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¿Quién es Rómulo Bustos?, se preguntarán muchos de ustedes. La misma pregunta que yo me formulaba hace escasamente dos años. Se nos dice en el prólogo de su libro Sacrificiales, que pertenece a una generación poética denominada “invisible”, a la que pertenecen dos de los poetas colombianos para mí más importantes de la última mitad del siglo pasado, Aurelio Arturo y Giovanni Quessep. Bustos comparte con sus compañeros de generación su rechazo de las retóricas altisonantes de cierta suerte de mesianismo muy caro a determinados poetas del mismo periodo histórico al que ellos pertenecen y del coloquialismo realista, la poesía social.
En ese territorio estético del que se pretende excluir el lastre del peor romanticismo, tanto en su vertiente más grandilocuente como en la más, digamos, populachera, va forjándose la obra de Rómulo Bustos.
Su poesía recoge, a mi parecer, el testigo del Octavio Paz más lúcido (“Las semejanzas entre la poesía y la experiencia de lo sagrado son algo más que coincidencias”, El arco y la lira) y se alimenta de otras tradiciones en las que la poesía y la religión no discurren por cauces separados, como el budismo o el taoísmo. La pretensión de Bustos es, en cierta forma, paralela a la de mi muy querido poeta José Watanabe (con quien tiene mucho en común) y persigue una desacralización de lo sagrado, identificado en nuestra tradición con el idealismo romántico, y una sacralización al mismo tiempo de lo impuro, identificado con el cuerpo, la materia.
He dicho antes que esta poesía tiene mucho en común con el poeta peruano José Watanabe: ambas tienen tendencia a dar prioridad a la vista sobre los otros sentidos, al tono desapegado respetuoso con el objeto, al verso descriptivo aunque sutilmente simbólico, naturalista pero capaz de transmitir lo milagroso de cada objeto tratado, de cada forma de vida, casi en la línea de los buenos haikai. Yo compararía a este respecto su poema “Mantarraya” con el de Watanabe “El lenguado”. Formalmente ambos optan por el verso descriptivo, largo, próximo a la prosa o a la conversación; al mismo tiempo ambos extreman la precisión, casi como entomólogos van construyendo el envoltorio simbólico del poema, un simbolismo que se resolverá con una leve ironía que pondrá de manifiesto lo inútil de la especulación humana frente al milagro incomprensible de la existencia. En el caso de Watanabe (“Soy entonces todo el fondo marino”) el que habla es el lenguado: un monólogo dramático, bastante irónico con respecto a nuestra tradición y que sólo se ha usado con un sentido más restringido en las fábulas, y que en realidad está al servicio de la fusión del sujeto con el objeto, como haría un maestro japonés; en el caso de Rómulo Bustos, el sujeto describe al objeto dentro de una situación, de manera que su poema, que debería lograr a priori un mayor distanciamiento, cae paradójicamente en un mayor subjetivismo, en una mayor carga literaria. La misma correspondencia podemos encontrarla claramente en poemas como “Contra Parménides o la mariapalito” (poema que recuerda al de la mantis religiosa, de Watanabe o viceversa) y en el “De los sólidos platónicos” (poema que recuerda al que dedica Watanabe a Newton o viceversa). Y podemos volver a encontrarla en poemas como “La capa de juegos”, que el autor dedica a su hermana.
Esto, por una parte, pero Bustos no sólo tañe esta cuerda: está muy influido por las lecturas filosóficas de origen neoplatónico y por toda la tradición oculta occidental (la alquimia, la mística de origen hermético, etc.) Tal vez, siguiendo aquí a Octavio Paz, Bustos intenta encontrar una nueva vía sacra, un nuevo poema que sea capaz de hacer que el lector se reencuentre con la trascendencia. Pero, permítanme dejar el desarrollo de este asunto para más adelante, para un posible ensayo más concienzudo, habida cuenta de que lo que estamos haciendo esta tarde es presentar simple y llanamente un libro.
En fin, que sólo me queda recomendar encarecidamente a quien todavía no lo haya hecho que lea este estupendo libro de Rómulo Bustos titulado Sacrificiales.