna parte”. Y para ello hacen falta grandes dosis de amor, de alegría y de dolor, de generosidad y de amistad, tanto por parte de sus anfitriones, los poetas, como de sus huéspedes, los lectores fieles, desprejuiciados y gustosos.