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Seguro que habrá alguien a quien le parecerá una contradicción en sus términos, cuando no una extravagancia, el hecho de haber titulado mi conferencia “Para recordar el futuro”. En el caso de mi relación con Ramón Gaya, no puede cobrar más sentido esa aparente paradoja. Cuando pienso en mi muy añorado amigo, no consigo recordar el pasado, retrotraerme a él, sino sólo instalarme en el futuro al que apuntó su vida, su obra, su pensamiento. Su magisterio señaló, sin querer, un más allá que trascendía siempre el momento en el que estábamos recibiéndolo sus amigos, que nunca acólitos. Sus amigos, en contra de lo que se ha dicho, no constituíamos ninguna camarilla ni círculo iniciático. Ramón Gaya jamás impartía enseñanzas, en todo caso las compartía. Su fe era demasiado sólida y profunda como para erigirse en maestro de nada, o tener la más mínima tentación de subirse a un púlpito. Fue un ser excepcional porque supo reconocer la excelencia del hombre común, la excepcionalidad del desprejuiciado, frente a la del intelectual resabiado y que da todo por cerrado, por sobrentendido. Ese que se coloca ante una obra, no como lo hace un hombre –con su compuesto natural de ignorancia y saber–, sino como un perito, como alguien que ha dejado de ser persona para convertirse en algo, según sus propias palabras. Y es a partir de ese instante cuando todo lo que le sucede a ese ser artificial no le sucede ya dentro de un espacio vivo y entre seres vivos, sino entre cosas, entre simples cosas inanimadas. El hombre al convertirse en cosa, al intentar locamente ser objetivo, ya no es capaz de sentir la cercanía de los otros seres vivos, la fraternidad; tampoco de escuchar ni de prestar atención, uno de los grandes males de nuestra época. Habría, en fin, que tratar de ejercitarse más en conocer, reconocer, recordar el futuro.

Recordar el futuro, pues, porque el tiempo no es un don trascendental. El tiempo no es una forma mental anterior a la experiencia. Ésa ha sido, ahora me doy cuenta, una de las enseñanzas más sutiles y profundas que recibí de Ramón Gaya, de una suerte de pensador asistemático, simplemente vivo, que desarrolló como pocos su yo religioso. En él hasta la paradoja cobra estatuto de verdad. Fue un místico en el sentido griego de la palabra, en el de silencioso. Él mismo nos señaló en su texto “Portalón de par en par” que “el gran artista y el místico siempre están al borde de lo imperdonable, de lo inhumano, de lo hereje; los dos expulsan, excluyen de su vacío absolutamente todo, hasta la Iglesia, hasta el Arte. Porque para esos seres desnudos la Iglesia y el Arte no son templos, como se dice, sino prisiones”. A un místico nada de lo que contempla consigue conquistarlo, perderlo. Llegó incluso a identificar la nada con el alma. ¿Puede haber mayor expresión mística que ésa? Es por ello por lo que siente, por ejemplo, en Velázquez, que no es un artista, que es lo más ajeno a un artista, la santidad. Para los menos avisados siempre pareció un pintor realista, siendo, como es, un pintor místico, más aún, santo, ya que en el místico todavía están las pasiones desperezándose, desesperándose. Mientras el místico canta la libertad, el santo es la libertad. Y esa libertad encarnada en Velázquez es la que le permitió, según Gaya, crear los seres vivos que desde una profunda y muy arraigada generosidad y desde una mansedumbre creadora, de pasividad creadora, le entregó a la realidad, a la hambrienta dura realidad. De ahí que Velázquez comprendiera como pocos que cuando pintaba estaba delante de Dios, del mismo modo que nosotros podemos sentirlo en su desnuda divinidad, por ejemplo, cuando admiramos El niño de Vallecas.

Alguien que es capaz de decirnos, sin que le tiemble la voz, que la vida odia el arte, porque éste toma al hombre de su mano y lo lleva a ese lugar donde debió de estar antes, es decir, lo devuelve al ámbito exclusivo del alma, debe de tener un sentimiento religioso muy arraigado. El arte total, pleno, no atrapa nada, sino que deja escapar todo. El creador es quien no quiere crear, el creador involuntario, el hombre de espíritu, es decir, el elegido. Una obra puede atrapar, según Gaya, la vida, pero nunca deteniéndola, apresándola, sino continuándola hasta el alma. Para nuestro pintor, crear es dar vida, y para él Dios está creando todavía. Solemos pensar que el arte se sirve de la belleza o de la fealdad –de ésta se ha servido principalmente a lo largo del siglo XX– para rendir al hombre; pero lo cierto es que tanto la belleza como la fealdad, aunque nos hayan seducido, entontecido, nos hayan ensimismado, embriagado, no nos permiten llegar al alma, al alma misma de la obra. A esa alma donde debe caber el hombre. Pues es claro que la plenitud de una obra, por paradójico que suene, necesita albergar el vacío en el que quepa el hombre para que pueda cobijarse y sentirse. El Arte, pues, es casi una condición inhumana y el arte desesperado, casi todo el de nuestra época, un contrasentido, una locura. Es como un niño consentido, maleducado, caprichoso y egoísta, que se ha esmerado en crear una especie de máquina con apariencia humana, un artilugio más o menos inteligente, pero vacío de sentimiento y que nos necesita; mas una obra que nos necesite para convencernos no puede ser nunca profunda. Una obra que nos necesita suele ser una obra nacida de la urgencia. Parece como si gran parte de los siglos XIX y XX se hubiera quedado paralizada en una suerte de adolescencia autocomplaciente. Pocos como Gaya supieron distinguir esa adolescencia del arte de la madurez que supone la creación. Para crear hay que dar paso a la naturaleza, saber esperar; hay que darle el protagonismo que merece a algo que la propia vida nos ha regalado como un don insustituible, y que la sociedad contemporánea olvida con demasiada facilidad: la paciencia. Ser paciente implica ser solidario, propicia la conciencia de la cercanía del otro, nos hace en definitiva mucho más atentos, más ricos en sentimiento y, en consecuencia, mucho más libres y maduros.

