Mi vocación editora nació prematuramente siendo todavía universitario y mi actividad en ese ámbito cultural dura ya treinta años. La editorial Pre-textos, a la que me honra representar, fue fundada en el año 74, aunque hasta el 76 no logra poner su primer libro en circulación, gracias al entusiasmo de tres jóvenes universitarios que todavía hoy siguen unidos por una rara combinación de pasión y decepción en esa tarea común. Decepción ante la realidad universitaria de aquel entonces y nuestra pasión por la lectura. Al que se les va dirigir, en consecuencia, deben escucharle sobre todo como un lector, pues tengo para mí que no hay, pese a la lógica desnaturalizadora a ese respecto de los vientos que soplan, edición sin la lección previa que supone la lectura. Y no estaría de más, aun a riesgo de que les suene a una perogrullada, recordar que leer implica una apertura por parte del individuo a la vida y, también, saber someterse al efecto rectificador que nos impone la realidad. Descreo radicalmente de la extendida opinión de que al leer nos ensimismamos. Sí, con la lectura uno sale de sí mismo pero con la intención de regresar renovado. De ahí, qué duda cabe, la gran responsabilidad ética que conlleva necesariamente nuestra labor.
Antes de nada debo decirles que el que les va a hablar es esencialmente un hombre de creencias, y lo es tanto por naturaleza como por formación. Es decir, quien les habla es un hombre razonablemente feliz que cree en los antiguos valores de la amistad, la lealtad, la solidaridad, también en el principio ecuménico de la cultura, del arte, en la poesía, en suma. Pero del mismo modo que estoy en disposición de decir que creo en la fuerza emancipadora y conciliadora de la cultura abocada a la vida, al hombre, a la realidad, puedo afirmar que hace falta también tener mucha fe en esa fuerza para poder seguir creyendo en la cultura con mayúscula, incluso cuando ella, de modo excepcional, haga a menudo abstracción del hombre y de sus limitaciones o, dicho de otra manera, de sus miserias.
Me compete hablarles esta mañana de un arte de mediación, de ese, a mi juicio, ennoblecedor arte menor o con minúsculas, pero de gran responsabilidad que supone poner en contacto dos mundos en apariencia separados y condenados a su vez a entrar en interlocución íntima: el mundo de los creadores, del arte, de la literatura, si ustedes prefieren, y el mundo de los lectores a los que no sólo está destinada la obra, sino que están irremisiblemente abocados a ser, en la medida en que se sientan implicados, seducidos por la misma, los que la concluirán, los que le pondrán el punto final.
Valga advertir antes de entrar en materia que el que les habla aprendió muy pronto a no juzgar a los otros sólo por sus virtudes o por sus defectos, por la sencilla razón de que si a los otros los medimos por ese rasero estamos siendo no sólo injustos con ellos, sino con nosotros mismos, pues quién no es en el fondo un cúmulo de virtudes y defectos.
De lo anterior puede en consecuencia colegirse que la tarea más ingrata del editor es la de tenerse que erigir en juez, en un juez, además, de algo que le ha sido entregado en una extraña relación de confianza y que es producto de la intimidad estricta de quien lo depositó en nuestras manos. Aunque habría también de añadirse que lo que nos absuelve de esa suerte de angustia es la alegría de descubrir a un escritor, a un poeta, a un poeta verdadero. Y para que se produzca esa suerte de revelación, casi milagro, hay que saber escuchar; primero a nuestra sensibilidad y luego a la de los otros, sin pedir desde luego previamente nada a cambio . Si desatendemos a nuestra sensibilidad desatenderemos la medida natural de cada uno de nosotros.
La soledad del editor es absoluta. Los autores nos ven por regla general como una figura de poder. Figura de poder además a la que se ven obligados a confiar algo, es decir, su obra, que es producto de su estricta, como decía hace un momento, intimidad; y cuyas expectativas, nobles expectativas, los editores podemos desbaratar de un solo plumazo aplicando simplemente nuestro criterio de excelencia. Si se nos observa desde esa perspectiva es fácil colegir que toda relación distendida en esas condiciones se hace difícil, por no decir imposible. El editor, pues, está solo cuando juzga y también cuando es juzgado. Y lo que es más grave, a menudo es más condenado sumariamente que juzgado por aquellos que a veces él ya ha sancionado. De ahí que la crítica no pueda ni sea de hecho siempre imparcial. Ellos, los críticos, son los que nos juzgan, ellos son los que nos necesitan y son ellos a su vez los que necesitan conjurar a través de esos juicios sumarísimos en muchos casos su frustración.
