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Comenzaré leyendo parte de un poema de Thoreau, pues considero que ilustra, en gran medida, tanto su filosofía como la de Emerson. Y que puede presidir muy bien las intervenciones que se vayan sucediendo a lo largo de la tarde.

CONCIENCIA

(…) Yo amo una vida de trama simple,
(…)
Un alma tan pura que ninguna conciencia enferma la ate,
Que no haga el universo peor de lo que lo encuentra.
Yo amo un alma cuidadosa,
Cuyas intensas penas y alegrías
No sean ahogadas en un cuenco,
Y revividas mañana;
Que viva una tragedia,
Y no setenta;
Una conciencia meritoriamente cuidada,
Riendo, no llorando;
Una conciencia sabia y firme,
Y para siempre preparada;
Que no cambie con los acontecimientos,
Procediendo con galantería;
Una conciencia ejercitada acerca
De todas las cosas, donde no pueda dudar.
Amo un alma toda de selva,
Predestinada a ser buena,
Pero fiel hasta la médula
Sólo a sí misma,
Y a nadie infiel;
Nacida para sus propios designios,
Sus propias alegrías y cuidados;
(…)
HENRY DAVID THOREAU

Tal vez no sea lo más apropiado comenzar con una cita para presentar a los autores a los que vamos a dedicar esta tarde, pero, –y sigo citando (esta vez a Emerson a través de Cavell)– si “salvo en los momentos en que la confianza en uno mismo ha superado las necesidades de la conformidad, no nos queda más remedio que citar”, me temo que vamos a tener que estar haciéndolo, al menos yo, durante toda mi intervención. Ello, a contrario de suponer una merma, al menos hasta que vaya tomando confianza conmigo mismo, dará, por contrario, buena fe de que tanto la antología de Thoreau Escribir, como el libro de Stanley Cavell Ciudades de palabras. (Cartas pedagógicas sobre un registro de la vida moral), y por qué no también, La conducta de la vida de Emerson han conseguido sumirnos en la perplejidad, de ahí que sea necesario estar indefectiblemente abocados a tener que trazar analogías, establecer comparaciones o recurrir a textos ya escritos con anterioridad para poder, si es que podemos, al final, encontrar algo de luz. Y digo esto, no porque los temas que vayamos a revisitar sean arduos o abstrusos, todo lo contrario, en Emerson, en Thoreau en Cavell todo es meridianamente transparente y sincero, y en el fluir del tiempo, un río de aguas cristalinas; pero por eso mismo, por su actitud desprejuiciada y nada académica, la escritura de todos y cada uno de ellos nos abre un sinfín de posibles conexiones con otras escrituras, con otros estilos, con otras disciplinas, con otras formas de vida. ¿Cómo no reconocer, por ejemplo, en Rizoma, de Deleuze y Guattari, la breve introducción a Mil mesetas, el estilo y, en gran medida, el espíritu de Thoreau?:
“¿Haced rizoma y no raíz, no plantéis nunca! ¡No sembréis, horadad! ¿No seáis uno ni múltiple, sed multiplicidades! (…) ¡Sed rápidos, incluso sin moveros! ¡No suscitéis un General en vosotros! (…) Tened ideas cortas. Haced mapas, y no fotos ni dibujos. Sed la Pantera Rosa, y que vuestros amores sean como los de la avispa y la orquídea, el gato y el babuino.” Nos dicen Deleuze y Guattari en Rizoma.
Y a continuación la cita de Thoreau:
“No te molestes en ser religioso: nadie te dará las gracias por ello. Si puedes clavar un clavo, y tienes clavos para clavar, hazlo. Es el momento de hacer experimentos, pruébalo. (…) No leas los periódicos. Aprovecha todas las oportunidades que tengas para estar melancólico: sé tan melancólico como puedas y advierte el resultado. (…) No seas obediente como los vegetales. Sé tu propia ayuda (…). No te dediques a encontrar las cosas como crees que son. Haz lo que nadie podría hacer por ti. No hagas nada más”. (Anotación del Diario, posterior al 29 de julio de 1850).

