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A Teresa Velázquez

Empecé a sentir Perú cuando leí por vez primera la poesía de César Vallejo. Vallejo me llevó a Eguren, Eguren a Martín Adán y Emilio Adolfo Westphalen. Emilio Adolfo a Blanca Varela y a Javier Sologuren. Blanca y Javier a Jorge Eduardo Eielson y Carlos Germán Belli, y Carlos Germán a Antonio Cisneros. De Antonio di el salto a Eduardo Chirinos y de éste a Martín Rodríguez-Gaona, el más joven, por ahora, de los poetas peruanos del catálogo de la editorial Pre-Textos. José Watanabe me llegó solo, pues un poeta defiende su soledad, mostrando lo que en ella y únicamente en ella encuentra. Perú sin duda es y será un país de poetas, es decir, un país de solitarios.

María Zambrano dijo en Hacia un saber sobre el alma que escribir es defender la soledad en que se está; es una acción que sólo brota desde un aislamiento efectivo, pero desde un aislamiento comunicable, en que, precisamente, por la lejanía de toda cosa concreta se hace posible un descubrimiento de relaciones entre ellas. Es decir, que nadie, absolutamente nadie está solo en términos absolutos. La soledad es pésima compañía. Y dicha revelación nos señala que mientras haya dos solitarios en el mundo, por muy alejados que estén el uno del otro, ambos necesitarán comunicarse o, lo que es lo mismo, que la literatura y la poesía prevalecerán. Crean que mi labor como editor ha tratado, en la medida de mis posibilidades, de acercar esos dos mundos en apariencia alejados pero felizmente condenados a entrar en contacto: el mundo de los creadores y el de los lectores, anverso y reverso de una misma moneda.

El primer autor peruano que tuve el privilegio de editar fue a César Vallejo. Tras la publicación de un memorable Al amor de Vallejo (1980) de Juan Larrea, me llegó de la mano de uno de sus amigos, José Manuel Castañón, la iniciativa de dar a la luz pública una primera tentativa, la más completa por cierto hasta aquella fecha, del Epistolario general del gran poeta de Santiago del Chuco. Dicho libro me hizo merecedor de una distinción honorífica del ayuntamiento de aquella localidad andina, que todavía hoy llevo con sano orgullo, al hacerles llegar graciosamente para su biblioteca unos ejemplares de nuestra edición. Edición, por cierto, que encontrará, Dios mediante, su prolongación natural en otra profusamente ampliada por el profesor Jesús Cabel.

Vallejo para mí es figura central en la poesía escrita en español. Y es principal porque desde mi punto de vista no ha habido nadie que haya llevado a tan alta cota el sentimiento con la poesía. Nadie como él antes o después ha podido sostener la parte alícuota de vida que le correspondió a sus versos. Hay en él y sus poemas como un centro inamovible, un refugio para el alma universal de la creación poética, cumplido a través de su intuición creadora y su amor a la palabra. Es por eso por lo que en su poesía no hubo cabida para la mentira. Vallejo fue alguien que aspirando a decir lo máximo acepta no decirlo todo, que supo por experiencia propia e interpuesta que más vale emocionarse que entender, pues no entender es ya una manera en sí de comprender. Con su poesía nos vino a decir que únicamente el misterio es indestructible y todo lo demás sólo resistente.

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Sentí por Blanca Varela una gran estima poética a la par que personal. Siempre se la consideró una mujer difícil, pero nada más ajeno a mi experiencia en su trato. Desde el primer momento en que me acerqué a Blanca, animado por Emilio Adolfo Westphalen, no pudo mostrarse más abierta y generosa conmigo. Es más, me confió, en coedición con la limeña editorial Peisa, el último libro que había escrito tras cinco largos años de silencio y duelo por la muerte en un trágico accidente aéreo de uno de sus hijos, Concierto animal (1999). Libro este con el que, según sus propias palabras, volvió a sentir que estaba viva. Y por el que trató de prolongar su vocación de hacerse invisible a través de sus poemas: “Yo intento que la poesía desaparezca en la primera línea. En la primera línea está todo. Y luego intento que no acabe bien, que no remate, que no abroche. Prefiero que no termine, que se quede en el silencio, que visite todas las líneas, pero no necesariamente el final. Los silencios son muy importantes en mi poesía”. En Concierto animal la voz poética se ha despojado de todo: “Felizmente no tengo nada en la cabeza”. Nuestra poeta se atomiza para desvelar lo imperceptible y, como la palabra no puede con el peso de la existencia, del diario vivir, convoca, en fin, al silencio. Ese poemario fue una señal, una advertencia. Poesía muy elaborada y desnuda la de esta mujer que empezó a escribir animada por Sebastián Salazar Bondy. Fue una voz solitaria y original. Mejor que original, se trata de una voz que vuelve al origen tras haberse despojado de todo lo superfluo de lo que a veces la poesía se inviste de forma innecesaria, para poder expresar de un modo más directo y en consecuencia más creíble el dolor. Un dolor que se describe desde lo hondo, sin ningún envoltorio cultural, también sin ningún engaño. La poesía de Blanca Varela es de una mirada escueta e incisiva, al servicio del pensamiento y no del lenguaje. Su conquista es personal, no sólo verbal, está en la esencia misma de lo creado, en el peso de lo escrito y lo no dicho. Como dijo ella misma: “La poesía es una lógica inalienable”.

