Supone para mí todo un reto escribir el epílogo para una antología de Juan Manuel Roca que prologa mi admirado y querido poeta Gonzalo Rojas. Me pone el listón muy alto. Como comparto la opinión de que los poemas deben explicarse por sí solos, voy a intentar ser lo más leal posible al espíritu que los alienta.
Creo que el título que he buscado para estas palabras epilogales, el consejo no atendido que en uno de los poemas de su libro Monólogos le da al poeta su abuela, habla con bastante elocuencia de la férrea voluntad sobre la que está construido el armazón poético de Juan Manuel Roca.
Parecen coincidir todos en que desde que publicó Memoria del agua se le reconoce como uno de los poetas colombianos más representativos de su época. A decir de él mismo, los temas que siempre le han interesado han sido de modo recurrente: la libertad, la muerte, el silencio, el agua, la palabra, la noche y «la posibilidad de monologar desde el otro, de uno y los demás, todo esto envuelto en lo que creo es el tema único de mi poesía: el tiempo». Ésa es la unidad interna de su poesía, lo que nos mueve a leerla en voz alta, a compartirla con los otros.
Su poesía, tal como demuestra su oposición a no intentar hacerle nudos al agua, puede considerarse como una vasta reflexión sobre la libertad a través de la imaginación. A esa libertad que requiere, para poder ser asumida, que estemos todos un poco locos. ¿Qué poesía de tono mayor, en el fondo, no es un dilatado, humano y estéril forcejeo contra la muerte?
Juan Manuel Roca es un poeta imaginativo y brillante. Sus versos, sembrados de metáforas prudentes y reflexivas, como señaló Héctor Rojas Herazo, destilan y rezuman aguas de muy distinta índole y procedencia. Creen en la palabra creadora, invocan a la noche en su constante metamorfosis, la atraen hacia sí como un modo de conjurar también la insatisfacción con la realidad tangible, inmediata, «con el cerco de lo real». La noche pertenece al reino de la duda y «sus paisajes dubitativos» siempre le han atraído. La noche impone un clima propicio, cuando opera su desdibujo de la realidad, para la inspiración poética.
Con todo, el tiempo parece ser su tema único. Pero no asumido desde la perspectiva de la nostalgia, no, sino desde la condición ineludible de testigo inherente a todo poeta. Para el peruano Edgar O’Hara «lo sugestivo en la poética de Juan Manuel Roca es la siempre extraña conjunción de una sustancia lingüística con un tiempo indefinido que no se deja someter por nada, y menos por consigna de nadie. Ésa es la función que cumplen -soberanamente, según mi entender- los ciegos y el agua».
Creo que sería pertinente traer a colación cierta teoría mía que ninguno de mis amigos que escriben me ha podido hasta la fecha contradecir: que para ser poeta hay que haber sabido preservar parte del niño que se fue. Ese niño que los hace vulnerables, toda vez que capaces de sacar algo de la nada como una suerte de milagro. Y creo que Juan Manuel Roca me daría también la razón cuando lo reconocemos insumiso a las convenciones diciéndonos que si tememos ser niños nos comportaremos como muertos.
Decir infancia es también decir paisaje. Cuando piensa en los cafetales nos habla de cómo el rojo sobre el verde canta: «Esos frutos muy rojos en el follaje, como el pájaro cardenal que parece un pequeño incendio sin cenizas, habitan mi memoria». También se manifiesta hidrólatra de los paisajes lacustres y amante, sobre todas las cosas, del montañoso. Juan Manuel Roca es un poeta que entiende sobre todo con la inteligencia del corazón. Que sabe tanto mirar como ver: «La poesía es una forma de ver en la oscuridad». Yo diría que de interpretar el mundo. ¿Hasta qué punto, me pregunto al lado de nuestro poeta, el fantasma de la creación engaña al autor, que creyendo decir una cosa está expresando la contraria? Dicho todo esto, se podría colegir que la poesía de Roca está lastrada con sobreabundancia de gravedad, pero no, para redimirla de ese opaco timbre está el humor, el sagrado e inocente humor que actúa siempre a favor de la cosas. Es el recurso que le permite burlarse de sí mismo, de sobrevivir, como su «ángel de la guarda», en un país donde no se podría vivir si no se contara, utilizando de nuevo sus palabras, con su extraña coraza. Esa coraza que le permite moverse, tal como dice en su poema «Los muros de la noche», en el amplio presidio que es esa «tierra de dioses y adioses», según nos revela también en «Cantata del país salvaje». El drama que padece Colombia está presente en la poesía de Roca. Intenta, como ha dicho con gran acierto Darío Jaramillo Agudelo, rescatar los rasgos míticos y vivos de ese país gobernado por muertos.
En fin, es importante saber, como indica Eduardo Chirinos en su prólogo a Las Hipótesis de nadie, que es posible el humor y la poesía donde la muerte tiene instalado su reino. Cuando se refiere a su país, el poema es como un faro en medio de una oscuridad a la que contribuyen todos con el nada inocente silencio que impone el miedo, eso que precisamente nos expone más al peligro. Con todo, en esos mismos poemas cuyo referente es la realidad inmediata de su tierra jamás renuncia a la esperanza, razón quizás por la que tantos jóvenes en Colombia le sienten tan cerca. Óscar Collazos da testimonio de que ha leído poemas suyos en los muros públicos. Para Roca la poesía es la imagen que enriquece los hechos cotidianos, o no será.
Querría, para ir terminando, señalar que su libro por venir, Las hipótesis de nadie, aparte de reforzar y ampliar el abanico de registros poéticos de Juan Manuel Roca, significa ante todo un abordaje desde la poesía a las distintas líneas de fuga de la realidad: su inteligibilidad como orden de conceptos y como flujo de relaciones entre los mismos. Se trata de una poesía con marcado acervo prosaico, contadora de historias, de escenas, de estados posibles, hipotéticos, inventados en el seno mismo del mundo que se mira, se siente y se pretende inteligir. Y es también una poesía lírica, sutil, donde el yo del autor, su subjetividad, está presente de forma velada y relevante a un tiempo, más allá incluso de lo que toda escritura, necesariamente subjetiva en la sensibilidad y comprensión del que la creó, presupone.
Sus poemas sin libro, la última sección de esta estupenda antología, avalan también la opinión de Darío Jaramillo Agudelo de que su obra es una obra fiel a sí misma, a sus obsesiones, a sus paraísos y pesadillas, a su imaginería brillante de siempre, igual que si nos pusiera a soñar por cuenta suya, como indicó Germán Espinosa. También, que tal vez el misterio de la poesía radique en fundar el mito, atrapar lo imposible, a decir del propio José Manuel Roca.