Tras leer la introducción del libro de Stanley Cavell y, en concreto, la parte en la que se refiere a la aparente paradoja o irrelevancia de comprender a Emerson como puente americano entre dos “dispensaciones filosóficas”: la angloamericana y la franco-germana, que no lo supieron reconocer nunca como figura filosófica, yo arriesgaría a decir que Emerson y Thoreau sí encuentran su reconocimiento en Deleuze e incluso que el tándem Deleuze/ Guattari establece, en el siglo XX, un puente similar entre las dos orillas, pero en sentido opuesto, es decir de Este a Oeste, al trazado por Emerson, en su día. Deleuze supo establecer como ningún otro pensador europeo, al igual que ahora Cavell en Estados Unidos, los vínculos de la filosofía con los demás aspectos de nuestras respectivas culturas, y de ambas culturas, la europea y la norteamericana, entre sí. Digamos, en palabras de Deleuze, que ambos han sabido establecer “multiplicidades”. Cavell lo deja bien claro a propósito de la falta del reconocimiento filosófico de Emerson: “(…) el esfuerzo de Emerson por reivindicar o porque la filosofía vuelva a empezar como tal en estas nuevas, tal vez intelectualmente inhospitalarias orillas (“estas rocas desoladas”), es precisamente lo que impide que tanto amigos como enemigos lo reconozcan como filósofo”.
Hasta aquí, este pequeño apunte –no tenemos tiempo para más.

Por el interés en publicar a Emerson fue como llegué a Thoreau. A instancias de mi socio y gran amigo Manuel Borrás me dirigí al joven filósofo Germán Cano, autor y traductor de la casa, para que me sugiriese quién podría hacer una buena traducción de Emerson, y él me recomendó vehementemente a Antonio Lastra como máximo especialista español en esta rica y particular corriente del pensamiento norteamericano. Y ahí empezó todo, la asidua colaboración de Antonio y de Javier Alcoriza con Pre-Textos, y la materialización en primer lugar de La conducta de la vida, de Emerson, a cuya publicación siguió Ciudades de palabras de Stanley Cavell y, más recientemente, la antología de Thoreau Escribir, en cuya puesta a punto también intervino Antonio Casado da Rocha, en estrecha labor de equipo con Lastra y Alcoriza.

Se preguntará alguno de ustedes ¿qué une a estos tres autores que haga que les hayamos publicado en Pre-Textos sus correspondientes libros? Por un lado, su forma de expresión filosófica como parte de un continuum imprescindible para llegar a conocer aspectos de la sociedad, de la política, de la literatura, del cine y de las formas de vida de Estados Unidos, que no se tienen por lo general en cuenta a la hora de establecer un análisis de aquél país. Los análisis al respecto vienen, por lo general, cargados de prejuicios y no apuntan a la verdadera enseñanza que de todos ellos podemos sacar provecho.
Por otro lado, y creo que esto es básicamente lo que amalgama la obra de estos tres pensadores, uno de ellos distanciado en el tiempo de los otros dos: su carácter didáctico. La figura del escolar, elevada a la categoría de concepto, de Emerson, sienta, efectivamente, las bases del desarrollo pedagógico de esta corriente de pensamiento, que partiendo de la idea del “perfeccionismo moral”, permitirá a Cavell desarrollar de forma exhaustiva un análisis de la superación del individuo en su relación con los otros a partir de esos momentos de perplejidad que propician determinadas situaciones de tránsito en la vida de las personas y que tan bien ilustran las comedias de enredo matrimonial del cine norteamericano de los años cuarenta, de las que Cavell echa mano en Ciudades de palabras magistralmente para establecer los vínculos oportunos entre ellas y los filósofos y poetas por él seleccionados para sus clases docentes. Y así tenemos que asociará, por ejemplo, a Emerson con Historias de Filadelfia; a Locke con La costilla de Adán; John Stuart Mill con Luz que agoniza; Kant con Sucedió una noche; Rawls con el Secreto de vivir, de Frank Capra, que veremos esta tarde; Nietzsche con La extraña pareja; Ibsen con Stella Dallas; Freud con Las tres noches de Eva; Platón con Luna nueva o Aristóteles con La pícara puritana. Y un par de escritores más con otro par, en esta ocasión, de cineastas europeos: Henry James con Max Ophüls y Shakespeare con Rohmer.

Seguir hablando de estos tres libros daría tanto de sí que, no sólo cada uno de los que hoy intervenimos en esta mesa podría agotar con creces el tiempo destinado a los demás, pues tal es su riqueza y capacidad de, como decía en un principio, “trazar analogías”, que prefiero, como editor, terminar con una nueva cita, esta vez de Thoreau:

“Los libros son la riqueza atesorada del mundo y la justa herencia de generaciones y naciones. Los libros, los más antiguos y mejores, perduran natural y legítimamente en los estantes de cualquier casa. No defienden una causa propia y, mientras ilustren y mantengan al lector, su sentido común no los rechazará. Sus autores son una aristocracia natural e irresistible en toda sociedad y ejercen mayor influencia sobre la humanidad que reyes y emperadores”.