Octavio Paz le publicó su primer libro, Ese puerto existe (1949-1959). Conoció al gran poeta mexicano en París, el cual tuvo a bien prologarle ese primer poemario. Un libro en que Blanca Varela depositó su esperanza por la poesía misma, una esperanza que fue libro a libro disipándose hasta encontrarla quizá en una sola palabra, una palabra que está por ahí, “prendidita como un bichito en la pared, algo que está vivo”. Varela nunca escribió con un patrón preconcebido, era muy espontánea, aunque también extremadamente cuidadosa en la elaboración final del poema. Era mucho más libre y escribía, según declaración suya, sobre cualquier cosa, incluso sobre el fútbol, motivada al ver jugar a su hijo. En fin, una poeta que fue capaz tanto de convocar a ese animal que todos llevamos dentro, a esa parte más auténtica que todos los seres vivos tenemos, como de reaccionar automáticamente “cuando algo le toca” con poesía, con palabras y situaciones que no son las de la lógica. La poesía para ella, a Dios gracias, fue algo inevitable.

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Todavía repica en mí la tarde raramente luminosa para Lima en que Javier Sologuren y su esposa me recibieron en su casa atiborrada de libros y espacios abiertos, delicada y acogedora como sus dos moradores. Yo era un editor español en mi primer viaje a la capital peruana que había llamado a la puerta de ese ya entonces admirado poeta, gracias a la mediación de mi amiga Teresa Velázquez, a fin de pedirle una antología de sus versos para la que iba a ser inminentemente inaugurada serie de antologías de la colección La Cruz del Sur. Él ya conocía nuestro trabajo y a decir verdad no costó mucho convencerle, más bien al contrario, para que accediera a confiarnos una amplia antología. Le honró nuestra propuesta y al hilo de nuestra conversación afloró el nombre de Juan Malpartida, poeta de la casa y amigo, para que fuera él quien prologase ese libro por venir. Dicho y hecho, el 31 de diciembre de 1999 apareció en las librerías españolas y americanas su Vida continua, nueva antología.

Tengo para mí que si hay algo que caracteriza la poesía de Javier Sologuren es, como indicaba con acierto Juan Malpartida en su prólogo a la mencionada antología, su seguro paso de una poesía de métrica tradicional, cuyo núcleo imaginario sería el romanticismo y el simbolismo, a una poesía que ha tenido en cuenta las lecciones de Apollinaire, Supervielle, Reverdy, Paz y, a partir de la década de los setenta, la poesía japonesa y su lección de rigor y silencio, de crítica en definitiva de los excesos verbales. El mismo poeta ha señalado dos momentos importantes de nuestra tradición literaria que le han acompañado en su formación: la poesía de los siglos de oro y la generación del 27. En cuanto a la influencia oriental que apuntaba Malpartida, creemos que enlaza de manera coherente con un interés por la poesía simbolista francesa; es decir: su acercamiento al mundo de la poesía japonesa es una forma occidental de su pasión por la poesía japonesa. Gracias a ella sus poemas se hacen más reticentes y llevan al lector a realidades que, convocadas por las palabras, están más allá de ellas. ¿Dónde?, se pregunta Malpartida, y él mismo se contesta: Cada vez que decimos dónde volvemos al poema.

Nuestra antología fue una selección debida al propio autor. Comprende, pues, un recorrido a través de los veintidós poemarios de Sologuren, desde El morador (1944) hasta Un trino en la ventana vacía (1991), fecha, esta última que hacía reparar en el prolongado silencio que había mantenido hasta ese momento el poeta. Uno de los mayores de las letras peruanas en la segunda mitad del siglo XX, como indicaban mis amigos y estupendos críticos Abelardo Oquendo y Ricardo González Vigil al saludar la aparición de nuestro libro. El título elegido, como todos sus lectores saben, era el reiterado en las sucesivas recopilaciones de su obra poética. La vida continua de Sologuren parece hablarnos de una permanencia: nos propone el puro sucederse de la historia propia, como señalaba Esperanza López Parada en una memorable reseña en el periódico El País.

Sologuren concibió su propia vida en calidad de transcurso, no de anunciación: una historia que se desenvuelve, que es el resultado del enlazarse de los días, del vacío y de la plenitud. Para reforzar esta creencia de lo continuo, el significado surge de la sintaxis de los signos, de su discursividad, y no de un desvelamiento apofántico o de una revolución. El verdadero milagro es entonces el milagro del devenir y el poema es su sitial, el lugar donde se escenifica la espera, lo transitorio, lo inseguro. La imagen de la pálida red que lo implica y complica todo, la imagen del ovillo, nudo en el caso de Eielson, como existencia in nuce o en agraz y la del hilo que desde él se desmadeja para formar el flujo de los ríos, las rayas de la mano o la frase del verso son frecuentemente empleadas por Sologuren y no sólo de un modo gráfico y literal.