Siempre me creí un hombre dueño de una libertad indiscutible, arrojado; pero tras conocer a Ramón Gaya me di perfecta cuenta de que, en el fondo, donde yo me tenía por un hombre libre, imbuido de razón y verdad histórica, se ocultaba un pusilánime. Alguien que no había hecho el ejercicio adecuado –quizá por pura bisoñez– que impone la verdadera libertad; que ignoraba todavía, como supe después de conocerlo, que nuestras creencias son sin duda innatas y fatales, pero que tardan en revelarse, ya que más que vivir solemos pasar de puntillas por encima de nuestra vida; aunque también es posible que vivir no sea más que eso, que un constante renunciar, precisamente, a nosotros. En definitiva, yo era uno de esos hombres ingenuo, bienintencionado, que se había tragado los dogmas, uno a uno, de todos los ismos y sectas estéticas y estáticas –cuyo protagonismo, por cierto, ha excedido el siglo pasado y llegado hasta nuestros días– de las vanguardias, convertidas hoy ya de modo irreversible y muy a su pesar en retaguardia de un mundo caduco y equivocado que se resiste a cambiar de rumbo. Y cuya resistencia por desgracia a evolucionar responde más a intereses espurios que a cuestiones de orden estético, ético o cultural.

Existe en nuestros días una tendencia general a distraer, a distraernos de nosotros mismos, a hacernos perder la conciencia de nuestros próximos, a atontarnos haciéndonos creer, por ejemplo, que la personalidad, nuestra supuesta individualidad, se halla por encima de todo, sin apenas percatarnos de que lo que precisamente conseguimos así es negarnos de rondón nuestra libertad en aras de una hipotética felicidad basada en una hipotética comodidad que nunca, por cierto, se alcanza. Ese espejismo, esa hipotética identidad, sustraída además a lo sustantivo de nuestro ser, es lo que nos venden como nuestro único horizonte posible de “personas”. Y además se lleva a cabo por medio de ideas abstractas y conceptos que no están lo suficiente delimitados y que acaban por encarcelarnos en la desesperación, que no es más que nuestro desengaño de ese mundo de falsas promesas. El que desespera es porque no cree y al poder le interesa que no creamos sino en él. La desesperación es una indecencia. Al poder nunca le ha gustado el Arte con mayúsculas y, si se me apura, la Vida, con mayúsculas también, porque ambos comportan antes que nada una fe esclarecedora y no una religión. Al poder lo único que le ha interesado es sobrevivirse y perpetuarse al precio que fuera, fingiendo incluso que nos protege y vela por nosotros. Vivimos una gran pamema, y ya sería hora de ir despertando y regresar. Todavía no es demasiado tarde, nunca lo es cuando se trata de desembarazarnos de muchas de las desvergüenzas que nuestra sociedad intelectual ha travestido como sublimes, como profundas.

A tenor de lo dicho no estaría de más añadir que nos hallamos viviendo un momento, casi diría en un perpetuum mobile, en que por contraste con esa sociedad seguidista, gregaria y cada vez más conformista que habitamos y en la que preferimos que se nos dé todo hecho antes que esforzarnos por la conquista de la libertad que afiance nuestra capacidad de elección individual frente a tantos falsos mitos, sólo unos pocos pueden permitirse, como fue el caso excepcional de Ramón Gaya, el “lujo” de seguir creyendo y siendo exigentes con aquello que más han estimado, es decir, la verdad. Sólo unos pocos, por lo que se ve, han podido luchar contra la tiranía tanto del mal gusto, como de la falta de gusto, por las cosas que más aprecian, como fue, en el caso del pintor murciano, la verdad y el sentimiento en el arte, y en consecuencia también en la vida. Sólo unos pocos han estado en condiciones de expresar la alegría que supone poder aplicar un criterio personal, capaz de seleccionar, discernir, favorecer valores por los que la existencia valga la pena vivirse, aun a costa de poner nuestros yoes en crisis frente a una sociedad mutilada y anquilosada por sus propios miedos. El miedo –eso que nos expone más al peligro– a la santa posibilidad de equivocarnos suele ser en el fondo una de las múltiples expresiones de nuestro insondable temor a la libertad. En nuestra época pocos parecen ser quienes quieran exponerse al principio rectificador que impone la realidad. El hombre moderno ha envejecido tanto que ni siquiera reconoce, recuerda, algunos trazos de su ser original, de ese que lo acercaba más a la vida y lo hacía más merecedor de saber distinguir la verdad de la impostura. Desde el romanticismo hasta ahora, el hombre se ha dejado vencer por la pasión. Por una suerte de pasión que no cree nunca en eso que afirma desear tanto.

Estamos asistiendo, en fin, al fracaso de lo personal. Y nada apunta, pese a los cantos de sirena de un pretendido y recurrente discurso emancipador de lo viejo, a frenar en nuestros días la tendencia a la producción en masa, a las imitaciones vulgares y baratas en aras de la reivindicación de un realismo edulcorado, y tan falso como la abstracción; al conformismo, a la inflexibilidad, síntomas todos ellos, no les quepa el menor asomo de duda, de una época estéril que pretende verse reflejada en lo contrario sin conseguirlo, y cuya contundencia en su resistencia a desaparecer no es otra que la propia de una cultura que está dando sus últimos coletazos, por más, como decía Ramón Gaya, que toda agonía siempre sea larga. Nos encontramos sumergidos en una era en que cualquier idea original o su expresión libre y sin prejuicio es rápidamente deformada, oscurecida y arrumbada al anonimato, cumpliendo con esa terrible verdad de que ningún desconocido es echado de menos; inmersos, como estamos, en la confusión rampante entre calidad y cantidad. A Ramón Gaya se le ha intentado marginar de muchos modos, pero nunca con tanto ahínco como cuando ha ido reconociéndose el fondo de verdad que habitaba en su palabra, en la ejemplaridad de su vida y obra. Una obra aquilatada y sustentada en una fe inquebrantable y en una alegría que se nutría de un pozo muy hondo, único.

