Cuando el niño era niño, no tenía ningún libro. No había ningún libro en casa. Cero. No es ni tan siquiera un reproche: mi madre hubiera sido una gran lectora, estoy seguro de ello, pero existen las circunstancias, la suma de ellas. Mi padre apenas si pudo ir a la escuela, y tengo, ahí delante, una fotografía coloreada suya con un libro abierto, rodeado de plantas, como un acontecimiento memorable. El tiempo y las necesidades, siempre otras. Entonces, si el niño, cuando era niño, no tenía ningún libro, ¿de dónde surgía esa necesidad enorme, inagotable, de leer y escribir? Una incógnita más en una sucesión de incógnitas. Pero, cuando empezaron a llegar esos libros, bien por el azar, bien por necesidades escolares, hubo dos que estuvieron siempre presentes y aún hoy, de algún modo y sin haberlos releído nunca más, siguen estando: El buscón, de Francisco de Quevedo, y Rimas y leyendas, de Gustavo Adolfo Bécquer. Del segundo apenas tengo algún recuerdo, pero sí buenas sensaciones, momentos felices. Sin embargo, leyendo La mujer de dos ombligos, de Nick Joaquin, es como si, de pronto, uno estuviera conectado al otro y las lecturas de ambos fueran una continuidad. Solo ahora me doy cuenta de que el subtítulo del libro del filipino es, precisamente, Cuentos y leyendas de Filipinas, y que no estaré descubriendo nada, o apenas nada. Esto es tanto más evidente cuando más atrás en el tiempo se van los relatos, porque en esa época hispánica el mundo aún parecía estar por hacer, mientras que aquellos que discurren en la ocupación estadounidense, el mundo está hecho y hasta agotado, y el mito, el misterio, es mujer. Además, mujeres fatales, como esa de dos ombligos y su mamá, en el relato que da nombre al libro, una revitalización de las historias de terror que ahora (de salto en salto) me lleva hasta alguna película japonesa, como Kuroneko. O La mujer en la arena. Japón no está lejos, como no lo está España. La literatura también es una cuestión de corrientes subterráneas.

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Aquí tenemos santas consideradas brujas, naufragios, iglesias, posesiones, tantas otras cosas y personajes. Un mundo mágico. Lo que no tenía explicación, era susceptible de ser interpretado según los más extraños designios, y, todo ello, acabar convertido en una leyenda contenedora de algún tipo de lección, una lección solo intuida, incluso ambigua. En un mundo presto a juzgar, las fronteras son difusas. Desvelar misterios comprende frecuentar abismos. Para poder devolver esta espiritualidad (de mundo de espíritus, de mundo del espíritu) la escritura debe compartir esa capacidad de lo etéreo. Debe ser ligera y, sin embargo, sustanciosa. Levitar siendo profundamente física. Elevar piedras y hasta iglesias. Con tantas cosas esperando ser nombradas, las palabras tienen un peso y reclaman su exacto lugar. Todo debe fluir. Escritura, sentimientos, misterios y revelaciones, ritos y liturgias. Una misa, desprovista de la liturgia y la búsqueda de una unión con algo que está más allá, cierto o no, se desmorona, se convierte en una sucesión de gestos y frases y pasajes incluso absurdos. Narrando leyendas es lo mismo. Si nos sentimos atrapados, si quedamos suspendidos entre el tendido de sus líneas, es porque hay una profunda vocación de contar y hacer llegar. Aunque Nick Joaquin escriba desde un tiempo no tan lejano, viene de mucho más allá y contiene un mundo antiguo, proverbial (es decir: conocido de siempre). Por eso, esa conexión evidente entre todo aquello que creemos conectado a él. Como decía, también está la ocupación americana, el siglo pasado, la vida moderna. Mitologías del ahora. Antes eran minotauros ahora son mujeres. Antes los laberintos eran físicos, ahora los laberintos son dudas, temores, inquietudes, atrevimientos. El mundo físico deja lugar al mundo mental y, entre ambos, hay algo que tal vez sea el alma. El alma que, dijo el cura a los niños, es amor. El amor, esa palabra que atraviesa todo. Tiempo y páginas.

 

Revista Detour. Juan Jiménez García
La mujer con dos ombligos, de Nick Joaquin
Traducción de Luis Castellví Laukamp
Pre-Textos, 2023