Algo huele a podrido, y tanto nosotros, los editores, como los autores y críticos estamos contribuyendo a atufar el ambiente. En cuestión de crítica nadie debería conocer a nadie, pero tal como están las cosas es difícil creer ya en alguien. Todos mentimos, no sólo los críticos. Los editores constituimos, desde que me sumergí en estas lizas, un largo lamento sin fin. No deberíamos ignorar que nosotros hemos contribuido en buena medida con nuestra necesidad, cuando no con nuestra ansiedad, a propiciar en el proceloso mar de la edición patria y en alianza con la necesidad, soberbia o deseo de gloria, tanto monta, de la mayoría de los autores la creación de una crítica acomodaticia, a menudo sin criterio y, lo más grave, exenta de cualquier código deontológico. Los críticos son buenos siempre y cuando sirvan a nuestros intereses, de ahí precisamente que la mayoría de autores y nosotros, los editores, nos andemos con mucho tiento a la hora de descalificar a esa «cofradía».
Para el editor el rigor de la crítica acaba por ser inexistente mientras alabe nuestra acción. Ni lo ponderamos ni lo cuestionamos, simplemente lo agradecemos. ¿Cuándo, sin embargo, atendemos con atención a su posible efecto benefactor y, por qué no, corrector? A lo que se ve nunca. Crítica –a nadie debería escapársele–, es juicio y examen razonado, es decir, conocimiento. Lo malo es que el español ignora que todo juicio conlleva un proceso del cual se derivará un fallo y que éste no tiene por qué acabar siempre siendo una condena. Y nos equivocamos porque no estamos acostumbrados a atender paciente y cabalmente las razones de los otros, no hemos aprendido todavía a escuchar, ni más ni menos.
Lo grave no es que el crítico no reúna la mayoría de las veces los requisitos indispensables para que su opinión sea creíble, sino que tampoco nosotros, editores y autores, lo logramos al hacer dejación de algo irrenunciable como es la aplicación de un criterio de excelencia en nuestra labor de edición. Criterio que a menudo abandonamos a la oportunidad política, las modas, etc.
Ofende mi inteligencia y supongo que la de los lectores ver cómo muchos de esos críticos que se dice crean opinión varían en sus apreciaciones como veleta. Con asomarnos un poco a las hemerotecas comprobamos cómo un aplaudido crítico vapulea casi con abyecta intención un libro de un poeta concreto en una edición «periférica» y un lustro después ese mismo libro publicado en otro sello editorial sin haber sufrido casi alteración alguna respecto a la anterior es recibido ditirámbicamente por el mismo crítico. Vaya también como otro botón de muestra un nuevo caso, esta vez experimentado en carne propia. Un muy ensalzado crítico ponía como única objeción a una novela publicada por Pre-Textos que estaba demasiado bien escrita. Yo no seré, en consecuencia, de aquellos que se sentirá culpable de no haber creído en este tipo de crítica.
Tengo para mí que ambos ejemplos, antes de extraviarnos por otros derroteros, son elocuentes por sí mismos y me impelen a recomendar a quien le interese el tema leer uno, a mi juicio, de los mejores ensayos que se han escrito sobre la crítica titulado Naturalidad del arte de Ramón Gaya.
Permítaseme, para concluir, hacer tres recomendaciones: a) Que quien critica, por favor, conozca la materia sobre la que va a juzgar, que, como dice Gaya, al obsesionarse en el cómo no se le desvanezca entre las manos el qué..b) Que la crítica literaria sea eso: crítica y literaria y c) Que se puede decir todo según cómo, que no se están juzgando a las personas sino las obras.