Si el pasado siglo dio tantas obras muertas es porque esas obras no fueron hijas de la generosidad, de ese pozo único, lo reitero, en el que se alberga la verdad. Pero lo peor no fue eso, sino que bautizó de profundidad muchas imposturas y muchos dislates. No se conformó con arrumbar la verdad de la Pintura, sino que además trató de fijar nuestra mirada en un cúmulo de desesperaciones que con el ánimo de sustraernos a la nada lo único que consiguieron fue abocarnos a ella. El Arte fue para Ramón Gaya un destino que provenía de muy lejos y como tal lo asumió, no como una construcción de él mismo, sino en calidad de cumplimiento y escucha de algo que le llegaba de lejos y se le renovaba perpetuamente de la mano de sus maestros. El Arte nace de una inocencia sucesiva, viva, interminablemente viva; el Arte sucede fuera de la verdad. Y sucede fuera de ella porque el verdadero creador la busca, pero no puede detenerse en ella. El creador renuncia a la verdad, mas no la niega igual que hace, por ejemplo, la imaginación o la fantasía. La obra de Gaya es una obra hija de la alegría, hímnica, celebratoria, y eso es algo que sigue asustando todavía demasiado en nuestra época. Hemos preferido, y de hecho preferimos, comulgar más con el dolor que con la alegría. Me sorprende la facilidad con que la gente, al menos en España, se identifica antes con el sufrimiento que con el regocijo. De ahí que lo elegíaco en nuestro país venza a lo hímnico. El dolor no nos da más que dolor, aunque sea, como nos señalaba también Gaya, bueno porque es sagrado.

Su fe en la pintura, en el arte del creador verdadero, fue la verdad que encarnó tanto en su pintura como en su obra escrita. Obra que me cupo la alegría de ir dando a la luz pública a través de la editorial que codirijo con Silvia Pratdesaba y Manuel Ramírez a medida que Ramón Gaya iba confiándonosla. Fueron muchos años de una muy fructífera colaboración basada en la amistad, el cariño y la confianza. No podría definirla de mejor manera. No quiero dejar de aludir, ahora que hablamos de amistad, a otros dos amigos que tuve el placer de presentar a los Gaya y que contribuyeron mucho desde su doble condición de amigos, primero, y de médicos, después, con su dedicación y cariño, a hacer más llevaderos, junto a su mujer Isabel Verdejo, los últimos años de Ramón Gaya. Se trata de parte de mi familia, Teresa Tuset, Pitusa, y José Luis Escartín.

Muchos dirían que tratar a Ramón Gaya en vida les supuso un raro privilegio, pero yo sustituiría este último sustantivo por el de regalo. Para mí fue uno de esos contados regalos que la vida me ha concedido. En reiteradas ocasiones he dicho que hubo un Manuel Borrás antes y otro después de conocer a Ramón Gaya. Y no es que aquel Manuel Borrás dejará de ser quien era, sino que continuó siéndolo pero mucho más afianzado a la vida, mucho más arraigado en lo viviente, más consciente de ese pozo único, como indicábamos antes, del que nace lo vivo; más sereno en ese continuum en que se nos instala por vía del azar y, si hay suerte, del amor, y al que hemos venido, como diría Juan Ramón Jiménez, para aprender, entre otras cosas, a dar las gracias. Yo las doy y las doy redobladas por haberme permitido, entre algunas otras cosas sustanciales, haber podido disfrutar de la amistad, la obra, el ejemplo, el cariño y la cercanía del pintor murciano. Para mí Ramón, y permítanme llamarle aunque sea sólo esta vez por su nombre, representó, mejor, encarnó la claridad, algo, por cierto, precioso por raro y escaso en nuestros tiempos. Me enseñó, como quien no quiere la cosa, a ver, a escuchar, a prestar atención a aquello a lo que merecía verdaderamente la pena prestársela. Me ejercitó en la comprensión de lo sustantivo, en saber lo que significa regresar a un lugar donde no se ha estado antes, pero que estuvo siempre en nosotros. Y todo ello lo hizo asimismo sin la más mínima vocación de influirnos, puesto que, es claro, nunca quiso imponernos sus verdades, ni siquiera una nueva visión de la realidad, sino simplemente recordárnosla.

Dicha confianza de la que he hecho mención empezó a fraguarse en cuanto nos conocimos. Sería pertinente que les contase, aun muy sucintamente, cómo llegué, mejor, cómo llegamos los Pre-Textos (pues así es como él nos denominaba) hasta Ramón Gaya. A principios de los ochenta, en concreto en el año 1981, cayó en mis manos un número de la revista valenciana Letras, que comandaban mis amigos Tomás March y Santiago Muñoz Bastide, en el que ambos junto al pintor valenciano Luis Massoni, muy amigo del murciano, le hacían una larga entrevista. La lectura de aquellas declaraciones me supuso una profunda convulsión. Pude comprobar cómo alguien de cierta edad se atrevía a poner en evidencia y crisis muchas de las “verdades” y falsos prestigios que habían presidido el debate estético y cultural hasta entonces, y que en el fondo ocultaban una gran mentira. Esa gran mentira que muchos no nos atrevíamos ni siquiera a enunciar para que no se nos tildase de reaccionarios o de criaturas al margen de la sensibilidad de nuestra propia época, una añagaza más para solapar lo insolapable. En esa primera lectura de aquella entrevista supe ya hasta qué punto no sólo se nos había engañado, sino cómo habíamos consentido nosotros también en el engaño y cómo, casi sin querer, lo seguíamos reproduciendo.

