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Me gusta iniciar mis comparecencias públicas insistiendo en mi creencia de que todo editor antes que editor es, para bien o para mal, lector. Una vez aclarado este extremo trataré de comenzar por lo más evidente. Comparto la opinión, junto a Ramón Gaya, de que la diferencia sustancial entre verdad y mentira radica en que siendo la primera indemostrable, la segunda siempre admite demostración. Tan palmaria distinción antes que consolar, cuando se pretende hablar de algo, produce desasosiego. Dicha evidencia debería, sin embargo, sernos de utilidad a la hora de procurarnos el valor necesario para ser capaces de renunciar a aquellas creencias, por avaladas y asentadas que estén a través de una educación o cultura adquiridas, que supongan un obstáculo para llegar a la verdad. Esa que, sin ser demostrable en los términos estrictos que nos procura una tradición, es al menos contrastable frente al poder sancionador de la realidad. Realidad que las ideologías tratan las más de las veces de ocultar, si no de tergiversar con fines inmediatos a fin de darse la razón aun a costa de la verdad.
Sería pertinente distinguir, por otro lado, entre aquello que se cree realmente una época, y aquello que le gustaría creer. La capacidad que tiene el hombre de nuestros días, imbuido de su condición de individuo, de convencerse contra su convicción es de todos conocida. El hombre acostumbra a vivir encarcelado en sus verdades y eso a veces no le permite contrastar con libertad las propias con las ajenas. Cabría, en consecuencia, concluir en que no es la duda, tal como nos dijo Nietzsche, lo que enloquece, sino la certeza. Y de rondón, si la cultura es influenciable por la política no lo es en cambio la realidad sobre la que necesita fundamentarse toda cultura hecha por personas.
Creer que, gracias a un esfuerzo de tolerancia, hoy vemos la cultura catalana más desprejuiciadamente que antaño no deja de ser una verdad a medias o lo que es lo mismo una falacia. Ese respeto viene de lejos, baste arrancar de finales de siglo para no cansar a nuestros interlocutores.
D. Miguel de Unamuno sostenía que todo lector español que se preciara de culto debería conocer, cuando menos, las literaturas portuguesa, gallega y catalana, antes incluso, añade, que la francesa o italiana. Poco caso se le ha prestado, a lo que se ve, al autor vasco. No estaría de más reconocer que ese consejo enlaza con la opinión de otro sabio español, D. Marcelino Menéndez Pelayo. Para el polígrafo montañés –algunos piensan que influido por su condición de discípulo de de Mila y Fontanals– había que amar la lengua catalana y conocer su cultura. Baste recordar que en su Historia de las Ideas Estéticas mantiene que nadie puede discutir a la lengua catalana el mérito de haber sido la primera de la Península Ibérica en servir a la especulación metafísica en España. Creo que no se puede poner más alto listón en lo que al reconocimiento de esa cultura respecta.
Me gustaría resaltar también el lamento de D. Miguel de que Maragall, una vez muerto, no hubiera vendido más de seis ejemplares de su obra completa en toda España. Permítaseme añadir que siempre que repaso el epistolario entre estos dos grandes poetas se actualiza en mí la emoción de comprobar el esfuerzo ímprobo que realizaron por atenuar incomprensiones, por tratar de hacerse entender el uno frente al otro desde sus respectivas idiosincrasias. Crean que para mí no sólo constituye un ejemplo a seguir, sino también un claro acicate a la hora de insistir en que mientras nos contemplemos respectivamente con respeto se enriquecerán las dos culturas.
Con todo, a mí sigue atenazándome cierto malestar, diría hasta dolor, de que pese a esos esfuerzos, en absoluto aislados como veremos más adelante, la cultura y literatura catalanas continúen todavía siendo tan ignoradas en el resto de España. Creo que dicha evidencia debería seguir inquietándonos y es sin duda, al menos en mi caso, la que nos atrae a este encuentro.
Valga como ejemplo ilustrativo, abundando en lo antedicho, una anécdota que nos aconteció al editar la primera traducción al castellano de un autor catalán en Pre-Textos. Al comentar a nuestro distribuidor para Cataluña nuestra intención de poner en circulación El vaso de plata de Antoni Marí, aquél nos aseguró que dicha versión no iba a venderse apenas en Cataluña. La realidad contradijo ampliamente tan aciago vaticinio. Los ejemplares vendidos por la editorial a través de esa distribuidora supusieron el setenta por cien de los vendidos en toda España. Caben inferirse de dicha experiencia dos cosas. Una, en Cataluña se lee a sus autores también en traducciones castellanas. Dos, en el resto del estado los autores catalanes siguen siendo por desgracia poco leídos.
No querría pasar por alto, en otro orden de cosas, el hecho, para mí feliz, de que el esfuerzo aunado de una serie de poetas-editores de mi generación –y no puedo sino reconocer la labor al respecto realizada por Andrés Trapiello, Alex Susanna, Antonio Jiménez Millán, Ángel Guinda, …– al coincidir en sus preferencias por alguno de los autores catalanes de este siglo –por ejemplo Marià Manent– ha contribuido en mucho a favorecer, al confluir nuestros gustos, un estado de escucha propicio en la actualidad en España hacia la poesía catalana y de la mano de ésta hacia su cultura. Capacidad de escucha que ha contribuido a conformar una actitud más desprejuiciada. Confío de veras que dicho esfuerzo sea a la larga reconocido en sus justos términos.
Gesto, por otro lado, nadie se llame a engaño, que se encardina a otros no menos meritorios a lo largo de este siglo. Baste recordar sólo a guisa de somero ejemplo, el afán divulgador de un Azorín o un Giménez Caballero todavía no enfangado de cerrilismo maximalista. Y adentrándonos más en el el siglo la impagable labor difusora de la poesía catalana de Paulina Crusat, animada por el benemérito José Luis Cano, hoy tan arrum-bado. Bueno, pues a pesar de todo me siento en la obligación de tener que seguir lamentando que poetas de la talla de un Carner, Guerau de Liost, López Picó, Villangómez Llobet –menos mal que el ibicenco ha tenido recientemente una antología en castellano realizada por Antonio Colinas– y otros no hayan merecido hasta la fecha ver uno solo de sus libros traducidos al castellano. Creo que este dato merecería también analizarse.
Nosotros, es decir Pre-Textos, en la medida de nuestras posibilidades –cabría recordar que somos una empresa privada independiente que realiza su actividad en una comunidad que no contempla la labor de difusión de la literatura en castellano entre sus presupuestos político-culturales– y sin ignorar el riesgo que conlleva la empresa de difundir una literatura que no goza del predicamento de un público lector amplio, no vamos a escatimar esfuerzos, de igual modo que hemos hecho con la difusión de la literatura por-tuguesa contemporánea, por tratar de corregir esa situación a nuestro pesar tan anómala para el buen entendimiento de nuestras respectivas culturas, pues somos de la opinión que sólo por la cultura, siempre que no la salpiquemos de ideología al instrumentalizarla con fines políticos, es en su relación desprejuiciada con las otras la única capaz de dirimir los conflictos entre los distintos pueblos que están por fortuna llamados y no, como consideran algunos, condenados a entenderse.