En el actual panorama de la edición pueden distinguirse dos figuras de editor bien diferenciadas, y no por distantes menos legítimas desde la perspectiva comercial. La primera cabría denominarla como la del editor literario, la segunda como la del editor comercial. Figuras, como apuntaba, legítimas ambas desde una perspectiva de mercado, pero que difieren esencialmente respecto de su posición en relación con la literatura. Me explico; el editor literario procura y debe, ante todo, hacer primar la literatura frente a otras cuestiones, y la aplicación personal de su criterio de excelencia, por equivocado que este sea, es esencial frente a un mercado que devora todo y en el que la verdad parece fijada de antemano con total y absoluto desprecio por la literatura. Vivimos, por desgracia, una época en que la sociología precede a la verdad. De ahí que cuando se le pregunta a una de esas «masas encefálicas» de creación de opinión sobre la existencia de futuro, ésta conteste que cómo no va a creer en el futuro si ellas son sus verdaderos artífices. Pese a la apariencia contraria, hoy ya no goza de protagonismo el individuo, ni mucho menos la persona con su opinión propia –concepto, el de «persona», que parece periclitado y que habría que volver a reivindicar–, sino una opinión más o menos prefijada, es decir, condicionada para que el sujeto dirija su mirada, al margen totalmente de la literatura, hacia el lugar en que esos mismos grupos tienen fijados sus intereses. De ahí quizá que nuestra época se caracterice por la total y absoluta falta de curiosidad. Para qué esforzarnos en buscar si ya otros nos ofrecen el hallazgo. Diferimos la responsabilidad del esfuerzo al crítico, al historiador, confiriéndoles atributos que en absoluto les corresponden. A mi juicio, y lo digo muy a mi pesar, la crítica ha dejado, salvo honrosas y escasísimas excepciones, de ser neutral. Los únicos que, en todo caso, podrían permitirse no ser neutrales son los creadores críticos. «Las cosas son susceptibles de perder todo su valor, todo su encanto y atractivo si nos arrastran a ellas cogidos de los pelos», escribía Henry Miller precisamente acerca de los libros. Hoy en día se busca cada vez más a orientadores que ayuden a no pensar, a no sentir profundamente y a descargarnos de toda responsabilidad personal, de todo sentido del deber individual frente a la vida. Nos asustaría que la sociedad pasase de la indiferencia al aburrimiento de un vacío organizado, engrosando así los ejércitos del conformismo con la comodidad material y, lo que es peor, la indigencia del espíritu.
En cuanto al escritor, ¿dónde está hoy el intelectual que apele a la responsabilidad del artista, el escritor que apele a la responsabilidad del creador? Pedro Salinas ya vaticinó el futuro inmediato del escritor allá por los años cuarenta: que perdería su libertad y el respeto que le venía otorgando la sociedad por un lado y, por otro, que al doblegarse a la violencia del mercado y a la soldada dejaría de ser lo que era. Y en ésas estamos. En tales condiciones no nos parece, pues, aventurado afirmar que la letra impresa se encuentre en vías de desaparición como instrumento elevador de la cultura.
