comunicaciones-borras.jpg

«La soledad está en todo para ti, y todo para ti está en la soledad»
L. Cernuda

Todo editor que se precie está irremisiblemente abocado a ser un lector. Leer es aprender a estar solo, a ver, a escuchar. Saber, entre otras cosas, que el mundo exterior existe. Salir a su encuentro para regresar distinto siendo a la vez el mismo, comprender que hay siempre un más allá de toda soledad. Tanto el editor como el autor y el lector son unos solitarios solidarios, nosotros los solitarios, tal como dijo Nietzsche. La experiencia de la soledad además nos protege de nosotros mismos, nos conforma; y debería también confortarnos. Los editores tendemos puentes entre soledades, hacemos posible que un solitario en un extremo del mundo sepa de la existencia de un igual en el otro extremo.

En el editor hay algo de jardinero, dijo Jünger, y a un jardinero siempre se nos figura verlo desplazarse en soledad entre los arriates, setos y macizos. A un editor desde ahora en adelante le sorprenderemos moviéndose en soledad, aunque esa soledad no será nada si no sabemos imprimirle también la serenidad que suele inspirar la imagen del jardinero. Éste en su actividad gustosa nos está diciendo: Nada importante requiere en verdad de urgencia. Jardineros y editores somos los que habitualmente cedemos el paso. Y no habría de olvidarse que la soledad es una estación de paso, está poblada de personajes, de conatos de ser dentro, diría María Zambrano, de un individuo. De una persona que necesita de los otros y al que los otros le dan la espalda hasta tanto no somete a la intemperie el producto de su escrutinio. El editor es el solitario que debería de saber dar la mejor de las compañías a ese otro solitario, que es siempre el escritor, en uno de los momentos más terribles, el de someter al juicio de sus vecinos aquello que es producto exclusivo de su estricta intimidad, de su soledad. El editor y el autor, en consecuencia, están hermanados a través de su soledad y siempre serán los más vulnerables en esta historia.
La soledad del editor, tal como he dicho en algún otro lugar, es absoluta. Los autores nos contemplan por regla general como una figura de poder. Figura además a la que se ven obligados a confiar algo, es decir, su obra, que es producto de su estricta, como decía hace un instante, intimidad; y cuyas expectativas, nobles expectativas, los editores podemos desbaratar de un solo plumazo al aplicar simplemente nuestro criterio de excelencia. Si se nos observa desde esa perspectiva es fácil colegir que toda relación distendida entre dos en esas condiciones se hace difícil, por no decir imposible. El editor, pues, está solo cuando juzga y también cuando es juzgado. Y lo que es más grave, a menudo es más condenado que juzgado por aquellos que él ya ha sancionado, de ahí que la crítica no pueda ni sea de hecho siempre imparcial. Ellos, los críticos, los que juzgan algo que conocen pero que en el fondo no comprenden, son los que emiten su implacable fallo, son los que nos necesitan y a su vez los que necesitan conjurar a través de esos juicios sumarísimos en la mayoría de los casos su propia frustración.
Con todo, hay que tener cuidado con ese sentimiento de soledad, yo diría, inevitable. Hay que saber ponderarlo y otorgarle el sitio que le corresponde en nosotros, pues en caso contrario intervendría la gran enemiga de la sustancia que podemos extraer los solitarios a la experiencia de nuestras soledades, la desconfianza. Desconfiar le lleva a uno a creer que puede decidir, pensar, juzgar solo. Lo induce a uno a creer que está condenado por siempre a estar solo. Obliga a los otros, a los que tienen que ver con uno, a subsumirse a ese sentimiento aciago, en suma, a humillarse. Suprime la frontera entre lo que ha sucedido y lo que puede suceder haciéndonos además perder el carácter de proximidad que es tan necesario en nuestro trabajo de acercar, de acercarnos a los otros.
Tener conciencia de nuestra soledad nos fortalece a la hora de ayudar a los otros a estar menos solos, fija los lazos sobre los que debe edificarse la amistad que significa la literatura. Leer, a contrario de lo que ha venido diciéndose, no es en absoluto enajenarse del mundo, leer es aun críticamente incorporarse como uno más al mundo de los otros que es también el de uno mismo. Leer refuerza siempre nuestros lazos de estima, debería en definitiva como dije al principio de este corto parlamento confortarnos. Ésa es la más ennoblecedora de la tareas a la que pueda aspirar un hombre, un editor, por más que como dijo el poeta la soledad sólo puede llenarse consigo misma. No temamos, pues, a la soledad, temámonos únicamente cuando creamos estar solos, nosotros los solitarios solidarios.