La buena literatura nos revela siempre un misterio. Los editores desde luego no lo desentrañamos. Nos lo someten y lo sometemos simplemente al juicio de los demás.
Para editar hay que saber esperar. En todas las actividades de la vida deberíamos aprender a saber esperar. Nada, ninguna empresa humana logra coronarse con éxito si antes no ha aprendido a esperar, algo que va contra corriente de la «filosofía» de los tiempos en que vivimos. La espera, no está de más decirlo, es la antesala de la esperanza. Autor y editor deben respirar juntos el mismo aire de espera. Ser dos –nunca se está en rigor solo– en esa empresa debe reportar ya en sí un alivio.
Por contraste con la sociedad seguidista, gregaria y cada vez más conformista en la que vivimos y en la que preferimos que se nos dé todo hecho antes que esforzarnos por la conquista de la libertad que afiance nuestra capacidad de elección individual, sólo unos pocos podemos permitirnos el lujo de seguir creyendo y siendo exigentes con aquello que más estimamos. Sólo unos pocos, a lo que se ve, podemos luchar contra la tiranía tanto del mal gusto, como de la falta de gusto por las cosas que más apreciamos, tal como es en nuestro caso la literatura. Sólo unos pocos estamos en condiciones de expresar la alegría que supone poder aplicar un criterio personal, capaz de seleccionar, discernir y favorecer valores por los que la existencia valga la pena vivirse aun a costa de poner nuestros yos en crisis. El miedo –eso que nos expone más al peligro– a la posibilidad de equivocarnos suele ser una de las expresiones del miedo a la libertad. En nuestra época nadie parece querer resignarse al principio rectificador que impone la realidad.
Estamos asistiendo, en fin, al fracaso de lo personal. Y nada apunta, pese a los cantos de sirena de un pretendido liberalismo edulcorado, a frenar en nuestros días la tendencia a la producción en masa, a las imitaciones vulgares y baratas, al conformismo, a la inflexibilidad, síntomas todos ellos de una época estéril que pretende verse reflejada en lo contrario y cuya contundencia en su resistencia a desaparecer no es otra que la propia a una suerte de cultura que está dando sus últimos coletazos. Nos encontramos sumergidos en un momento en que cualquier idea original o su expresión libre y sin prejuicio es rápidamente deformada, oscurecida y arrumbada al anonimato, cumpliendo con esa terrible verdad de que ningún desconocido es echado de menos; inmersos, como estamos, en la confusión rampante entre calidad y cantidad.
En la actualidad el tiempo es considerado demasiado valioso para permitir cosas como el ocio reposado que nos facilita, por ejemplo, entrar en una librería y poder escoger sin presiones ni condicionamientos mediáticos aquel libro que nos ayude a pasar unas horas de intimidad feliz adentrándonos en la vida que es la literatura, porque ésta tiene la capacidad de evocar por experiencia interpuesta los momentos más gratos de nuestras vidas y aquellos que no lo han sido, de enaltecer, en suma, lo vivo a fuerza de suscitarlo. Los libros mediocres, tal como ha señalado alguien, cuentan la vida entera de las personas que los escriben; los importantes, por contraste, cuentan un poco la vida de todas las personas que van a leerlos. La verdadera literatura nos incorpora a la vida, pues que escribir es habitar las cosas hasta el fondo de las mismas, de ahí que al escribir se aprenda a través de ellas lo que nosotros somos.
Pero a pesar de todas las tendencias hacia la uniformidad y la despersonalización, la gente no deja de experimentar un gran impulso hacia lo individual, una de las paradojas del gusto de las masas es su amor a lo individual.
Los editores clamamos por descubrir obras originales cada dos por tres, que marquen una pauta, pero a la vez sólo queremos presentar fórmulas ya consagradas por el uso y el abuso de un escrutinio fijado con anterioridad sobre presupuestos espurios por aquellos que dicen saber lo que desea y necesita el público. Es decir, la verdad sociológica precede a la empírica. Si hay alguien, por poner un ejemplo, que llega a la cumbre como escritor –en la actualidad hay casos suficientes que demuestran el buen estado de la literatura de nuestros coetáneos– las imitaciones se multiplican de tal modo y con tanta rapidez que sus originales no tardan en convertirse en algo ya leído o incluso en considerarse ya agotados.
