Si para mí ningún tiempo pasado fue mejor, para Francisco Brines es todo lo contrario. Para él el presente sólo sería brasas, sino hubiera amado a la vida sobre todas las cosas. Con todo, nada queda de aquel fervor, y en el momento en que vive no hay lugar para la esperanza. El dolor ofrece a algunas personas la sabiduría que la inocencia les niega. Nos viene a decir: ojalá se pudiera mantener el entusiasmo pasado, y en el presente sobrevivir a la dulce e inocente espera de la nada. Sin embargo eso no es así, el epicúreo que habita en nuestro poeta contradice también esa hipótesis. La juventud no regresa y si vuelve es sólo bajo la apariencia del objeto de deseo recobrado efímeramente. Si la infancia constituyó nuestro paraíso y la juventud la patria de nuestro anhelo, es porque se vivieron con tal intensidad que somos capaces de actualizar instantáneas de ambas en el momento presente. Eso antes de consolar hiere al que sin resistirse al tiempo no deja de padecer el paso del mismo. A menudo ni siquiera nos queda el consuelo de recordar la imagen de la juventud recobrada a través del otro. El visitante nos abraza, es la juventud recobrada, no tanto como pasado sino como señal de que para nosotros vivir significó también amar.
Hay un libro ideal que todos hemos entrevisto en nuestra infancia. Ese libro suele tener su origen en un lugar, en un paraíso perdido. Se trata de unas páginas que han tenido que ver con nuestra vida, un «libro» en el que se escribieron cosas que nos concernieron y siguen perteneciéndonos. Si en alguna parte sobrevive la infancia es en nuestro interior. No podemos perdernos de vista a nosotros mismos. Porque Francisco Brines no ha podido perder de vista al que fue, ha recobrado la casa de la infancia. Para todos los que le conocemos Elca adquiere un eco mítico del mismo modo que La Casería del Conde en el caso de José Antonio Muñoz Rojas. A Elca se puede ir de distintos modos. Se puede acceder a través de muchos de sus poemas, de una sensibilidad muy precisa…, pero ir allí es ir hacia la poesía de Francisco Brines, hacia la infancia recuperada a voluntad, como diría Baudelaire.
O también supone llegar al lugar de la amistad. Para los que seguimos creyendo en ella, el amigo constituye el espacio por excelencia para el encuentro, es el lugar que hace que el misterio vaya hacia el interior. Cale en nuestras vidas como uno de esos raros frutos otorgado por la existencia. Como solitario que ha vivido conmovido por el maravilloso espectáculo de lo vivo siempre he aspirado a tener amigos. Ellos me han dicho que uno nunca está del todo solo. En ese aspecto creo haber sido una criatura afortunada. Me honro de haber tenido y de contar con buenos amigos, de haberlos sabido querer y de haberme sentido correspondido. El amigo es además aquel que nos protege de nosotros mismos. La amistad a contrario de lo que acontece con el amor, según creencia muy extendida, nos hace más libres. Toda persona madura goza disfrutando de un amigo y compartiéndolo con los demás. La relación amistosa requiere comunión, generosidad y lealtad, nunca la insana fidelidad que reclama el amor. Francisco Brines es, representa para mí el ejemplo del amigo íntegro, en él veo reunidas todas y cada una de las virtudes inherentes al mismo: la atención, el cariño, la bonhomía, la lealtad… Cuando uno llega a Elca, a parte de ir a Francisco Brines, se sabe al instante acogido en la casa de la amistad. Tanto que se lamenta en cuanto ha llegado de no haber podido tener la preciosa oportunidad de haber estado antes.
A menudo he ido a los poemas de mi amigo a buscar refugio, a encontrarme con el tibio y antiguo aliento ya conocido que me ayudase en momentos aciagos a recuperar mi lugar en el mundo. También a buscar la serena felicidad que nos da el reconocernos amparados y a la vez desamparados bajo la santa e inocente realidad. Sí, santa e inocente incluso cuando haya sumido nuestro nombre en el olvido. Y en esa suerte de viaje quizás el viaje no sea lo que más nos sorprenda, pues para nosotros la vida, el haber tenido el privilegio de vivirla, fue la mayor de nuestras sorpresas. Francisco Brines es también para uno el amigo sabio porque piensa que las leyes nunca están ni deben estar por encima de lo que somos. El ideal de sabio que encarna es el del hombre que ha aprendido en su inmersión en la vida a buscar la verdad en su interior y dárnosla.
Saber ser poeta, según nos recuerda Juan Ramón Jiménez, es dificilísimo.
Cuando uno escribe suele desaparecer. Y es por ello por lo que el poeta necesita volver a la infancia. Quizás no haya salido nunca de ella. Sí, el lenguaje, tal como escribió Hölderlin, es uno de nuestros bienes más peligrosos, y ahora sé que lo es porque es él el que nos expulsa del paraíso que supuso la infancia. O lo que es lo mismo, los niños, que no distinguen la ficción de la realidad, son los que nunca tienen la palabra y cuando al final la tienen acaban por perderla. Para crear, para poder acoger una emoción, hay que mantener vivo al niño que se fue, pues la mirada del poeta elegíaco, de ese que ha sabido dotar a su propia obra de un más allá de la simple queja por el paso del tiempo, es también como la de un niño. La de aquel que se le ofrece todo como si fuera la primera vez. En la infancia se concedió el tiempo en su totalidad a nuestra mirada de entonces y por primera vez. Como dice Rilke, la infancia es la patria del poeta. Una casa que se empieza a caer, húmeda y sola y que si se hubiera abandonado habría contribuido a borrar prematuramente un nombre. Un nombre por cierto en el que nadie vive y en el que nadie se escucha. Un nombre que se manifiesta con su voz y que el poeta espera que enmudezca para subir y poder quedarse dormido.