Hay en ellas todo un pasado y una mitología. Recuerdan, por ejemplo, el viejo quipu inca y su sistema de notación mediante nudos, otra vez Eielson, en la lana. Y practican entonces una conciencia de la escritura no en tanto exaltación y exacerbación, sino en cuanto tejido o entramado: la idea de un discurso que, a medida que se organiza, se desvela incluso a sí mismo. Es decir, que esa andadura del poema conforma su mensaje, su heurística. El contenido parte del propio punto de partida del texto, de su carrera sin huellas. Y, por tanto, nada le es más ajeno que el asentamiento o la seguridad. Ni fijeza ni sentimientos estables, su territorio es el del nómada y su figura preclara, Dédalo, el artesano ingenioso capaz de huir de su laberinto con el concurso frágil de unas alas de cera. Sologuren le dedicó un libro entero, mito y paradigma del esfuerzo poético como tarea delicadísima que, desde su debilidad y gracias a ella, escapa. Todo es tan transitorio en ese lugar movedizo del poema que hasta su propio lenguaje emigra y se desplaza, los términos varían, varían los vocablos y el poeta se nombra en la epifanía del idioma.

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Carlos Germán supone para mí un caso aparte y me explicaré de inmediato. Ha sido el único de los poetas peruanos de mi catálogo que me llega por recomendación de un poeta español, en concreto por mediación de Francisco Brines. En cuanto supo mi paisano poeta que viajaba a Lima me encareció que visitase a Carlos Germán Belli. Ni corto ni perezoso, le llamé y al poco me recibió, con esa hospitalidad que caracteriza a las gentes de Perú, en su casa junto a su muy querido hermano, desgraciadamente ya desaparecido, y su esposa. Ese mismo día lo invité a colaborar en Pre-Textos y de ese primer encuentro cara a cara a la edición de su Miscelánea íntima (2003) discurrieron algunos años.

Si hay algo que puede definir por principio la poesía de Carlos Germán Belli es el del discreto y distante sometimiento poético de su intimidad. En el fondo, la vocación poética de nuestro poeta es una veladura, según sus propias palabras, a la intimidad. Es como si pernoctase en su propio reino interior y su aparente distancia amortiguase el aluvión intimista al que la poesía suele someterse. De ahí precisamente que su maduro decir en Miscelánea íntima se apoye en una suerte de retórica hermética, pero emocionante. Las figuras de ficción –hadas, robots…– se entremezclan con las reales en una suerte de calidoscopio venturoso, donde el lector cobra inusitada importancia. La ley rigurosa del poema no es lo analógico, sino tan sólo lo coincidente, lo que ocurre a la vez y de lo que el verso, en virtud de esa naturaleza suya abarcadora y sintetizadora, puede dar cuenta.

De Carlos Germán Belli, Pre-Textos editó además del libro citado El alternado paso de las hadas (2006). Cuando el autor tenía dieciocho años, Martín Adán, otro gran poeta peruano que no me hubiera importado nada editar, estaba internado en una clínica. La jefa de farmacia de esa institución oyó la discusión acerca de si se le inscribía con su nombre legal o con el seudónimo, Martín Adán, que él mismo daba como nombre propio, y entonces ella supo que se trataba de un poeta, el mismo poeta que en ese momento leía su hijo Carlos Germán. Todo terminó en que el enfermo poeta accedió a recibir al adolescente que lo leía.

Ahora, desde el 2009, leo este encuentro, en términos simbólicos, como el relevo formal que se producía en la poesía peruana en una tradición que venía desde antes, desde Vallejo, y que en ese momento, en una clínica, continuaba con el encuentro entre Martín Adán y Carlos Germán Belli.

De Adán, para empezar, heredó Belli el respeto por las formas clásicas, por el verso medido, aunque no fuera rimado, la sintaxis difícil, pero difícil en aras de la precisión. Y lo que hizo Belli desde aquel primer libro fue eso, acomodarse con rigor, con dificultad, con una dificultad que tenía y tiene la virtud de ser natural, a unas formas prescritas anteriormente: Belli ha buscado en la canción, en la sextina, en la villanela, y con el cumplimiento de todas las reglas del juego de la estrofa y el verso, el medio para trasmitir un mundo íntimo y personal, profundamente meditado.

Cuando Belli habla de poesía se refiere, con frialdad de artesano hábil y concentrado, se refiere, digo, a la forma. Habla de estrofas perdidas de la Provenza de fines de la Edad Media, de versos con la medida de los castellanos del siglo XVI, en fin, se apega a una tradición que domina y explota de un modo tan sabio que, por paradoja, nunca parece anacrónica, al contrario: nada tan actual y tan vivo como ese coloquialismo, esa fina ironía, esa capacidad retórica para construir una poesía única.