Es algo falaz considerar que el libro que más vende es el mejor. Para el editor comercial dicha falacia es su doctrina; pero no deja de ser pura falacia cuando el índice de ventas del libro se le quiere hacer pasar al lector como justo equivalente de su altura de mérito. La autoridad suprema, en el universo del best-seller, que decide el mérito de una obra reside en la aritmética y no en la calidad literaria intrínseca al libro. A partir del siglo XIX se fue imponiendo en el recinto de lo literario el factor numérico, «el gigante de la cantidad», tal como dice Salinas, y se vino abajo con ello el gusto. El crecimiento del público lector a partir del XIX acarrea que el libro como mercancía cobre importancia. Y es en ese momento cuando irrumpe el conflicto, pues el libro es en su pura realidad algo que nace y cumple su destino sin rozar para nada el sentido económico del hombre. El escritor honrado, al poner la pluma sobre el papel, no está calculando cantidades de público, no piensa en sus lectores aritméticamente. El régimen de los best-sellers es la rotación rápida. Muchos libreros tienden a convertirse en vendedores exclusivos de esos subproductos efímeros incluidos en un repertorio suministrado por la ramplona hipocresía del cinismo publicitario. Publicidad cuyos tentáculos los constituyen aquellos críticos que adoctrinan al lector a desear lo que la industria necesita vender. La rotación rápida conforma un mercado de lo previsible: incluso lo supuestamente audaz, escandaloso o extraño se adapta a las formas previstas por el mercado. Las condiciones de creación literaria, que sólo pueden desarrollarse en el elemento de lo inesperado, la rotación lenta y la difusión progresiva, son muy frágiles. Nos arriesgamos a que un buen escritor verdadero acabe sin encontrar editor y por pasar desapercibido. Y todos tan tranquilos, pues como dice Lindon: «Nadie nota la ausencia de un desconocido».
Otra de las argucias del mercado actual consiste en «fabricar productos» dirigidos a sectores estigmatizados, pues desafortunadamente las diferencias y las identidades no han devenido otra cosa más que estigmas, pese a, o tal vez por obstinarse en querer adoptar un estatuto diferente. Se vende más a un autor no por sus excelencias literarias sino por lo diferente que sea y por la acogida que pueda tener dentro de un determinado colectivo diferenciado. El buen autor al escribir no piensa en un futuro lector determinado, diferenciado. Escribe para el hombre común y para el común de los hombres. Sin ello, difícilmente podrá alcanzar su escritura un carácter universal.
Cuando un lector desprejuiciado se detiene hoy ante las mesas de novedades y anaqueles de las librerías en nuestro país recibe la sorpresa de que un crecidísimo porcentaje de lo que allí se exhibe, supuesta oferta de lectura, está constituido las más de las veces por libros inanes, coyunturales y de muy poco, por no decir ningún, valor formativo. El fenómeno, a lo que se ve, es universal y tal estado de cosas ostenta un mayoritario made in USA envidiado e imitado por otras comunidades a causa de un mimetismo que reproducen antes que nadie todos aquellos que prefieren creer que no hay lectores, sino masa de lectores; rápido beneficio, en definitiva. Esta moda arrasa con todo lo que debería ser esencial para cualquier editor que se precie de serlo, a saber: la buena escritura, el buen autor y el buen lector. De ello tenemos ejemplos claros y recientes. En el mundo de las artes plásticas, por ejemplo, hemos podido comprobar que el boom de la «pintura joven» durante los 80 ha resultado ser más que desastroso. Llegó a destruir verdaderas vocaciones de artistas incipientes y, al final, como suele ser habitual, tan sólo quedaron individualidades que aún deberán pasar la dura prueba del tamiz del tiempo. Claro que todo este boom deparó pingües beneficios a galeristas, banqueros, blanqueadores de dinero y un largo etcétera.