Se produce más de lo que se consume, vivimos en una era en que los desperdicios exceden en mucho a sus contenedores. Hasta tal punto que incluso los museos se están convirtiendo, por esa dictadura de la cantidad sobre la calidad, en los almacenes de mucha de la basura que somos capaces de originar. Por lo que se ve ya no sabríamos vivir sin estar rodeados de todos los excedentes que producen nuestras sociedades consideradas desarrolladas. No sólo hemos sacralizado el dinero sino que hemos puesto pedestales a muchas de las inmundicias que producimos otorgándoles además, y esto es lo más grave, carácter de obras de arte.
Hoy, ya lo hemos dicho, se confunde con demasiada ligereza calidad con cantidad y tratar de difundir a partir de tales parámetros la literatura, la cultura, en suma, es ilegítimo desde una perspectiva ética, por más que el omnívoro mercado la quiera legitimar desde la perspectiva de su utilidad cara a consolidar un espacio industrial, que, por otro lado, lo único que ha conseguido por el momento ha sido trasladar, como ha indicado no hace mucho el director de la feria del libro de Francfort, la literatura de su lugar natural, el salón, a la bolsa. Hasta hace sólo unas décadas, cultura era un acto sustantivo de creación intelectual o artística; ahora es, en buena medida, publicidad, la venta de un producto. Dicha superchería abarata todo lo que toca, lo despoja de su verdadero valor y a pocos parece importarle.
Para editar, no me canso de repetirlo, hay que saber esperar. Las cosas hay que desearlas. No por forzarlas salen mejor, y menos la literatura. A mi modo de ver, en la actualidad se tiende a vender la piel antes de haber cazado el oso. Cómo se puede entender en caso contrario que se paguen cantidades astronómicas para que alguien escriba el libro que presumiblemente debe convertirse en el acontecimiento bibliográfico de la próxima temporada. Quién se encuentra en disposición, sin ser profeta, de afirmar que un libro por venir del autor X, por muy gran escritor que haya demostrado ser, tenga que convertirse necesariamente en una obra maestra. El tiempo y la perspectiva que nos ofrece se encargarán de aclarárnoslo. De hecho ya ha demostrado que hasta los grandes pueden concebir obras mediocres. Además, ¿por qué vamos nosotros a estar libres de esa ley? Mención aparte, y más tiempo del que disponemos, merecerían los falsos prestigios adquiridos, a veces, bajo el auspicio de premios millonarios cuyos fallos se han gestionado previamente a la constitución del jurado de turno y de campañas publicitarias desproporcionadas encaminadas más a colocar un producto que a poner a disposición del lector un bien cultural que le ayude a vivir. Hace poco, ante la inminencia de la convocatoria de una feria del libro, se discutía el eslogán para la misma concluyendo en que el más adecuado era: «Comprar un libro no puede hacer daño». Cuando se me consultó, sugerí que por qué no cambiaban simplemente el verbo comprar por el de leer. No se me hizo caso. Huelga cualquier comentario.
Me inquieta también la velocidad que condiciona nuestra actividad empresarial en esa loca rotación de novedades que han impuesto los grandes grupos de edición. Unos libros sepultan a otros y su cantidad no está colaborando a elevar la calidad de lectura de todo aquel que honestamente se interesa por la cultura. Tengo para mí que nada urgente es en el fondo importante. Para acometer nuestro trabajo con rigor se requiere sosiego y, lo reitero, saber esperar. Ningún proyecto por más que lo provoquemos saldrá mejor si no contesta al ritmo que su complejidad o sencillez nos imponga. Estamos instalados, en cambio, en una dinámica en la que la velocidad parece la garante empresarial en la consecución de resultados de rentabilidad. Nuestra editorial, y espero que no se tome como una jactancia por mi parte, ha demostrado que se puede hacer una labor tan meritoria en lo que a la difusión de la cultura respecta como en lo que a lograr las metas de rentabilidad atañe, sabiendo actuar sobre los espacios en blanco que las grandes editoriales desatienden.