¿Qué lo hace tan original y convincente? Hay, de seguro muchas causas, pero yo avizoro en primer lugar la naturalidad, la delicada manera de hacer copartícipe al lector de una sintaxis nada fácil, pero que tiene un propósito concreto, que no es mero artilugio ni adorno pretencioso. Por ejemplo, la naturalidad con que hace suya la antigüedad clásica y la mitología.

Todos los buenos poetas son un caso único. Aun así, me explico perfectamente que Mario Vargas Llosa haya escrito que Belli es un poeta único. Porque siendo todos los poetas únicos, Belli es el más único de todos.

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De Carlos Germán Belli llegamos a otra isla. Pre-Textos ha publicado hasta la fecha dos libros de Antonio Cisneros: Comentarios reales (2003), una antología que abarca toda su trayectoria poética, y Un crucero a las islas Galápagos (2007).

Hace pocos días, cuando estaba en Guadalajara como invitado a la Cátedra Julio Cortázar, Antonio Cisneros convertía en palabras su recorrido como poeta: “Hace cuarenta años que comencé a escribir y publicar poesía y en ese lapso he sido cinco o seis personas distintas, aunque con el mismo carné de identidad. Es difícil identificarme plenamente con todos. Y yo no toco los poemas, sería injusto que un hombre de esta edad venerable se meta con los textos de un muchacho de veinticinco”.

Omitiendo los dos primeros, la antología que editó Pre-Textos comienza con el libro que le valió el premio nacional a los veintidós años. En una entrañable nota autobiográfica de 1986, cuando tendía a rechazar Comentarios reales, dice: “Sus dos ediciones de dos mil ejemplares me colocaron, inevitablemente, en la palestra. En la picota también, pues pronto comprendí que las jóvenes promesas premiadas, fotografiadas y entrevistadas pierden poco a poco ese amor que la patria de las letras concede, en exclusiva, al dulce anonimato”, como ya señaló en una ocasión Miguel Ángel Zapata.

En el momento de ese recuento autobiográfico, Cisneros no le tenía demasiado cariño a ese libro y daba como argumento que le parecía muy pretencioso meter toda la historia de Perú en un libro de poemas, pero el hecho es que con su ironía siempre original, con su agudeza de cronista poético, presentaba la historia de su país con harta lucidez. Él mismo enumera los aspectos que trae el libro: “La cosa era meter toda la historia del Perú, desde los fantasmas de Pachamácac hasta el asesinato de Javier Heraud en un volumen. Pasando, claro está, por las barbas de los conquistadores, los esclavos, los obispos, los siervos y Túpac Amaru con los cuatro caballos descuartizadores… Fue un intento de revisar la historia burguesa tradicional desde la poesía. Poesía que es también, al fin y al cabo, una forma de conocimiento”, como indicaba asimismo Miguel Ángel Zapata.

Como puede observarse en la antología que publicamos, el universo poético de Cisneros se irá ampliando paulatinamente. En su siguiente libro, Canto ceremonial contra un oso hormiguero, es mucho más abarcador, si se quiere, pues el asunto central, heterogéneo, disperso o concentrado, inmediato, es el universo individual de un yo poético donde cabe la crónica y el sarcasmo, donde caben las dudas y está la religiosidad o, mejor dicho, la trascendencia, latente o vivida.

Con las variaciones que trae el transcurso de más de cuarenta años de creación poética, es constante el carácter torrencial, conversacional, envolvente y –de un modo misterioso– colectivo y anónimo y, a la vez, personalísimo e íntimo de nuestro admirado poeta. Es cierto que hay un lado lírico que brotó más tarde que la veta irreverente, que por eso mismo es crítica y que por eso mismo sale del choque con lo cotidiano. Y también la religiosidad, que abarca desde la poesía de los cultos populares hasta una intimidad donde también cabe –no sé cuál de los dos o ambos– la presencia permanente de lo misterioso o la intuición de la trascendencia: y todo tamizado por la crónica, por la narración, por la oralidad que impone un ritmo poético.

En 2007, Pre-Textos editó Un crucero a las islas Galápagos (nuevos cantos marianos), el decimosegundo volumen de la producción poética de Antonio Cisneros, una colección de poemas en prosa en los que aparece cierto tono sosegado que bien puede ser, engañosamente, el mismo vértigo de sus poemas más juveniles, pero con una velocidad adaptada a la parsimonia que impone el cuerpo en cierto momento de la vida, valgan de ejemplo los poemas sobre el hospital y la enfermedad, como esta joya de brevedad y de dureza: “Los cristales de azúcar en mi sangre pastan azules como mansos corderos. Una pradera repleta de alacranes”.

En este libro hay descripciones e historias, el lector puede pasearse por la concentrada transparencia de estos poemas, por las insólitas formas que llega a tomar una oración dicha por un poeta, el color que adquiere una postal del pasado. Diría que es el libro de la madurez creativa de un gran poeta.