Fue tanta la impresión que me produjo aquel testimonio, repito, que a renglón seguido llamé, no recuerdo ahora si a Tomás March o a Santiago Muñoz, para preguntar cómo podía acceder a aquel hombre, si había manera de que nos lo presentaran. De la mediación de uno de los mencionados amigos a la convocatoria en casa del pintor transcurrió muy poco tiempo. Recuerdo perfectamente que nos recibió en su estudio valenciano de la calle del Grabador Esteve que compartía en aquella época con quien sería más tarde su esposa, Isabel Verdejo, Cuca, para los más cercanos. La impronta de su sola presencia física ya indicaba que uno estaba ante una persona muy especial, muy singular. La acogida de la pareja no pudo ser más amable; entre otras cosas él transigió con beata paciencia y resignación, ahora lo sé con certeza, con muchas incongruencias en materia estética que debimos enunciar en aquel primer encuentro. No sé si fue ese mismo día o ya en nuestra segunda visita cuando se postuló, con la generosidad que siempre lo caracterizó, a colaborar haciendo desinteresadamente viñetas para nosotros, una actividad que había realizado a lo largo de su ya larga vida en otras aventuras editoriales, desde las históricas de Hora de España hasta las muchas dibujadas en su exilio mexicano. Huelga decir que aceptamos su propuesta con emoción y gratitud. Asimismo no dudamos en incorporarlo por esa pequeña y modesta puerta que él había entreabierto a nuestra todavía incipiente aventura editorial. Creo que el postularse como viñetista y no como autor dice mucho de la bonhomía de Ramón Gaya.

El primer libro que le leí fue Sentimiento de la pintura, lectura que vino a confirmar mucho de lo ya intuido en aquella entrevista de Letras, y que me reveló muy sucintamente cuál era el núcleo del que partía su pensamiento, la esencia de su verdad. Leí incluso, a instancias suyas, la versión italiana de cuatro ensayos de ese mismo libro realizada por Leonardo Cammarano. La anécdota es muy graciosa, pues un día, cuando nos despedíamos, Ramón Gaya me dijo en el vestíbulo de su estudio valenciano con una vocecilla entre infantil y suavemente quejumbrosa que solía impostar sólo ante los amigos: “Toma y léeme en italiano y verás lo bien que sueno en esa lengua”, lengua, por cierto, de mis antepasados piamonteses por vía paterna, y que él habló no sé si con sobrada solvencia filológica, pero sí desde luego con finura y sincero cariño.

Junto a Ramón aprendí en definitiva, sin convertirme en un beato, lo reitero, de “su causa”, a ser mucho más libre de lo que había creído ser nunca. Y fui más libre porque no me plegué a ser un portaestandarte de sus teorías, ni un portavoz de determinados excesos que se le atribuían y que yo jamás experimenté, salvo cuando se revolvía con contundencia frente a la injusticia, la tontería o la tiranía de la falsedad. Nunca le oí hablar mal de nadie, ni siquiera de sus enemigos. Cuando descalificaba a pintores como Joan Miró o Antonio López jamás lo hacía desde lo personal sino siempre desde el rigor que le imponía la verdad intrínseca a lo que él entendía como sustantivo en pintura. No creía ni en la pintura, si se me apura: su fe apuntaba a algo mucho más alto.

Al poco de conocernos quiso también rodar unas imágenes de los Pre-Textos en los jardines de Monforte de Valencia. Allí nos encaminamos con Cuca y Ramón y allí tuvimos el privilegio de ser grabados por él con una súper 8 en una memorable tarde primaveral. Creo que todavía se conservan esas imágenes en el archivo de Isabel Verdejo, y supongo que ahora si nos viésemos en ellas nos encontraríamos obscena e insultantemente jóvenes. Ramón en aquella época solía registrar a sus amigos o lugares queridos con una cámara de las características descritas. Muchas son las gratas anécdotas que todavía repican en mí de mi vida compartida con la pareja Gaya.

Tuve el privilegio de pasar muchas horas junto a ellos. Transporté en mi coche a los Gaya por España, Portugal, Francia e Italia. Recuerdo dos memorables viajes a la Provenza y la Toscana. Una estadía en principio de unos días de descanso de paso hacia Roma en Aix- en-Provence se convirtió en un mes. Otro tanto nos ocurrió en un alto en Florencia. En ambas ciudades lo vi pintar al aire libre con la misma serenidad y atención con que podía trabajar en su estudio. Compartí almuerzos y cenas en sus respectivas casas en Valencia, Madrid o Roma. Lo oí improvisar en el piano de su estudio valenciano, lo vi bailar, reír a mandíbula batiente, también llorar frente a alguna de esas obras que él consideraba consustanciales a la vida. Puede colegirse de toda esta vivencia compartida lo mucho y sustancioso que le oí decir. Todavía resuenan en mí sus recuerdos emocionados de su primera visita a su, en justicia y en justeza poética, admirado Juan Ramón Jiménez, como también sus recuerdos de Juan Guerrero, Ramón Gómez de la Serna, Bartolomé Cossio, su entrañable amigo Cristóbal Hall o sus compañeros de generación María Zambrano, Rosa Chacel, Luis Cernuda, Concha de Albornoz, Laurette Séjourné, Juan Gil-Albert, Xavier Villaurrutia, Máximo José Khan y tantos otros, entre los que destacaría a Victoria de los Ángeles, soprano a quien dispensó una profunda admiración y a quien se refería como un milagro de la naturaleza.