El editor más condescendiente con las leyes del mercado se amparará en las razones que, para justificar su propia existencia, éste le brinda, importándole un bledo el grado de sinrazón que ello suele llevar parejo. Al editor literario, sin embargo, como simple mediador entre el autor y el lector, sólo le cumple crear las condiciones idóneas para que el autor verdadero pueda seguir desarrollando su labor de creación, y el lector gustoso tener la libertad de elección para acceder al libro de la forma más desprejuiciada posible; cuidar que la obra circule dentro de las posibilidades que ofrece el mercado y sus leyes, haciendo que esa obra se difunda, se venda y produzca réditos a los autores. Deseo a todas luces ennoblecedor de la tarea de editor, sin, por supuesto, tratar con ello, tal como suele ser la tónica, de dar gato por liebre. Este editor no debería imponer nada, sino conseguir un honesto equilibrio entre su propia conveniencia y las necesidades reales del medio en el que se desenvuelve. Para ello tendrá que saber prestar oídos a esas necesidades y contribuir, en la medida de sus limitaciones, cada vez mayores en España, a generar un espacio de auténtico intercambio. Si bien, la figura de este tipo de editor se va convirtiendo día a día en una especie en vías de extinción en nuestro país. Como viene diciendo otro de los pocos editores españoles todavía independientes: «somos los últimos mohicanos». O como me decía otra amiga editora, hoy ya no tan independiente, con ocasión de la celebración, hace unos años, del 25 aniversario de su independencia como editora: «somos como los ‘replicantes’ de aquella película de ciencia-ficción». Por cierto, que en aquél evento, creo que ya irrepetible, y en el que se dieron cita representantes del mundo editorial de toda Europa, el director de una gran firma editorial extranjera, ante la cuestión de cómo determinar los indicadores más o menos fiables a la hora de contratar un potencial best-seller, relató públicamente su experiencia con dos títulos por los que pagó anticipos de autor millonarios. Uno fue todo un éxito, del otro vendió apenas un centenar de ejemplares. La mayoría de editores presentes en aquel acto había pasado por experiencias similares. Por mucho que se pretenda distinta, no es otra la realidad del mercado. Dada la situación, el reto del editor literario independiente estará, pues, en llegar a tener la sensibilidad suficiente para saber elegir, más allá del éxito o del fracaso, a éste o a aquél autor, éste o aquél otro título. De su labor editorial se desprenderá, con el paso del tiempo, lo acertada que haya podido ser su elección. No debería plantearse, en primera instancia, si aquello que va a publicar será un éxito de ventas inmediato o no lo será. Sencillamente lo publicará porque cree en lo que está publicando, y asumirá el riesgo de vender o no vender y de equivocarse o no en la propuesta que esté dando a conocer. Si el editor tiene clara la dirección que quiere dar a sus colecciones el mercado no tiene por qué operar una influencia definitiva ni definitoria en el rumbo que éstas vayan adquiriendo. Por fortuna, el mercado aún no es del todo omnipotente, y, en la medida que un editor con una línea definida sepa seguir atento –para lo que ha de estar lógicamente bien informado– a los autores que ya existen o vayan surgiendo, afines a esa línea de actuación, los podrá seguir incorporando a su acervo editorial, aunque no siempre en la medida que a veces desearía. Aquí interviene la competencia, dándose la especial circunstancia de que muchos autores descubiertos por pequeños sellos editoriales –pues son los únicos que arriesgan algo en este sentido–, les son luego arrebatados por los editores grandes. Hay colecciones, no obstante, que, más allá de los avatares del mercado, y por el mismo buen hacer del editor, se van construyendo a sí mismas y acaban siendo emblemáticas. A ello es a lo que debería aspirar todo buen editor.
Por contra, y en la medida que el editor siga considerando al libro como un mero producto de consumo al dictado de los medios de comunicación o formando parte constitutiva de ellos, no cabe duda que, a través de ese «producto» y con esos medios, tratará de favorecer un estado de opinión que coadyuve a su venta. Lo cual no querrá decir, ni mucho menos, que se esté anticipando a unas necesidades culturales reales. Porque, ¿quién decide el gusto del público a la hora de poner en el mercado determinados productos? Los medios de comunicación de masas, cada día más concentrados en manos de unos pocos y apoyados por el instrumento que les brinda la tecnología y la estadística, son capaces de fabricar una realidad virtual instrumentalizada, que pasa por lo real mismo. Hoy, la sociología se anticipa a la vida de los individuos, para ello tan sólo le basta con consultar a un colectivo, ni siquiera importa ya lo cualificado o amplio que éste sea. De sus respuestas los medios coligen una verdad irrefutable y tratan de imponerla. Todo se cifra en índices de audiencia, de lectura, de consumo de una serie de productos diseñados previamente o copiados de aquí y de allá no sólo para ser vendidos como productos netos capaces de satisfacer necesidades concretas; con ellos también se compra y se vende la ilusión y el prestigio de lo mejor, porque es lo que más se vende y es lo que más se vende porque es lo mejor y por eso lo compra usted que es nuestro mejor cliente. El libro tampoco escapa a esta celada. Ahí está la lista semanal de los libros más vendidos, ¡los mejores! por mejor vendidos, es decir, por best-sellers, que no es otra la traducción para este término anglosajón. Si usted los compra tenga la certeza de que no se equivoca, es lo último, lo que «todo el mundo» lee. ¡Usted sí que sabe elegir!