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Otro caso único. Jorge Eduardo Eielson señaló su encuentro en París con el maestro zen Taisen Deshimaru como uno de los más luminosos de su vida y, al recordarlo, evocaba el artista y poeta peruano la inicial sorpresa que una frase de Deshimaru le había causado: “Yo no tengo nada que enseñarte”, le había dicho, “porque tú tienes la joie de vivre”. Sorpresa, aclaraba, porque siempre él se había tenido por hombre serio; sin embargo, poco a poco, mientras observaba la precisión y elegancia de los gestos de su interlocutor y la paz que transmitía su semblante a un tiempo divertido y adusto, aquellas palabras habían ido arraigando en él, de forma que al despedirse sentía una profunda alegría, la de saber ahora sencillamente que ella, la alegría, formaba parte de su naturaleza. Ésa fue la impresión que me despertó Jorge Eduardo Eielson en las tres ocasiones que tuve la dicha de estar a su lado.

Ese reconocimiento parece, en efecto, un don precioso: el don de ligereza que también Sin título (2000), el primer libro que publicó Pre-Textos de nuestro querido amigo, regaló a los lectores. La fórmula “sin título” no significaba en este caso que el libro se titulase así, sino que precisamente no se llama de ningún modo y que nada puede cubrir el vacío abierto con esa asumida y voluntariamente deseada anonimia. El anonimato en ese libro fue sin duda una vocación y un reclamo, una manera de apelar toda posible apelación, de enunciar desde el nudo original mismo del poema la imposibilidad y el artificio que suponen los nombres. La solución de Eielson no consiste en alterar el sentido a fin de captar matices sutiles o aspectos insólitos de las cosas, sino en conseguir lo que, paradójicamente, se ha vuelto más difícil a consecuencia de tal crisis: hacerlas ver como son, simplemente. Lo que nuestro poeta persigue es devolver al sentido su claridad, correspondiente al aura: a la luminosidad que irradian las cosas mismas en su inocencia, en su atractiva intrascendencia.

La sencillez, pues, de Sin título no es espontánea, sino refleja: resulta de un radical trabajo del lenguaje. Un trabajo necesario tras la crisis provocada por el imperio de una mirada nihilista que confunde la realidad con cualquier otra cosa. Poesía de levedad abisal, poesía concebida como un destello en un continuum de oscuridad: “Es posible que la sombra / sea un animal que nos protege / del exceso de luz”. La sombra es en la poesía luminosa de Jorge Eduardo Eielson aquella que nos despierta, aquella que nos hace mirar el mundo en su perfección luminosa. Observar el mundo, reconocerlo, en su perfección luminosa nos eleva a la condición divina a la vez que hace descender el cielo hasta la tierra. Ese desplazamiento de lo trascendente hasta el fulgor de lo inmanente se manifiesta en Sin título mediante cambios de perspectiva entre lo grande y lo insignificante y entre lo celestial y lo terrenal. Al mirar al rostro de Dios el poeta redescubre su condición humana.

Nuestro poeta entendió como pocos que la naturaleza de la poesía es lenta, que la lentitud no tiene por qué claudicar frente a la aceleración que suele presidir la vida del hombre contemporáneo. Él sabía que podíamos ir a los sitios caminando, estando con nosotros mismos, asistiendo y atendiendo como anónimos al firme latido del cosmos. También supo del dolor, pues él se vivió como se vive la poesía. Resultado de esa experiencia fue su último libro Del absoluto amor y otros poemas sin título (2005). Dicho libro postrero tiene dos partes bien diferenciadas: la primera “Del absoluto amor”, la segunda habitada por un conjunto de breves poemas de no más de quince versos. La primera es una meditación, cómo no, sobre la vida, bastante inane para el poeta que da paso a la evocación elegíaca, ma non troppo lamentosa, de “su compañero del alma”, Michele. En ese poema el amigo es cifra y emblema del amor absoluto, su muerte le afectó mucho, tanto que le sobrevivió pocos años; pero lo que a nosotros nos importa es la admirable fluidez del verso, su llano decir que no se demora en prosaísmos innecesarios. Todo ello al servicio, como de costumbre en su poesía, de una serena contemplación del mundo.

La segunda sección la constituyen más de cuarenta poemas que no llevan, una vez más, título porque éstos actúan a modo de comienzo de la composición, de manera que el lema se encadena naturalmente con el discurso.

Con la muerte de nuestro autor y amigo desapareció una figura esencial de la lírica latinoamericana de la segunda mitad del siglo XX. Su obra es múltiple y hace de él un creador completo, pues abarca prácticamente casi todos los campos de la actividad artística: poesía, novela, teatro, crítica, ensayo, crónica, pintura, escultura, instalaciones, performances, “acciones” y otras expresiones o gestos, como dijo José Miguel Oviedo, difíciles de clasificar. Para él todo era arte, poesía. Y como ocurre siempre con los poetas verdaderos, su memoria, su palabra, nos deja “harto consuelo”.