Por su mediación pude también contactar con poetas como Tomás Segovia, al que ya admiraba antes de conocer al pintor murciano, o Enrique de Rivas, a quienes acabé editando en Pre-Textos gracias a su generosa mediación. O a Salvador Moreno, su amigo compositor mexicano, del que también publiqué un libro profusamente ilustrado por él titulado El sentimiento de la música, título de evidente eco gayesco. Y cómo olvidar en este escueto recuento que le debo mi amistad con Andrés Trapiello y Miriam Moreno, que junto a sus hijos Rafael y Guillermo constituyen mi familia madrileña, con quienes he compartido tantas horas en las casas madrileñas de los Gaya, también con Manuel Fernández Delgado y su mujer Amparo, los añorados Avellanedas, los cercanísimos Pedro Serna e Isabel, o con Eloy Sánchez Rosillo, Juan Ballester o José Rubio, ese triunvirato de finos amigos murcianos, Marili, Piluca y Palmira sus respectivas compañeras y ahora muy queridas amigas mías. O a otros dos de ellos a quienes no incluí en esta primera nómina porque los conocí en los inicios de mi aventura editorial en Pre-Textos, el novelista Pedro García Montalvo y su mujer Encarna, pero a quien traté ya con asiduidad junto a Ramón en nuestros numerosos viajes a Murcia y nuestras estadías en el memorable Rincón de Pepe de antaño.

Aparte de todo lo dicho, disfruté también con él no sólo de la pintura –le acompañé en muchos museos, desde el Prado o el Louvre hasta el museo Toulouse-Lautrec en Albi–, sino también de la música. Recuerdo en concreto un concierto en un nada adecuado ni cómodo auditorio en la Universidad Laboral de Cheste en las afueras de Valencia en que oímos junto a otros amigos un memorable recital de Vladimir Ashkenazy al piano interpretando a Mozart. No podré olvidar nunca su sorpresa y disgusto iniciales por encontrarnos en tan inhóspito lugar, y cómo su rictus severo y casi enojado acabó transformándose en una incontenible alegría ante lo que se estaba produciendo en aquel escenario.

Repican también en mí vívidamente, por ejemplo, las horas vespertinas pasadas plácidamente en el café Greco de Roma donde jugábamos Ramón, Cuca Verdejo y yo a imaginarnos las vidas de cada uno de los solitarios o tertulianos que se sentaban a las mesas aledañas a la nuestra o simplemente entraban a aquel mítico establecimiento. También otro tanto en la Ladurée de París en la place de la Madeleine, donde solíamos recalar para almorzar tras un paseo o una reconfortante visita al Louvre, quizá para contemplar un solo cuadro.

No querría pasar por alto antes de acabar con estos esbozos autobiográficos la cuestión de la guerra civil española. Es todavía para muchos motivo de extrañeza el hecho de que Ramón Gaya no hablase o le gustase hablar poco de la contienda, de la última guerra fraticida en la historia de España. Él, además, que no sólo fue testigo, sino víctima. Nunca quiso hacer de ese drama vivido ni del exilio el guión de su existencia. Más bien se dolía de que la mayoría de sus compañeros en la desdicha del destierro no lograse superar la tragedia; el hecho ya de por sí injusto de haber sido expulsados por la vía más vil de su propia patria no podía anular una vida, arruinarla. Para nuestro pintor no hubo más patria que la de la Pintura.

Pasemos tras estas rápidas y brevísimas pinceladas autobiográficas de lo que fue mi vida compartida con Ramón Gaya, a tratar de definir la importancia y relieve que adquirió para mí el conocimiento de la obra y el ejemplo vital del pintor y escritor murciano.

Y he subrayado lo de escritor porque a pesar de que Gaya siempre nos decía que era esencialmente un pintor que a veces escribía, fue sin duda alguna también un excelente escritor. Isabel Verdejo ya nos lo ha contado en algún sitio, y yo pude comprobarlo con holgura en calidad de editor suyo, que Ramón siendo el mismo cuando pintaba, variaba mucho de talante a la hora de ponerse a la tarea de escribir. Tarea, por cierto, que no podía compaginar con la pintura. Es decir, o pintaba o escribía, pero nunca hacía ambas cosas a la vez. Y me gustaría subrayar su condición de escritor porque en mi opinión, además de haber sido uno de los pintores esenciales de la última mitad del siglo pasado en España, fue un escritor de una muy singular y rara peculiaridad. Un escritor, como subraya Tomás Segovia en el prólogo a la reciente edición de su obra completa, comparable ya en sus primeras prosas a un Ramón Gómez de la Serna o en sus retratos literarios o impecables, desnudos de innecesaria utilería y originalísimos sonetos, a Juan Ramón Jiménez. Hago hincapié en esto sin, desde luego, pasar por alto su singularidad también como ensayista literario, que lo sitúa como uno de los más altos ejemplos del ensayismo español del siglo XX. Y me refiero al siglo pasado por ponerle innecesariamente puertas al campo, pues en el fondo su obra no tiene edad ni datación y, una vez vencidos numerosos prejuicios, sobrevivirá a muchos de quienes hoy pasan como imprescindibles. De ahí, reitero, que haya querido titular estas reflexiones Recordar el futuro.

El pensamiento que aflora tanto en su pintura como en su obra escrita no es suyo, sino que está reflejado, expresado, visto, visto en lo que miraba. De ahí su incansable y amoroso homenaje a los maestros, y de ahí también que considerase la fe como una especie de frialdad, de una frialdad que surge de unas cenizas, de un silencio que tiende a otro. A ese silencio esencial del que, si sabemos respetarlo, aflora el mundo interior, sin nombre ni identidad, que no por imperceptible en el murmullo global es menos sustantivo para que la obra nazca sin desnaturalizarse. En el creador hay como una aspiración a callarse, a retirarse, a fin de escuchar el pálpito de las cosas, el pozo único del que mana la interioridad, la meditación, el distanciamiento respecto a las turbulencias de los acontecimientos, pero eso sí desembarazados ya de su personalidad. Toda su obra se alimenta en ese lugar sin espacio ni tiempo que, a falta de mejor denominación, llamamos la eterna interioridad del ser.

