Por Frank G. Rubio, El Pulso.
(“Hay que soñar”… Lenin). Ha tardado casi 20 años en llegar a nosotros la traducción de este interesante trabajo de Boris Groys[1] que echa luz no sólo sobre el devenir de las fenecidas, en buena hora, vanguardias sino también sobre la inevitable e incómoda para muchos nada tenue relación del arte moderno con el Poder. La tesis central de este libro es que, contra la opinión dominante, el estalinismo no significó sin más el final de la vanguardia sino que, consiguiendo apropiarse de sus ambiciones y estrategias, acabó utilizándolas a su manera…
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