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Mi amigo y muy añorado José Watanabe fue quien, muy a su pesar y al mío, se resistió más a entrar en nuestro catálogo. Supe de su existencia en mi primer viaje a Perú; antes nadie me había hablado de él. Fue tanta la seducción que inspiró la lectura de sus poemas que ya en ese viaje traté infructuosamente de ponerme en contacto con él. En mi segundo viaje ocurrió otro tanto, es más, siempre que preguntaba por Watanabe se me contestaba que era un tipo huidizo y poco amigo de la gente. Nadie supo darme señal tampoco en mi tercer viaje a Lima, mientras mi admiración por su poesía crecía y crecía hasta que una casualidad a mi regreso a Madrid hizo que la hipotética e infranqueable muralla que decían construía en su entorno se viniese abajo del modo más simple. Recuerdo que me encontré en la calle a mi joven amigo peruano Diego Salazar y le comenté mi impotencia para entrar en contacto con Watanabe. Al momento entreví la sorpresa en la cara de mi amigo, que se ocupó de desmentir el mito de inaccesibilidad que me habían vendido. Diego se limitó a decirme: “Toma nota de este e-mail y escríbele”. Algo tan sencillo como eso. No tardé en hacerle caso y esa noche puse mi primer mensaje al poeta. Su contestación no se hizo esperar, casi a vuelta de correo recibí una muy cordial de su parte. En ella me manifestaba su admiración por nuestra labor editorial y se ofrecía a colaborar cuando lo deseáramos con un libro. Al año dimos a la luz pública su La piedra alada (2005), a la que siguió Banderas detrás de la niebla (2006) y por desgracia póstumamente su Poesía completa (2008), en cuya edición estuvo trabajando hasta en su lecho de muerte, asistido por su mujer, Micaela Chirif.

“El estilo es donde se posa mi alma.” Frase extraña donde las haya para ser de un contemporáneo. En efecto, no hay muchos poetas que hablen hoy del alma y menos de estilo y que acepten algo instrumental y pasado de moda como la retórica estilística –el modo, la manera de decir– en tanto recaladero, en tanto refugio o reposo, estación de paso del espíritu. El alma delicadísima de José se sitúa sin embargo en los sutiles versos de sus libros y mantiene vigente la relación entre una y otro, entre forma y aliento.

Decía el maestro Chikamatsu algo perfectamente aplicable a la poesía contenida y pudorosa, emocionalmente austera de Watanabe: el dolor resulta más eficaz y conmovedor cuanto más contenido, el dolor se expresa mejor en medio del refrenamiento. Esa sencillez sin embargo es sólo aparente. En uno de sus poemas, afirma como tarea absoluta del poeta la de encontrar la palabra que haga sonar las otras, que las abra como una llave o como una clave secreta. A partir de esa definición comienza una búsqueda denodada por entrañar el lenguaje, por volverlo íntimo e interior, por sopesarlo y hallarlo, por descubrirlo y abrirlo, como si el poeta estuviera, nos señala Watanabe, “masticando su propia lengua”.

Poeta difícilmente ubicable en los panoramas literarios, las modas y los cómputos nacionales, José resultó un marginal involuntario. Su marginalidad proviene de una disposición peculiar y asumida, no sólo ante la realidad, sino también en la propia poesía: proviene, sobre todo, de una propuesta lírica que no tiene nada que ver por esencia con lo producido no sólo en Perú, sino en toda la poesía en lengua española.

La originalidad extrema de esta escritura reside en cómo asume su sitio único, su diferencia, el estado absolutamente incomparable desde el que mirar y gestarse. De hecho, en uno de sus versos sostiene que la sabiduría no consiste sino en encontrar el sitio desde donde decir. Es una cuestión de lugar y perspectiva. Y el lugar elegido por él es el de la carne, el de la sangre, escribir desde el cuerpo y con el cuerpo, con cada poro y cada célula. No hay nada más orgánico e interior que un verso de José, nada más corpóreo y más natural. La pequeña semilla que, confundida con la menestra del almuerzo, un niño defeca sobre la tierra aplastada del patio, fructifica como una pequeña y aleccionadora parábola de la escritura misma: proceso interiorizado, labor de entrañas adentro, palabra regresada a la naturaleza.

José Watanabe escribió historias pequeñas, domésticas, básicas, parábolas en verdad, porque la parábola le parece la forma ficcional por excelencia: fábulas simples sobre el polvo y el agua, sobre el lodo, la corriente, la noche, sobre lo que más primariamente nos constituye. Un poema suyo es como un relato popular y simple de lo más nuestro. A partir de un detalle delicado y exiguo, el poema cuenta algo y establece de nuevo una diminuta mitología primera, concerniente al barro, al fuego, al humo, a los animales domésticos, la rusticidad de la madre, el barullo del huerto, la hora de comer, los deberes del campo, las necesidades del cuerpo, los paisajes, la enfermedad, el amor y la cópula. Y todo esto se realiza en un modo particular de decir y mirar, desde un sitio que es sólo suyo y que solamente a él pertenece, que configura por eso su sabiduría. El poema de Watanabe es un ejercicio de naturaleza e inteligencia, un trabajo de razón y belleza encarnados, de sangre y lucidez.

