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Juzgar a Mircea Eliade por su sospechoso pasado juvenil fascista y sólo por eso, hasta el punto de invalidar su obra entera en vistas a su publicidad o a su recuperación, supone tener una amplitud de miras muy estrecha, tener una conciencia poco clara de la riqueza y complejidad de todo ser humano. Una actitud, en definitiva, integrista.
Hace pocos días Adolfo García Ortega concluía un artículo en torno al turbio e inconfesado pasado político de Günter Grass con estas palabras: “Con el tiempo, todos acabamos arrastrando monstruos”. El propio Eliade nos confiesa que a lo largo de su vida ve “un número considerable de errores”, y añade: “Pero el mal, verdaderamente no” y concluye: “También es posible que yo mismo me impida verlo”. ¿Cuántos grandes poetas a lo largo de la historia de la humanidad habrían tenido, por sus errores vitales, que ser excluidos del parnaso? Actitudes tan intransigentes de uno u otro signo, que niegan el pan y el agua a quienes creemos que puntualmente han pensado o actuado de manera diferente a la nuestra sólo ayudan al anquilosamiento de la cultura y esconden, la mayoría de las veces, esos otros discursos tan heroicos y políticamente correctos que sólo sirven como vehículo fácil y cómodo para dejar de seguir pensando, cuando no para acallar malas conciencias o hábitos igual de malsanos o más que los que dicen denunciar. “No somos ni ángeles ni puros héroes”, decía también Eliade. De ahí que nos esforcemos durante toda la vida en hallar nuestro propio centro. Esa búsqueda de sentido, además, es una búsqueda siempre aplazada – y tal vez en este aspecto podríamos hablar de un Eliade posmoderno–, pues supone, según el autor, caer de una prueba del laberinto en otra. Apenas superada la primera, que nos plantea siempre el propio devenir como seres humanos, y encontrado su centro, surgirá otra como consecuencia de aquella búsqueda y consiguiente primer hallazgo, y así hasta el fin de nuestra existencia. De lo que nos habla Eliade, en definitiva, en todos sus escritos, tanto en los más profesorales como en los literarios –si es que cabe hacer en él esta distinción, ya que ambos son igualmente creativos–, es de la vida y de la necesidad de encontrar un sentido a ese núcleo que llamamos realidad y que siempre tiende a ocultarse, a veces, incluso, debido a su descarada y dura presencia. ¿Es Mircea Eliade, en este sentido –y lo cito literalmente– “un nominalista acerbo que cree que el espejismo de la ciencia y de la filosofía surge de la palabra”; “que la ciencia no está en los libros sino en las cosas” y que las cosas en sí son inaprehensibles, ya que “la palabra sólo sirve para escribir lo que uno piensa” como máximo acercamiento posible a lo real?; ¿que sólo cabe entonces recurrir al mito y a la imaginación a través de las analogías? Creo que sí, de ahí que nuestro autor dedique al médico-pensador renacentista español Francisco Sánchez ese delicioso texto, del que he extraído parte de lo antes citado, que ve la luz por primera vez en castellano en el libro que hoy presentamos y en el que, al hilo de sus razonamientos, podríamos nosotros, a su vez, establecer analogías, pues, ¿no nos recuerda y mucho esta figura, en su escepticismo, al Hofmannsthal de aquella “Carta de Lord Chandos a sir Francis Bacon”? Si ustedes la recuerdan, en ella Lord Chandos escribe al filósofo inglés anunciándole su incapacidad para establecer, a través de la escritura, un vínculo con lo real y que, como consecuencia, renuncia a ella. Por fortuna, ni Francisco Sánchez ni, sobre todo Mircea Eliade optaron por la actitud de Lord Chandos. Digamos que ambos se libran de acceder a ese callejón sin salida gracias a la intuición. Y, en concreto, en el rumano, gracias a su sugerente concepción del tiempo y del espacio puestos en suspenso por la imaginación. “Quien es mudo es mudo en el corazón, no en la lengua”, decía Paracelso. Y, ciertamente, Eliade pese o gracias a su sistemática duda e interrogación sobre sí mismo y lo real no se quedó mudo y nos legó una riquísima obra que, en España aún está, en gran parte, y en especial para las generaciones más jóvenes, por descubrir y estudiar en profundidad. Es un autor que quizá más que cualquier otro, requiere de un estudio global de su obra, él mismo sólo la entendía en su totalidad, sin distingos entre lo literario y lo profesoral, como ya he dicho antes. Yo añadiría que su obra, además, es inseparable de su persona, de su experiencia en el mundo en calidad de exiliado orgulloso de serlo, de individuo de frontera, que siempre se mueve entre dos culturas, la occidental y la oriental; entre dos escrituras, la rumana y la francesa; consciente de estar asistiendo a la “crisis del hombre occidental” como bien resalta Claude-Henri Roquet en su breve introducción al magnífico libro de conversaciones que mantiene con el autor rumano, La prueba del Laberinto, libro que les recomiendo encarecidamente como introducción a su vida y obra –si es que lo encuentran–. Consciente, digo, de todas esas dicotomías, pero, al mismo tiempo y siempre, tratando de encontrar el equilibrio, el justo punto de confluencia, de fusión, de coincidentia oppositorum entre ellas y que él descubre en el arquetipo del andrógino como expresión máxima de la belleza, no porque en él coexistan ambos sexos –como sería el caso del hermafrodita–, sino porque se fusionan y cada uno aporta lo que al otro le falta para alcanzar la perfección ¿Existe condición y actitud más moderna y actual que esa? De ahí que su obra cobre cada vez mayor vigencia. En ese sentido, no es anecdótica ni caprichosa la aparición de este Mircea Eliade, el profesor y el escritor, en el que han colaborado destacados profesores y escritores en un intento de aproximación a algunos de los múltiples retos que sigue suscitando la obra de este genial intelectual rumano que fue Mircea Eliade, haciendo coincidir además su aparición con el centenario del nacimiento del autor, aniversario este que, todo hay que decirlo, está pasando en nuestro país sin pena ni gloria, o más bien a duras penas, ya que, hasta donde sé, nadie se ha hecho eco del mismo. Ello me obliga a agradecer con mayor vehemencia si cabe la cordial invitación, tanto del Instituto Cervantes, como del de Cultura Rumano a la presentación esta tarde de un libro que, estoy seguro, no les va a dejar indiferentes; así como a todos aquellos que lo han hecho posible y, en especial al profesor Joan Llinares, coordinador de la obra, por su iniciativa y dedicación y, cómo no, al Departamento de Metafísica de la Universitat de València y al profesor Nicolás Sánchez Durá, en su calidad de director, sin los que sería imposible sacar adelante esta interesante colección.