No les hemos convocado hoy aquí para un acto más de presentación de un libro, al menos yo y lo que represento, sino para crear un ambiente.
Y para empezar diré: “¡Que le den morcilla a los mercados!” Tratemos al menos por una tarde de olvidarnos de este terrible estado de cosas creado por una entelequia, por una especie de abstracción llamada “los mercados”. Pero ya venimos hablando demasiado de ellos en estos primeros segundos de mi intervención. Así es que ni un segundo más. ¡Basta ya!
Vayamos, pues, a lo nuestro. Por qué no seguimos las huellas de la hospitalidad que nos brinda esta tarde la poesía y el grato refugio de la Casa de América y, siguiendo la invitación de nuestro poeta en su último “Rastreo”,
hacemos: de la tarde una callada fiesta
Morosa y desenvuelta
Dejando sus espacios bien barridos
De toda adversidad
Y toda adversidad del mundo lejos
¡No huyáis! No penséis que con esto proponemos una forma de evasión. Escuchemos si no de nuevo al poeta:
Vuelve en paz a tu sitio Pusilánime
Descubrir la belleza del momento
No es saltar a otro mundo
Es no desdeñar nada
Y de eso va esta historia, de averiguar qué ocurre cuando uno descubre, al igual que le ocurrió a Rilke frente a la estatua de Apolo en el Louvre, quien, admirado ante su belleza, oyó una voz que le decía: “¡Tienes que cambiar de vida!”. Lo mismo parece haberle ocurrido a Tomás Segovia cuando andaba en este y con este su último libro “enamorándose de nuevo del mundo”. Y ¿qué es lo que la belleza del mundo, de la naturaleza le hace y nos hace descubrir a través de su palabra poética?: nos descubre el tiempo, el sosiego y el silencio que media entre dos notas, entre dos ráfagas de viento, entre dos estrofas de un poema. El silencio, el sosiego y el paso del tiempo no hacen más que dar sentido a la música, a la naturaleza, a la misma poesía, porque sin ellos no existiría ni música ni naturaleza ni poesía, tampoco existiríamos nosotros. Prestar oídos al silencio y atención al paso de las Estaciones, al fluir del tiempo y al instante nos ayuda a sentirnos vivos. Tomás le rinde agradecimiento al silencio con esta especie de plegaria:
Y es preciso apoyar
Con las uñas y dientes del deseo
Que no muera el silencio en nuestro mundo
Que nunca llegue el día en que ya no podamos
Estar a solas con un árbol
Sin más que el limpio aire entre nosotros
En que ya no podamos
Quitarnos la camisa de fuerza del estruendo
Para bogar por un tiempo apacible
Con otro humano
Ésa es la atmósfera de este libro y de las últimas creaciones de nuestro poeta, quien persigue en su deambular por la naturaleza, por la vida, las huellas de algo que siempre ha estado ahí y que es tan sencillo como el aire, el aire físico, esa brisa momentánea captada por los sentidos en una mañana soleada, el lugar donde anida la poesía. Poesía testimonial y testamentaria, por otro lado, la de Tomás Segovia, ante la cercana presencia de la muerte, a la que no se nombra de manera explícita. Poesía heredera de ese “Perpetuo pasmo de estar vivo”. Vida a la que ahora circunda un singular sosiego, una “extraña paz”, pues cuando ya
Todo ha desertado
–escribe–
Y ya la vida no nos pide nada
Todavía nos pide aceptación
No nos engañemos, nos advierte:
Nunca vino el otoño a adormecernos
Siempre vino a lavarnos
con un agua lustral, añado, que no es otra que la vida, pero una vida que nos convoca cada vez en un lugar distinto, y ahí es donde descubrimos el carácter libre y nómada de nuestro poeta.
Libre, por detentar una libertad que le libera precisamente por no haber tenido que pagar nada por ella, o mucho, según se mire, aunque más esto último que lo primero por el mismo hecho de ejercerla, pues muchos tienen la libertad pero no saben usarla, y es a resultas de su ejercicio, de la práctica cabal de nuestra independencia, cuando el censor pasa su factura.
Y nómada, ya que no ha habido casa alguna en el mundo que le haya sido dada como suya. Pues más allá de los que se empecinaron en hacerle vivir entre dos mundos, él siempre se sintió hijo del viento. Y de esa trashumancia supo hacer cobijo a través de la palabra escrita.
No quisiera terminar, para seguir manteniendo ese ambiente del que les hablé en un principio, sin leer parte de su último rastreo:
Hubo en mi vida un tiempo en que la vida
(…)
En que las horas que más la marcaban
Eran horas de estar unos con otros
Sin que ningún otro propósito
Se interpusiera entre esos unos y esos otros
Y en que el blando abandono en brazos
De la tarde consentidora
Se parecía a una pereza
No una pereza de empezar
Sino una fiel pereza
De dar por terminada esa concordia
Tardes en que dejar flotar el pensamiento
Era toda una vocación
Y durar era casi una moral
Tardes con un olor a descanso ganado
Y con sabor de ropas recientemente sueltas
Y lentitud de día séptimo
Así eran muchas tardes de mi vida
Y así han vuelto esta tarde
Para decirme una vez más
Su verdad salvadora
La verdad de una paz que siempre vuelve