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Me gustaría mencionar antes de llegar a los más jóvenes a Luis Loayza. Alguien se preguntaba, se lo preguntan muchos: ¿quién es Luis Loayza? La única respuesta que cabe es que se trata de un escritor tan secreto como admirado. Quizá también se pregunten qué hace un narrador y ensayista en el lugar que corresponde a los poetas. Tengo para mí, sin embargo, que le pertenece este sitio por mérito propio porque, en cierto modo, no hay una criatura más poética que él, habida cuenta de que es un hijo del silencio de la lectura, como muy acertadamente lo definió Fernando Velásquez. Además un libro como El avaro y otros textos lo avalaría, puesto que a decir del propio autor son más bien poemas en prosa.

Llegué a él epistolarmente en el año 1999; creo que me facilitó su dirección Iván Thays. En la carta en que me correspondía a la petición mía de un libro de ensayos, aparte de ofrecerme de un modo un tanto vago un libro por venir, me escribía el 19 de agosto del anteriormente mencionado año: “Pre-Textos da la impresión de ser una de esas editoriales, cada vez más raras, en que el placer de elegir y publicar buenos libros es más importante que el negocio de venderlos (sin duda muy respetable)”. No era difícil con estos mimbres que estuviéramos llamados a entendernos y a acabar siendo los editores de tan apartado y huidizo escritor. En noviembre de 2000 editamos su, a mi juicio, excelente Libros extraños. Según una carta suya del 2 de junio su mujer fue quien le propuso ese título, que asimismo le había sugerido Aquilino Duque, amigo común y autor de Pre-Textos también. El 7 de diciembre de 2000 me puso unas letras en que me expresaba su satisfacción con la edición.

Libros extraños es uno de esos libros, como dijo Rubén Darío, que halagan la mente y que combina a la perfección los dos elementos indispensables de toda crítica literaria que se precie. A saber: es crítica y es literaria. Luis Loayza nos habla de los libros que conoce bien, alguno incluso lo ha traducido él al castellano, y nos habla también de autores a quienes ama. ¿Qué más se puede pedir? Un libro, por tanto, que halaga la mente, ameno y con su justa dosis de erudición, que invita a leer y a releer los libros de que habla siempre será el mejor regalo para un lector avezado, ya sea de poesía o prosa. Luis Loayza nos recuerda simple y llanamente que los libros han sido escritos por hombres con una vida propia, hombres que viven en el mundo como los demás. Lo que nuestro autor nos cuenta en Libros extraños acerca de Thomas de Quincey resulta tan interesante como lo que cuenta de sus libros. Y lo mismo cabe decir de Joyce y del Ulises, o de Balzac y La prima Bette. Un libro extraño, sin duda, el de Luis Loayza. Por su buen hacer, por su sentido crítico, y por ese otro tan poco común hoy día que perversamente se llama “sentido común”. En fin, un libro que ilustra la virtud de las buenas colecciones de ensayos para explorar ciertas ideas (en este caso las relaciones entre lo real y lo fantástico o los poderes de la narración) desplazándose a través de los temas más diversos. Y también mediante la condensación y la sugerencia: si Borges (siguiendo a Schlegel) prefería la recensión a la escritura del libro mismo, Loayza, por ejemplo, al reseñar la biografía de Borges de Emir Rodríguez Monegal, dice cosas más inteligentes sobre el escritor argentino que la mayor parte de los trabajos de exégesis a él dedicados.

Luis Loayza ha sido fiel a sí mismo, siempre consecuente con su escritura. Su alejamiento buscado del mundillo literario, su silencio, sólo roto de uvas a peras, su desinterés por la celebridad, son actitudes, yo diría virtudes, que han logrado que sus lectores lo respeten profundamente. Pero es su obra, como indicaba también Fernando Velásquez, clásica en la superficie, pero profundamente moderna en su retrato de la crisis de nuestra identidad, la que nos hace admirarlo.

La última carta que recibí de Luis Loayza, en contestación a una mía en que le insistía para reeditar sus cuentos reunidos, fue del 18 de agosto de 2003; en ella me decía que cuanto había escrito últimamente le parecía muy malo y que a decir verdad no sabía cuándo volvería a escribir algo que mereciera la pena y que si creaba algún texto de verdad bueno me lo haría llegar inmediatamente. No volví a saber más de él, y no seré yo, desde luego, aunque lo digo con cierto pesar, quien perturbe su buscado silencio.

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Tuve el gusto de conocer personalmente a Eduardo Chirinos en mi primer viaje a Lima; justo al año siguiente estaba presentando en esa misma ciudad su Abecedario del agua (2000). En mi presentación decía que en una vieja fotografía donde aparecía el autor muy pequeño con un abecedario en las manos estaba el origen de ese singular libro. Desde siempre sostuve que tras todo poeta hay una suerte de niño redivivo. Un niño, en este caso, que hace además vulnerable al hombre, pero que también lo capacita para edificar un mundo personal a partir de su experiencia y además para hacérnoslo sentir como propio.