En la obra escrita de nuestro pintor se da una verdad sobrevivida, como una eterna novedad que la hace parangonable a los más altos pensadores, a mi juicio, del siglo, aunque jamás haya osado además fijar un sistema de pensamiento o haber seguido, pese a sus lecturas de Nietzsche, de los filósofos de la Antigüedad o de los maestros orientales, una escuela filosófica en concreto. Sólo tendríamos que repasar su escueta pero esencial biblioteca para darnos cuenta de que en él no se dio jamás el prurito típico del intelectual a la carta. Nada le podía espantar más que ese tufo en el fondo academicista de quienes no sin cierta socarronería definía como los profesores. Siempre optó antes por los maestros –por aquellos que no necesitan de un sistema de pensamiento prefigurado para enseñarnos las sendas del conocimiento–, que por los eruditos, historiadores o simples conocedores. Sólo hace falta asomarse a su magistral ensayo Naturalidad del arte (y artificialidad de la crítica) para ilustrar lo que acabo de decir. En ese ensayo nos dice que lo más patético del crítico de arte –de música, de poesía, de pintura– no es tanto que se equivoque y no entienda, sino que entiende de una cosa que… no comprende. Creo que con ello está todo dicho. Este enunciado ha tratado de interpretarse equívoca y oportunistamente como una rotundidad más del murciano y no es ni más ni menos que la desnuda puesta al descubierto de la mentira de los que dicen saber, entender de lo que no entienden y a la que los hombres comunes estamos enfrentándonos día a día. Todavía necesitamos desembarazarnos de muchos prejuicios y corsés que coartan nuestra libertad, es decir, nuestra vida. Nos falta para ello la inocencia, esa “especie de ignorancia viva, positiva, limpia, esa ignorancia que es sin duda un último reducto de la sabiduría primera, es decir, de la única sabiduría existente, preexistente, anterior a todo porque lo que viene después ya no es sabiduría, sino inteligencia activa, emprendedora, entendedora, industriosa”, según dejó escrito el propio Gaya.

En una carta de nuestro autor a Soledad Martínez nos dice que él como poeta es casi mudo, está abocado “a la sed y al silencio de la espera”, una espera, todo hay que decirlo, nada estéril y que ha convertido aquella casi mudez en una suerte de música callada dirigida a los ojos del alma y al oído del corazón, como diría José Bergamín, de todos aquellos que han sabido escuchar, ser obedientes a la realidad.

Es posible que Ramón Gaya eligiese el verso para decirnos aquello que no podía expresarse con el pincel, pero tan cierto como ello lo es también el hecho –y es algo que no extrañará a quienes conozcan su obra– de que tanto su obra poética como pictórica nacen de un mismo núcleo, de un mismo centro. Él se expresa con idéntica naturalidad pintando, pensando o escribiendo. Si su naturaleza es la de pintor, su expresión, en sentido juanramoniano, en el poema es la del poeta a solas. A solas porque su escritura, poesía o ensayo nunca es reflexión y siempre sentimiento. La reflexión, según escribe a Juan Gil-Albert, es una cosa que se hace –siempre de una manera un tanto forzada– y el pensamiento es una cosa que se tiene –cuando se tiene– sin necesidad de reflexionarlo, sino de sentirlo y vivirlo. De ahí quizás que su obra escrita altere tanto “la sensibilidad” secuestrada de muchos de sus coetáneos y les resulte a esos mismos tan difícil de rebatir; pero de ahí también que para otros pueda convertirse en una fuente inagotable de alimento espiritual porque nos habla de una realidad invisible, la del alma, y nos habla, sí, de sí mismo, pero para hablarnos de las cosas que nos conciernen a todos: del amor, el sufrimiento, la soledad, el silencio, la amistad, el tiempo y, sobre todo, como añade acertadamente Francisco Brines en el prólogo que escribió a la edición de su poesía en la editorial Pre-Textos, del proceso misterioso de la creación artística.

Ramón Gaya perteneció, es decir, pertenece a una larga tradición que espero que siga sin interrumpirse pese a las distracciones a que nos viene sometiendo el tiempo. Su obra, tanto pictórica como literaria, supone un eslabón más de una cadena esencial que nos llega de lejos y que apunta a un más allá que está por decirse, cumpliendo con eso de que en todo creador está cuanto se ha dicho, se dirá y, también, no se dirá. Su voz, pues, nos viene de lejos, tan cerca; y, sin sustituir, actualiza naturalmente esa otra, que está por venir, en una suerte de relevo sustancial. Ramón Gaya, al menos para quien les habla, es ya un clásico por su originalidad, su vida, su perfección nueva y verdadera. Clásico, nos recuerda Juan Ramón, es todo aquello que habiendo sido (o mejor, por haber sido) exacto en su tiempo, lo trasciende, acaba por perdurar.

En los poemas de nuestro autor hay una inspiración del ritmo, del acento, como la hay del sentimiento y la idea. El pensamiento y el sentimiento son exactos, luego la forma, aunque sea algo secundario, será necesariamente perfecta, es decir, completa, pues sólo es un instrumento magistralmente utilizado para expresar un conocimiento que ha sido con anterioridad rescatado de la vida. Ha sabido, como en la fábula de Tetsu, aprovechar el instante, la idea. Ser, en suma; ser obediente al sentimiento en su momento y su luz, realizándolo además con una poesía máximamente despojada a través de un léxico siempre natural y sin la tentación de ese lujo gratuito tan caro a los profesionales esteticistas del verso. En sus poemas más que la forma, casi inexistente, hay que valorar su verdad poética, y lo que importa, como señala Brines en su dilucidador prólogo a Algunos poemas, no es tanto la expresión como el hombre del que aquélla nace. Y lo personal no lo recibimos tanto en los contenidos cuanto en la encarnadura de los mismos.

