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El siguiente relato ha sido un cuento mil veces por mí dicho, con el fastidio de lo repetitivo, lo íntimamente codificado. José Luis García Martín me animó a escribirlo, y hoy he pensado que podría contarlo de otra manera a la tantas veces repetida de viva voz. Confieso de entrada que no sé si seré capaz de ser fiel a los hechos. De todos debería ser sabido que la memoria altera todo a nuestra conveniencia y en consecuencia uno debe fiarse sólo relativamente de ella. Como quiera que sea, contar, recordar contándole al otro por escrito un acontecimiento de nuestras vidas es también morir un poco. Quizás haya sido esa la razón, sumada a otra de mayor calado, lo que había afianzado hasta ahora mi resistencia a someter a la intemperie de los otros la historia que voy a tratar de poner por escrito a renglón seguido.
Querría añadir a la sazón que si algún día me decido y acabo por escribir mis memorias de editor, creo que en buena medida se lo deberé a dos personas, a José Muñoz Millanes y a José Luis García Martín. No hace tanto este último me comentaba en una cena con nuestro joven amigo cordobés Raúl Alonso que aquello que se cuenta mucho acaba por no escribirse. Vino con ello a decirme más o menos: deja de referir oralmente anécdotas y escríbelas de una vez. Intentaré, pues, conjurar mi inveterado pudor, y de matute esa suerte de fatalidad que enunció García Martín, para tratar de fijar en unas líneas un acontecimiento de mi vida que he referido de viva voz a algunos íntimos y que a mi entender ha decidido en buena medida mi vida y la de mis dos socios en Pre-Textos hasta el día de hoy. Cumpliendo además con esa ley que nos viene a decir que nuestras biografías en el fondo las componen y sustantivan pequeñas anécdotas que acontecen en nuestras vidas y que a la larga acaban teniendo una importancia determinante. Cuando somos conscientes de ello es cuando somos ya algo más que el lugar de ilusión al que creemos haber llegado. Es decir, si la vida toda es un engaño, una ilusión, debemos sustentar la ilusión y el engaño que nos mantienen en la vida de modo conveniente o más o menos convincente. En fin, quizás haya que vivir la vida como una eterna novedad.
Gracias al buen criterio y empeño de mis padres por evitarme un colegio religioso soy de formación alemana. Entre las opciones que había en mi ciudad natal para adquirir una educación laica estaba la del Colegio Alemán. Allí hice mi bachillerato y allí nació mi pasión por la literatura en esa lengua. Digo esto como breve preámbulo porque creo que puede explicar mi precoz curiosidad por asuntos que a ojos ajenos pudieran parecer excesivos y hasta pedantes.
Un buen día de principios de otoño del año setenta y uno, cuando aún no había cumplido diecinueve años, me encontraba sumergido hurgando en los documentos del archivo de la revista Brenner, depositado en el departamento de germanística de la Universidad de la ciudad de Innsbruck, a la búsqueda de datos y pistas sobre la relación intelectual a tres bandas que se dio entre el filósofo Ludwig von Wittgenstein, el poeta Georg Trakl y el editor Ludwig von Ficker, director, por cierto, de aquella publicación y gran animador cultural tirolés. A él se le debió, entre otras muchas cosas, el que el filósofo austriaco se interesase por la poesía del poeta expresionista Trakl y acabase financiando la edición del que sería su primer y único libro editado antes de su suicidio.
El profesor Walter Methlagl, jefe del departamento y quien muy gentilmente había accedido, por recomendación de un médico austriaco buen amigo de mi padre, a franquearme el paso a los legajos anteriormente mencionados y en los que me encontraba enfrascado, irrumpió en la habitacioncilla acristalada en la que leía aquellos documentos acompañado de un señor a mis ojos de aspecto imponente y severo. Voy a intentar describir la impresión física que me produjo aquel personaje que veía por primera vez sin el soporte de ninguna foto. Es decir, voy a intentar entregarlo al lector tal como lo recuerdo en aquel momento exacto.
