Mesa redonda en la Escuela lacaniana de Psicoanálisis
Pienso que, en esencia, la marginación y el sufrimiento que conlleva prevalecen siempre invariables aunque sus formas puedan cambiar, como también sus consecuencias, en la evolución de una civilización concreta. Más allá, pues, de su esencia y del dolor que toda segregación provoca, cabría analizar las formas que adopta en cada momento para, quizá, poder llegar así a comprender sus causas.
Comenzaré diciendo que toda exclusión se establece siempre de forma triangular; no es, por tanto, una cuestión dual o dialéctica. Para analizar con justeza las formas de exclusión habrá que llegar, pues, a determinar, en cada caso, cuáles sos los tres términos que entran en liza y que a veces se nos ocultan. No podemos plantear la cuestión como una lucha maniquea entre contrarios, pues en ella siempre aparece un tercero excluido. Plantearlo en términos maniqueos es la forma más fácil y cómoda de no sentirnos responsables del otro, de seguir condenando al otro al ostracismo y a la segregación, cuando no a su ausencia o desaparición. En todo momento cabe preguntarse, como el poeta, quién es el tercero que camina a nuestro lado: aquel que se interpone entre yo y el otro y que también es prójimo mío y de él. Se establece siempre, por tanto, en esta cuestión, una asimetría, una relación asimétrica entre todos sus términos. Incluso mi responsabilidad con respecto al otro es asimétrica, no debe existir en ella esperanza alguna de reciprocidad, como bien señala Levinas, si esa responsabilidad parte de la única instancia de donde ha de partir, de una instancia ética, interhumana, anterior a todo “contrato social” o “comercio interpersonal”. Y además debería de ser discreta, ya que “no podría convertirse en predicación sin pervertirse”. Tampoco se ha de plantear en términos de justicia, sino de justeza amorosa. La justicia siempre es dual, mientras que en la justeza amorosa interviene un tercer factor que impulsa a revisar constantemente los mecanismos mismos de la justicia. “Se trata de no ignorar el sufrimiento del otro que incumbe a mi responsabilidad” según Levinas, lo que Santo Tomás, por otro lado, entiende como “sentido común”. La dignidad le viene dada al otro por tratarse de un ser único e incomparable y, al mismo tiempo, de un ser en potencia. O mejor, su ser en potencia es lo que le convierte en un ser único e incomparable digno por ello de ser respetado. El “no matarás”, anterior a cualquier ley o punición, responde al respeto por la dignidad del otro, no por el solo hecho de ser-en-el-mundo sino de ser en potencia, de ser humano, en suma. La humanidad del hombre está siempre en función de la palabra, su vida en común también; de la palabra y del pensamiento. A este respecto señalaré que si en la sociedad actual se ha introducido una nueva forma de marginación tal vez sea la que trata de silenciar el pensamiento, abolir la palabra, la lengua, en aras de lo común entendido como una forma de alienación, de paradójica comunidad incapaz de comunicarse por condenar y reducir a sus individuos al puro acto: ser esta o aquella identidad y nada más y para siempre. Giorgio Agamben dice a este respecto que “sólo podemos comunicar con otros a través de lo que en nosotrso, como en los demás, ha permanecido en potencia”. La intimidad del lenguaje es la que nos impulsa a comunicarnos, la que hace, entre otras cosas, que existan los libros como expresión del pensamiento y no como manuales de uso. Y es precisamente esa intimidad de la lengua, anterior incluso a la literatura, la que hoy en día está en tela de juicio. Pues no es tanto que se quemen los libros como en la época de la Inquisición o del nazismo, cosa que también se sigue haciendo –piensese si no en la biblioteca de Sarajevo– para borrar la memoria de todo un pueblo, sino que sea la alienación del ser lingüístico el único destino común amparado por los poderes públicos y los medios de comunicación de masas. Privar a éste de la intimidad de la lengua, tratar, en definitiva de exterminar el pensamiento. Pero esto es algo –y me muestro optimista en este particular– que estimo no se llegará nunca a conseguir, pues precisamente ese empecinamiento refuerza de manera renovada la corriente de pensamiento que constantemente se le opone.