—¿Cómo, que ha llegado un cliente que quiere un libro de Cervantes? ¡Qué antiguo!
—No, mire, ése no lo tenemos, pero podemos pedírselo al distribuidor, y en tres o cuatro semanas igual lo tiene ya usted aquí. Si tanto le interesa Cervantes podemos pedirle las Obras Completas.
(El cliente, atónito, no responde, pues sabe que no existe edición completa de las Obras Completas de Cervantes todavía hoy en España).
—Aunque acabamos de recibir lo último de Cleopatro Festín, que se está vendiendo como rosquillas. Se anuncia en Canal Cruz …
(El cliente huye despavorido).
La realidad, pese a lo que se nos quiere hacer ver, es cada vez más rica y compleja, y a su complejidad contribuyen también, qué duda cabe, las nuevas formas de dominación y de control impuestas por el análisis simplista y uniformador de los medios de comunicación, de la sociología y de determinadas estructuras sociales hoy, sin remisión, en clara decadencia.
El libro no es sólo un manual, un objeto de uso, ni tampoco un puro medio de distracción o pasatiempo. El libro está hecho de palabras y su lectura no es ni más ni menos que la relación del ser humano con la palabra escrita. La cultura de medio mundo es una cultura del libro y la del otro medio la de los libros anteriores a los libros: la de la tradición oral, la del folclore. Sólo la frivolidad, la barbarie y el embrutecimiento de la sociedad que nos está tocando vivir puede reducir el libro, como lo viene haciendo, a la categoría de «lo libresco, de la hipocresía de lo libresco», que decía Emmanuel Levinas. La literatura no pertenece al mundo de la acción. La obra literaria es ilimitada y abierta, y, por tanto, no responde a incentivos ni a perspectivas de carácter inmediato. Como obra abierta e ilimitada sólo puede encontrar una presencia gracias al lector, al lector entusiasta, al lector gustoso y desprejuiciado. Esa presencia, no obstante, siempre será una presencia relativa, ya que la obra literaria tiene una entidad propia, es como el tesoro oculto de la pirámide aguardando a que el buen lector descubra su realidad, su existencia mediante el acto de la lectura. Pero a diferencia de aquél tesoro, que una vez descubierto deja de ser leyenda y pasa a engrosar los anales de la egiptología, la verdadera obra literaria no perderá valor porque la descubra un buen lector, bien al contrario, se verá por ello más enriquecida si cabe; pues pertenece al orden de lo espiritual, está más allá del logro de fines concretos. Si todos fuésemos sordos, ¿dejaría por ello de existir la música?
Pero, ¿qué factor otorga vida a un libro? Henry Miller responde así a esta pregunta, que él mismo se formula en su magnífica obra Los libros en mi vida: «El libro vive a través de la apasionada recomendación de un lector a otro». Y añade: «Nada podría estrangular este impulso básico del ser humano. A pesar de las opiniones de los cínicos y misántropos, sostengo que el hombre siempre se empeñará en compartir sus más profundas experiencias». Y la de la lectura ciertamente lo es. Si el libro y la lectura nos enfrentan en último extremo a algo es a nuestra propia soledad, trabajo del alma que evita el extravío del espíritu, experiencia profunda que necesitamos compartir. Mientras exista un solitario en el mundo habrá alguien que escriba.