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Mi primera lectura de El Quijote me ayudó a ver. Me estimuló a vivir constantemente conmovido por el espectáculo de la vida, me impelió a mirar, a sentir la cercanía de los que en apariencia están lejos. O lo que es lo mismo, me ayudó a entender que aquí, entre otras cosas, hemos venido a dar las gracias.
Lo he leído para mí y lo he leído en voz alta, de punta a cabo, para mis amigos. Entre sus páginas uno se encuentra a resguardo de sí mismo, no en un refugio habitado por espectros o proyecciones de su yo, sino por personas en el sentido helénico de la palabra o lo que es lo mismo, por personajes con alma. Es uno de los libros más llenos de vida y verdad que yo haya leído nunca. Es el amigo ideal de los sin amigo.
De su lectura siempre he salido distinto porque es un poco el retrato moral de todos. Es decir, cumple con creces con el precepto de todo clásico: en vez de hablarnos sólo de su autor nos habla de todos nosotros.
Como editor, por otro lado, no tengo más remedio que reconocer que si Cervantes nos confiase hoy El Quijote a muchos de los editores que estamos en activo, es muy probable que su autor no consiguiera verlo publicado. Creo que pocos sabrían sortear el prejuicio de que ese tipo de literatura no es la que reclama la sensibilidad del público lector en la actualidad.
Un libro dolorosamente bello como éste debería renovar, insisto, nuestra gratitud a la vida.