Un mundo peligroso
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Cuando comprendió que su vida sería definitivamente una melancólica rutina e facturas y catarros, de comidas económicas y domingos sin provecho; cuando se imaginó el futuro como una bola de nieve que, en vez de ir engrosándose y tomando majestad, iría menguando, lo primero que hizo Fabián Moret fue comprarse un sable de pirata, un atlas y una agenda.
Lo más complicado, por supuesto, fue encontrar el sable, pero al fin pudo hacerse con uno –la hoja algo picada por el moho y el entorchado del a empuñadura desmochado- en un anticuario, que se lo cobró como si con él hubiese cortado unas cuantas cabezas el propio Barbarroja y fuera pieza de museo, cuando se veía que aquel sable había servido para un baile de máscaras o que procedía –como mucho- del estudio de algún fotógrafo entre artístico y chirigotero, de ésos que disfrazaban a la clientela de pastora rococó o de militar condecorado, según humor y gusto.
Una vez hecho con aquel utillaje, le puso su nombre, con una rúbrica barroca y coletuda, a la agenda y al atlas y colgó el sable de una pared. “Ahora va a empezar lo bueno”, se dijo.