En los poemas que conformaban Abecedario del agua puede oírse un rumor lejano de vivencias propias en que el poeta se deja decir con “alarmante pasividad”, como nos señala el propio Chirinos. Poemas en que el poeta tampoco logra parecerse a lo que escribe. A lo sumo alcanzamos a verlo arrojado a la más lacerante intimidad de sus poemas. Escribir poesía, viene a decirnos, supone someter a la intemperie de los otros los deseos, los amores y desamores, las lecturas, las vivencias del que escribe, y también regalar recuerdos a los demás, retazos de una biografía que puede ser universal siempre que el lector sea capaz de reconocerse en ella. Valga como ilustración de lo que digo el poema “Una noche de 1969” donde nos restituye la vívida impresión que nos causó, al menos a quienes pertenecemos a su misma generación, la llegada del hombre a la luna.

La poesía nos devuelve a la vida, como se nos dice en su poema “Por decreto y por sueños de Carlos Contramaestre”, y la vida queda justificada si se sabe que aunque sólo fuera por un instante se poseyó la belleza, por más que ese instante se pierda para siempre, como se nos señala en otro poema del mismo libro, “Razones para escribir poesía”. La vida es para nuestro poeta como el agua: un hacerse y rehacerse constantes. Escribir conduce hacia dentro de uno mismo, pero también hacia fuera. “Un lejano rumor de siglos” palpita en la vida y en este libro lleno de melancolía, en que del mismo modo que podemos volver al lugar donde pasó nuestra infancia podemos regresar a la casa materna con el aroma rancio de unos nombres que reclaman en vano eternidad a los símbolos que, según Chirinos, representan. Para decirnos a renglón seguido: “Qué es la poesía sino el olvido de los nombres”. A lo que uno podría contestarle: la poesía, aunque pueda ocultarlo su afán por trascender la anécdota particular, nace precisamente para no olvidar los nombres, para no olvidar quiénes fuimos, para no olvidarnos, en fin, de nosotros mismos.

A esta primera entrega siguieron dos nuevos poemarios, que Pre-Textos publicó en 2003 y 2006 respectivamente: Escrito en Missoula y No tengo ruiseñores en el dedo.

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Y de la mano de Chirinos llegamos al más joven, por el momento, de los poetas peruanos del catálogo de Pre-Textos: Martín Rodríguez-Gaona, a quien conocí como becario de una institución que me es muy cercana y familiar, la Residencia de Estudiantes de Madrid. Nuestro joven poeta me confío su libro Parque infantil (2005), poemario en que hace también, aunque con sesgo distinto al de Eduardo Chirinos, un repaso biográfico articulado sobre la figura del padre del autor. Su tono sentimental se inclina naturalmente hacia lo elegíaco. Hay un matiz de humildad auténtica que impregna los versos y consigue despertar sentimientos sencillos en el lector. En fin, una poesía sobria y de poso intimista, reflexiva, evocadora.

Los recursos que despliega Rodríguez-Gaona son, básicamente: una dicción reticente, un ritmo lento, un tipo de elipsis heredado de los mejores poetas norteamericanos (que el autor ha leído e incluso traducido) y algunas metáforas de tinte levemente irracionalista. Hay también una muy fructífera influencia de poetas latinoamericanos, en concreto de dos de sus compatriotas, Vallejo y Emilio Adolfo Westphalen, aunque, como ya indicamos antes, el autor no abandone tampoco lo autobiográfico y confesional. Dicha influencia se aprecia, sobre todo, en la arquitectura de algunos poemas y en la atmósfera temática.

Hay también en Parque infantil una sutil trascendencia de la cotidianeidad. A menudo, las escenas más insignificantes adquieren un aura de importancia sólo por el hecho de ser vividas y observadas desde la más absoluta sencillez y la más auténtica ternura, que no es sino el dolor por lo perdido transformándose en amor por la vida que, por fortuna, no pasa nunca de largo, aunque tampoco se detenga.

Y antes de terminar mi conferencia no querría obviar dos nombres de dos peruanos, que aunque no han publicado poesía en Pre-Textos, importan también mucho en nuestro catálogo: Alonso Cueto y Javier Ponce Gambirazio.

Con todo, soy consciente de que otros muchos poetas peruanos podrían haber entrado por mérito propio en nuestro catálogo, lo que no significa que no lo hagan algún día. Ellos significan nuestro porvenir. Pienso en Emilio Adolfo Westphalen, Arturo Corcuera y un largo etcétera que no voy a precisar porque dilataría más de lo debido el tiempo que su paciencia ya ha prestado a mis palabras. Sé asimismo que todavía hay mucho por hacer y también mucho que agradecer a este gran país, que ha dado a nuestra lengua parte esencial de su más alta literatura de la que ha brotado una altísima rama de la Poesía, con mayúsculas.