Los ojos pintados y relumbrantes de la serpiente
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La belleza femenina, así como los expedientes utilizados para reforzarla (vestimenta y adornos, cuidados del cuerpo y del cabello…), fueron objeto de violentas diatribas en la tradición cultural de Occidente. El cristianismo creó un modelo moral adusto en el que la belleza de las mujeres era origen del pecado; los llamados Padres de la Iglesia configurarían un molde literario parenético que llega con todo vigor hasta la Edad Moderna. A ello se uniría una literatura medieval misógina que señala el deseo de embellecimiento de las mujeres como uno de sus numerosos vicios, símbolo de su debilidad moral e intelectual. Sin embargo, en el siglo XVIII se produce un vuelco insospechado. El patriarcado de nuevo cuño, con Rousseau a la cabeza, redefine la feminidad y señala el agrado como una de las condiciones sine qua non de la mujer. En la centuria siguiente, la belleza se convierte directamente en una obligación para las mujeres, en un mandato de género. Aquí se unen las necesidades de una creciente industrialización (no en vano el sector textil fue uno de los pilares de la Revolución Industrial) y el surgimiento de un nuevo modelo de mujer, la mujer burguesa. Una mujer que ha sido apartada del espacio político por las revoluciones liberales y cuyo universo se tratará de reducir a lo doméstico.
“Sé bella”, se les dice desde instancias laicas a las mujeres. Pero, desde el siglo XVI al menos, algunas escritoras e intelectuales se rebelarán contra esa “retórica de las apariencias”, dictada siempre por otros.