En la poesía de Ramón Gaya está, sí, la claridad del sentimiento, pero también el sucesivo calado de lo vivo, de lo justamente vivo, lo perfecto (completo) con la idea, el sentimiento, y las palabras de su tiempo. Y es ahí donde hasta ella adquiere su verdadera dimensión ética, pues no hay que olvidar que aunque el poeta sea un medio tiene que responder de su mediación no como un artífice, sino como un esclavo, al evidenciársele precisamente que la creación es un acto de naturaleza. La creación es “un poder”, como escribe el propio Gaya en una memorable carta a Laurette Séjourné, “el más grande, pero es poder humilde: la creación es la humildad del creador, quiero decir que el creador está sometido a ese poder suyo, y cumplirlo no puede ser nunca un alarde, sino una humildad”. Para añadir un poco más adelante que el creador no puede, ni quiere, estar contento ni triste de su poder, sino conforme. Creo que sería pertinente recordar una vez más a este respecto a Juan Ramón cuando dice: la tragedia del poeta está en que ha sido destinado a descifrar el mundo cantándolo. Y para cantar sin distracciones ni alarde es necesario realizar, a mi modo de ver, una de las más difíciles operaciones en poesía: unir lo suficiente con lo necesario, que es lo mismo que alcanzar la suprema moralidad a través de una suerte de mudez esencial que entronca no tanto con la humildad del poeta como con la humildad desde la que fue dictada su obra. Una mudez que no permite ni siquiera a Ramón Gaya, poeta contemplativo y creador, dar una ligera idea de su propia emoción porque no escribe en el idioma de las palabras, sino en el del sentimiento y la fe.

Para mí leer poesía, y no digo leer a los poetas, supone adentrarme en el camino de la verdad. Oí hace algunos años decir a Tomás Segovia que él al escribir un poema buscaba la verdad. Creo honradamente que Ramón Gaya también, pero no una verdad acomodada a su necesidad y circunstancia, sino una más allá de su propio yo e identidad “porque siente que no sólo la carne es enemiga del alma, sino la persona, la personalidad”. De ahí que para que pueda leerse esa poesía no alumbrada a la exclusiva luz de la individualidad necesite de verdaderas criaturas libres, esas a las que sin ningún esfuerzo por su parte, como señala Brines al final de su prólogo a la ya mencionada edición de Algunos poemas, les haga sentirse más intensos; es decir, más vivos.

Habría que recordar ahora que estamos tratando de un autor excepcionalmente autodidacta. A muy temprana edad se negó, con la comprensión de su padre, viejo maquinista litógrafo anarquista catalán, a ir al colegio. Se supo con carácter prematuro dotado para enfrentarse a la vida y su observancia y, yo diría utilizando un concepto muy suyo, a lo más difícil, a su obediencia. Para él sólo un hombre vivo, actual, en la medida que pueda y sepa obedecer, ser fiel a esa voz de origen que está en la realidad, podrá ser de verdad libre. Ramón no sólo nos dio lo que vivió, sino lo que sintió vivo de lo que veía. Basta con observar una de sus primeras obras, ese grabadito de una prostituta –vivía cerca del barrio chino de la ciudad de Murcia con sus padres– apoyada en la jamba bajo el dintel de una puerta a la espera. Dicho grabado refleja ya, igual que lo hará en su pintura posterior, lo vivo como actualidad permanente. No en balde dirá él lo mismo ante el cuadro de Las cortesanas de Carpaccio, colgado en el museo Correr de Venecia.

Ser adulto es estar solo, nos declaraba Rousseau, y en ese sentido Ramón Gaya fue un adulto precoz. Xavier Zubiri también nos señaló que quien ha sabido estar radicalmente solo es porque ha sabido estar radicalmente acompañado. Ramón supo mucho de ello, en su exilio exterior e interior. Siempre hay una cuota ineludible de soledad, consustancial al hecho mismo de vivir con otros. A fin de cuentas, no puede nadie estar más solo que el creador, el cual se redime de esa soledad en su obra, con la generosidad de su obra, y es ella en definitiva la que le proporciona la mayor compañía posible y nos permite a los otros disfrutarla.

El valor de una obra está en relación directa con que el creador haya conseguido desde su más extrema soledad trasmitir en ella una emoción que precisamente ya no es suya ni tiene nada que ver con su personalidad, una emoción justamente emocional y evidentemente universal, haciendo así compartible algo que en su origen no parecía serlo y proyectando de ese modo luz sobre la naturaleza de los sentimientos y sobre la significación humana que éstos poseen. Una vez más diré que los artistas nos hablan de sí mismos a diferencia de los creadores, que son aquellos que hablándonos de sí mismos nos hablan un poco de todos nosotros. El pintor murciano se encuentra entre estos últimos.

Mientras para un pintor la pintura es un fin en sí misma, para Ramón Gaya no es más que un medio, que como él mismo dice en su Sentimiento de la pintura, lo tiranizó siempre, pero que jamás pudo considerar un fin. Para él la pintura, el arte todo, con su indudable grandeza, era un tránsito que actuaba en el artista como una fatalidad, pero que no era un fin. En esa fatalidad o implacabilidad veía él su transitoriedad. Según Gaya, y me parece una gran verdad, no hay nada tan feroz como lo efímero, lo que se encuentra de paso; “su terquedad y necesidad violentas pueden hacernos creer, por un instante, que se trata de algo central, de importancia central, de trascendencia última, de finalidad tope, pero los grandes y últimos fines, precisamente, no encierran ferocidad alguna, pasión alguna”. Pues la pasión para él era quizá la parte más positiva de la desesperación, pero también desesperación en definitiva. Y la desesperación brota siempre de la pequeñez, de una suerte de egoísmo empequeñecedor, de un egoísmo total que no aspira a nada, ni siquiera a no querer dar.