Al lector le va a corresponder una vez más el realizar la tarea de la criba, liberarnos de esa “tiranía”, demostrando que sabe elegir, que distingue el grano de la paja, la salud de la enfermedad; reacción que por fortuna empieza a atisbarse en el horizonte de un futuro no muy lejano y que nos permitirá a los editores seguir escribiendo el mejor libro que podemos escribir: nuestro catálogo.
Para nosotros el libro es un pre-texto para el goce; nada más ajeno a nuestra voluntad que la beatería. Un libro es también un cuerpo y, como tal, debe tener la capacidad de seducir, debe conquistarnos tanto por su contenido como por su continente, borrando así el carácter efímero que le quiere imprimir la industria. El libro debe ser cálido al tacto, desprender su aroma, tender una suerte de vínculo carnal con quien lo toca, que sumado a la pasión que pueda suscitar su contenido, lo convierta en algo perdurable, algo que deseemos conservar para poder continuar a través de él la conversación ideal emprendida, incluso desde su soporte físico. A este respecto dice Juan Ramón Jiménez en Ideolojía :
“Como todas las cosas del mundo, los libros emanan su sustancia y no hay que leerlos para valorarlos, a veces, cuando se tiene los sentidos aptos para la emanación estética. La disposición de la caja, la cubierta, el título, el tamaño de las palabras, etc.., todo unido representa, súbitamente, su valor.”
Leer, no debería hacer falta recordarlo, es una de las formas posibles de amar; editar, una de las formas de la pedagogía, una suerte de arte de la seducción, y seducir implica favorecer en los otros cierto estado de perplejidad que facilite el aprendizaje de aquello que uno ha estado capacitado para elegir libremente. Los estados de perplejidad abren siempre una puerta, favorecen una salida hacia los sentidos y a través de éstos hacia el conocimiento. Consiguen, en suma, enseñarnos a mirar, a aceptar el principio rectificador de la realidad, a tener paciencia y, esto es lo esencial, a aprender.
Editar literatura y en concreto poesía ahora o hace veinte años –y digo veinte porque es aproximadamente el tiempo que lleva Pre-Textos empeñada en publicar ese género– supone y supuso la misma aventura. Las cosas a ese respecto parecen haber variado poco. La poesía no ha sido nunca un género útil, rentable desde la perspectiva del mercado, pese a que algunos pretendan demostrar lo contrario al tratar de querer hacernos creer que la poesía puede constituir una manifestación literaria tan mayoritaria desde la perspectiva lectora como, por ejemplo, la narrativa. La experiencia demuestra, salvo casos muy concretos, lo contrario. Y es pertinente apuntar que las excepciones suelen contestar más a razones mediáticas cuando no corporativistas o políticas, que a razones puramente literarias, (guste escuchar esto o no).
La poesía requiere lectores, no público, y esa verdad hace que sea uno de los géneros literarios menos leídos. Sin que ello signifique, como es obvio, que carezca de lectores. Al contrario, aunque la poesía goce de pocos lectores, éstos suelen ser siempre muy exigentes. Aquel que se precie gustar de la poesía, de la literatura en general, es en todo momento un lector que sabe muy bien lo que desea leer, a él no se le puede dar fácilmente gato por liebre. Dicha característica es algo que para el editor resulta tan emocionante como estimulador. El lector de poesía es también como una suerte de poeta, requiere de una sensibilidad que lo hermana al poeta. De ahí que nuestra responsabilidad en la elección como editores sea mayor.
Al leer hay que saber oír correctamente, esa debe ser una de las tareas principales del editor. Hay un crítico honesto y frecuente que suele pasar siempre desapercibido, y ese crítico lo constituyen los lectores honestos, todos aquellos que saben lo que quieren de un libro y saben leerlo a la vez sin prejuicios –quizás sólo los estrictos dependientes de sus preferencias estéticas–. El crítico y el lector seguidistas, sin embargo, embobados por las modas o la publicidad dan frecuentemente opiniones con mucha ligereza. Son aquellos que no tienen opinión, dan la que se les ha dado. O sea, no dan nada. Y no estaría de más recordar que la literatura requiere generosidad, mucha generosidad. No amar una obra que se va a editar es no haberla reconocido, no haber reconocido en ella lo ya conocido. Los grandes escritores, insisto, escriben siempre sobre nosotros, pues que todo creador crea hacia el futuro.
