El libro de los pájaros
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No puedo retenerte, aunque quisiera.
Mira al amigo del mirlo: el petirrojo.
Todo el odio que guarda a sus iguales
parece alegría cuando lo tiene cerca.
Y tú los crees inseparables, sorprendido
de verlos al borde de un sotillo.
Pero un impulso de júbilo se lo arrebata
a su negro amigo, que en el pico sostiene presas
vivas.
Dobla una rama lejana, sin dañarla,
haciéndola oscilar, con su peso; la hermosa
estación, el cielo enteramente suyo lo embriagan
y la mujer en el nido. Como antaño
el dulce hijo que de mí yo nutría
se siente glotón, libre, feroz;
y allá arriba se desgañita.
“El petirrojo”
Pájaros es un milagro. No me propongo hablar de belleza o, en todo caso, de valor literario (cosas acerca de las que doy libertad al lector para juzgar según su ánimo), sino del simple hecho de haber podido escribir las poesías. Las he escrito en el verano de 1948; y fue aproximadamente a partir de 1947 cuando empecé a sentirme morir a las cosas. Estaba seguro –materialmente seguro- de que no iba a escribir más versos. Pero la dolencia que me impide tanto vivir como morir me concedió aquel verano un breve período de tregua. Mi gratitud quedó expresada en algunos breves apólogos, en la triste melodía de “Este año…”, llena de presagios.