El arte, pues, no es para él un objeto de fe, repito, sino una fe, pero una fe que no puede quedarse en sí misma. Porque una fe que se complaciera en sí misma acabaría siendo un pecado. El hombre se salva por la fe, nunca por la justicia, ya que ésta no deja simplemente de ser una exaltación, como dice Gaya, de la mediocridad. ¿Y cómo va a suponerse que la mediocridad pueda salvar al hombre? Al haber transformado el arte en sólo un objeto de fe, hemos propiciado esa suerte de arte artificioso que únicamente ha ideado, pergeñado, inventado sibilinamente artefactos sin el hombre, o con el hombre muerto.

Ser pintor para Ramón Gaya no es más que una de las formas posibles de ser hombre, una de las encarnaciones posibles del hombre, ni más ni menos. El pintor es un hombre igual a los otros, pero quizá un poco más herido por la realidad. De ahí que el creador sea también un hombre que escucha, que sabe atender a una verdad esencial, a una verdad que no le pertenecía, sino que era de todos, y de siempre. Una verdad verdadera no inventada por el hombre que es, sino que le fue entregada, confiada. La pintura, nos dice el pintor murciano, brota de un manantial antiguo, femenino, tibio, húmedo, materno. Sintió como pocos la presencia secreta, escondida de la pintura, y dejó que ésta apareciese, porque ser creador es eso: saber obedecer. Mientras que ser artista es lo contrario, desobedecer, de ahí, que según él y no sin razón, casi todo el arte contemporáneo sea como una travesura, ya que se trata de un arte lleno de conjeturas y ocurrencias, es decir, de un arte artístico y artificial, orientado únicamente a satisfacer un yo sediento de sí mismo y enajenado de la vida. El arte artistizante, que nace de una urgencia en contraste con la creación, no es más que una petulancia, un propósito, un lucimiento, un mérito para mayor honra de un individuo y no de la verdad que nos acoge y en la que desapareceremos. El arte finge que crea y siempre olvida algo, lo vivo.

Su pacto de amistad con la Vida, con el Arte, lo obligó a ser muy severo consigo mismo a la hora de juzgar su propia obra y le impelió en consecuencia a serlo también con la de los otros, sobre todo cuando eran simples ocurrencias, hijas del impulso momentáneo o no estaban lo suficientemente arraigadas en lo vivo. De ahí a atribuir en su mirada intransigencia dista un largísimo trecho. Eso resulta fácil atribuírselo a alguien cuando, como ahora, nadie o muy pocos son aquellos que pueden o saben fijar jerarquías. Todos sus amigos estamos en deuda con Gaya por su sinceridad y, ante todo, por su generosidad a la hora de manifestarnos su indiscutible lealtad al Arte, la Vida, la Verdad.

En resumen, lo vivo no puede ser juzgado, el Arte, el arte grande es un poder humilde, jamás un simple alarde. El arte creador no puede ser juzgado porque es vida y lo vivo es Dios. La naturaleza viva, además, por estar viva nos puede hacer partícipes, si sabemos prestar atención al continuum de la realidad, de uno de sus innumerables secretos sin necesidad de revelárnoslo, ya que según dejó escrito el pintor murciano, “es ése, posiblemente, el instante de nuestra relación más profunda con la realidad, cuando conseguimos no ya entender la realidad –pues ello, aunque difícil, sería apenas nada–, sino serla, ser realidad, ser el alma misma de la realidad”. Pues la realidad quiere ser escuchada y, a su vez, escucharnos. Ser un artista creador no es aprovecharse de la realidad, sino aceptarla porque el sentimiento es obediente, está apegado a su raíz. El sentimiento se somete ante lo real, ya que toda creación verdadera es servidumbre libre, por paradójico que resulte, y alegre ante lo real. Ramón Gaya lo supo de un modo transparente, por eso pudo como pudo recibir la realidad en el seno de su pintura, sumergirse en su agua, devolverla a su pobreza original, sumarla al cuerpo de su obra, sin desde luego emborronarla ni adelgazarla. Su obra es una obra callada, limpia, inocente, mansa, firme.

Hay veces que el hombre encuentra un silencio que le humilla no comprender, cuando de él no hay nada que comprender, sino escucharlo. Tratemos de escuchar a ese gran pintor y escritor que fue Ramón Gaya, intentémoslo procurando antes manumitirnos de nuestros prejuicios y obsesiones; probemos a atender esa obra, que más allá del tiempo y la circunstancia en que fue convocada, sólo nos puede recordar el futuro. Porque es una obra que se ha vencido a sí misma tratando de salvar la realidad y se ha vencido a sí misma porque el gran artista que fue Ramón Gaya no aspiró sino al silencio. A un silencio esencial en el que el arte por el arte, el arte artístico, el arte porque sí, ese que no es nada, no tenía cabida en la realidad que debía acogerlo y sancionarlo.

La verdad, créanme, pasa sus cuentas. No tiene urgencias, espera. Tiempo habrá de buscar las causas verdaderas que han hecho que se cierna el silencio durante años sobre la obra de Ramón Gaya y tiempo habrá también de que ella en su soledad esencial, en esa su casi mudez, acabe alcanzando el destino para el que fue convocada entre nosotros. De eso, puedo afirmarlo, no me cabe la menor duda.