En nuestra época ha imperado, a mi entender, una gran confusión, que aún perdura. Creemos que el que más grita no sólo come mejor, permítaseme la broma, sino que tiene más razón, y eso, a mi parecer, es una perversión. No es contemporáneo quien corre y grita más, sino, a veces, quien calla más, quien sabe escuchar, en suma. El editor debe estar dotado de una suerte de facultad innata –inducida por la lectura y el estudio– de elección, o lo que es lo mismo, de la facultad de oír sólo lo importante de todo lo que se nos susurra.
Para publicar un libro de poemas hay que tratar de favorecer entre autores y lectores un vínculo de amistad por nuestra parte. Baste pensar que la poesía, junto a la literatura del yo, es el género más íntimo del arte de la escritura. Cuando alguien deposita en tus manos un original que es producto de su estricta intimidad está en cierto modo depositando en ti su confianza, una confianza que no puede traicionarse con ligereza o desdén. Y cuando se da esa circunstancia de entrega, todo hay que decirlo, se nos está a la vez emplazando a ser leales, y si la lealtad es una de las piedras miliares sobre las que se edifica la amistad, ésta nos conducirá ineludiblemente a la sinceridad. Es decir, el lector, que siempre debe ser el editor de poesía, está obligado, para bien o para mal, a aplicar un criterio de excelencia que sepa preservar al poeta y al lector del caos que supone publicar sin ton ni son o, en el peor de los casos, por motivos bastardos ajenos totalmente a lo literario.
Dicha lealtad, nos enfrenta también a peligros. Nos suele granjear algún mal trago cuando no enemistades, pues de todos es sabido que decir la verdad no siempre se recibe con agradecimiento por parte del que es “víctima” de ella, algo perfectamente comprensible, por otro lado, desde la perspectiva humana, pero que no debería, aunque nos pese, contar desde la literaria.
Puedo asegurar que hoy, al editar una obra literaria, me mueve el mismo entusiasmo que cuando empecé. Lo que ha variado, y para bien, ha sido la perspectiva respecto a los autores editados antaño, y esa perspectiva la ha marcado, qué duda cabe, el haber podido ser testigo del crecimiento cualitativo de muchos de aquellos por los que apostó la editorial Pre-Textos y que hoy ocupan un lugar propio en el panorama poético o literario, tanto monta, español. Autores, permítaseme añadirlo, que en muchos casos fueron desdeñados por mis colegas, y que hoy paradójicamente esos mismos colegas compiten por arrastrarlos a sus catálogos. Me gustaría apuntar que no hay nada más gratificante para un editor literario que la revelación de un buen escritor. Mi vida profesional se ha visto gratamente jalonada por esos descubrimientos, y nada puede compensar tanto como comprobar que uno no estaba tan equivocado y que su opinión es compartida con otros muchos lectores.
Tanto para escribir poesía como para editarla se requiere, perdonen mi insistencia, establecer un vínculo de amistad con la vida y, por supuesto, con la literatura. Hay que saber tender vínculos de amistad entre personas, y editar puede ser un ejercicio idóneo para ello. La amistad perdura, nos hace perdurar, nos ayuda en cierto modo a ser eternos. El amigo es el extraño con quien elegimos aliarnos para protegernos de nosotros mismos. El miedo que tiene el español a su propia sensibilidad, a las manifestaciones de ésta, es quizás lo que le bloquea, y desestabiliza su capacidad para la amistad, para tender puentes. No es falta de sensibilidad por nuestra parte, no, es simplemente el miedo que nos produce el fundamento de nuestra incapacidad específica para el ejercicio de la amistad. Sí, todos tenemos amigos en este país, pero no por seducción ni por ejercicio voluntario, sino por dominación, por rendición. Por qué existe en España esa imposibilidad, por ejemplo, para escribir de alguien una biografía, tal como diría Eugenio d’Ors, “ a la vez íntima e intelectual, una noticia que comprendiese juntos, los detalles familiares, las fechas domésticas, los recuerdos de infancia, y la interpretación de la obra y del desenvolvimiento del espíritu, una biografía, en fin, como tarde o temprano vienen a tener, en todas las literaturas modernas todos los muertos significativos”. La respuesta malhadadamente es nadie, porque ellas no se produjeron cálidamente, otra vez en palabras de d’Ors, en la intimidad de nadie, en la intimidad plena, real, desordenada, en la amistad, en fin. El problema de la endémica desconfianza patria favorece esa incapacidad extraña para el ejercicio de la amistad. O dicho de otra manera, nuestra ineptitud para el diálogo es la que nos dicta nuestra falta radical de disposición, nuestra impotencia para la verdadera amistad, que no es sino incapacidad en el fondo tanto para el diálogo interior como para el exterior. La relación amistosa resulta además de provecho para la seguridad de los individuos que la llevan a término, puesto que establece un ámbito de mutua colaboración y ayuda en la consecución de intereses comunes, pero en un plano de mayor intimidad que la tolerada por la cortesía mundana o la que se deriva de una empresa beneficiosa. La consecución de intereses comunes, por supuesto, incluye y sobreentiende cuanto a los hombres interesa: compañía, refugio, ayuda o estima, valores todos ellos que atañen a la conservación del yo.
Necesitamos editar aquello que no logramos olvidar. No hay impresión verdadera sin expresión: nadie escribe, a pesar del mito que ha alimentado a lo largo del siglo pasado lo contrario, para que no lo lean. Escribir es entrar en uno mismo para también salir. Salir para entrar, los escritores, y entrar para salir, nosotros, los lectores. Escribir aunque es una actividad íntima desborda el pequeño círculo de la individualidad. Nada puede ser bello si está referido sólo a sí mismo.
La poesía, la literatura constituye una suerte de muro contra la muerte o, lo que es lo mismo, contra la angustia que ésta nos produce. La literatura traspasa esa línea de sombra, se convierte en refugio, deviene compañía, y sienta los cimientos de una sólida amistad entre el que escribe y el que lee o viceversa. Como una casa simbólica para propiciar ese vínculo de amistad concebimos en su día la editorial Pre-Textos. Espacio en el que se pudiesen alojar –en contra de la orientación dominante que sólo parece querer atender a la palabra de la tribu o al dictado de las modas– autores de muy distinto pelaje y opción estética en una, para decirlo de manera metafórica, cohabitación distendida, que quedase obviamente garantizada por la aplicación de un criterio de excelencia apoyado en el proyecto cultural al que se debe toda empresa editorial.
Opino que Pre-Textos –y no tengo más remedio que jactarme de ello– ha contribuido, y mucho, a que determinadas posiciones que habían permanecido enfrentadas, por lo menos durante una década, se distendieran y empezasen a contemplarse con mayor serenidad. Nuestra editorial ha sido como una esponja. Creo que hemos sabido absorber lo mejor de nuestra época sin caer en la condición de mero cajón de sastre ni en la de simples voceros de la tendencia estética que nos era más cara.
Para ir terminando me gustaría añadir que como editor cultural e independiente no me agradaría perder mi identidad primera, la del lector gustoso que sabe, insisto por última vez, esperar, pues por regla general suele perecer cuando nos hacemos un nombre o tenemos un lugar en el mercado. Sufrimos una pérdida proporcional de calidad, en concreto, de esa calidad que cabría calificar de calidad de hombre común, de vecino en el sentido de proximidad. En la medida en que las empresas se tornan, digamos, importantes para el público y no para los lectores, en esa medida perdemos también nuestro valor de próximos. Ese valor tan necesario para seguir sabiendo y pudiendo, sin condicionamientos externos, distinguir la buena de la mala literatura, lo esencial de lo superfluo, lo prescindible de lo imprescindible: en el editor debe haber algo de jardinero, debe saber podar y regar en el momento adecuado para que su jardín, el catálogo, se conserve renovado y vivo.
Tengo para mí que hemos sido consecuentes con una época poliédrica, en la que la pluralidad ha sido norma, habiendo hecho pasar nuestro compromiso por el tamiz de esa lealtad a la que hice mención antes, basada en la lectura gustosa, tal como reclama el lector verdadero, y derivada de ella en la aplicación rigurosa de un criterio de selección que pudiese garantizar al lector, aun a riesgo de equivocarnos, que él es antes que nadie el que ilumina, estimula y renueva nuestra fe en la cultura y en consecuencia nuestro afán en su difusión. Y también el que nos provee del ímpetu necesario para renovar junto a ellos nuestro entusiasmo inicial por aquello en lo que, al margen de la vanidad, seguimos creyendo: la poesía, el arte de la creación, la vida.