No se me antojó a bote pronto muy alto, aunque dada mi escala todos a mi lado me parecen gigantes. Más bien lo recuerdo como un hombre robusto, de gran cabeza con cabello abundante, hirsuto y cano. Con un bigote poblado y tupido a lo Nietzsche, que le cubría muy densamente el labio superior, y tocado con unas gafas de ancha montura de concha oscura. Trajeado y con corbata de nudo algo flácido, se me acercó con una sonrisa insinuada, que ahora pienso quizás trasluciera el niño que fue y de seguro aún le habitaba. Hice amago de levantarme para saludarles y me pidieron que no interrumpiera mi labor. Al rato escuché que cuchicheaban algo a mis espaldas y al instante noté que aquel señor que veía por primera vez se asomaba sobre mi hombro derecho a los papeles que tenía ante mí y al momento me preguntaba por el objeto de mi indagación. Le contesté con todo el lujo de detalles que mi timidez me consintió. Me expresó su sorpresa ante una persona de mi edad que, venida de España, se interesase por aquel período intelectual del país que nos acogía y, sobre todo, por la relación de aquellos tres personajes tan significantes de la cultura centroeuropea, y me animó a seguir adelante con mi proyecto, no sin antes haberme confesado aquel personaje, que repito veía por primera vez y cuya existencia hasta entonces ignoraba totalmente, que por sus venas corría también sangre española. Es más, me informó de que su apellido tenía origen en el topónimo español Cañete, villa enclavada en la provincia de Cuenca. Se despidió con la misma cortesía y seriedad con que me había interpelado y se retiró junto a su acompañante. El encuentro no debió durar ni cinco minutos. Cinco minutos que cada vez que los rememoro se me antojan mucho más largos por lo decisivos que acabarían siendo en mi vida y que marcarían, en parte, mi andadura profesional futura hasta la fecha de hoy.
Cuando fui a despedirme tras haber concluido mi tarea de esa mañana, me preguntó mi anfitrión de seminario si sabía quién era aquel señor con el que había departido y que se había interesado por el objeto de mi trabajo. Mi contestación, como puede colegirse, fue negativa. Me informó que era uno de los escritores vivos en lengua alemana más importantes y que me recomendaba encarecidamente que lo leyese cuando se me presentase la menor oportunidad. Le agradecí el consejo antes de abandonar el seminario.
Recuerdo que la noche de aquel mismo día me invitó a cenar un amigo arquitecto ítalo-austriaco al que como es lógico no tardé en referirle la anécdota de mi encuentro de la mañana. En cuanto acabé de pronunciar el nombre de Elias Canetti, me manifestó su sorpresa y alborozo. Consideraba un privilegio que hubiera podido intercambiar unas palabras con el que, ya no me cabía la menor duda, debía ser una personalidad de las letras germanas. Me prometió regalarme al día siguiente uno de sus libros. Así pude acceder por primera vez a la lectura del escritor búlgaro y descubrir su muy singular libro de cuentos Las voces de Marraquech, cuyo conocimiento en aquel luminoso otoño del año setenta y uno iba a decidir de tal manera mi vida posterior y que acabó por afianzar en mí la vieja idea de que el azar es en el fondo la conciencia de la necesidad. Debo añadir además que el libro me gustó tanto que me dije a mí mismo que si algún día me convertía en editor, algo que ya barruntaba entonces, lo publicaría.

En el año setenta y seis acabamos, tras muchos esfuerzos y forcejeos con la autoridad competente, por ser editores. Los tiempos iniciales de esa aventura, aunque entusiastas, no dejaron de estar jalonados por infinidad de obstáculos. La supervivencia económica de nuestra empresa dependía directamente de nuestros respectivos patrimonios familiares, y a decir verdad aquella iniciativa nuestra no acababa de cuajar y de dar los frutos deseados y mínimamente exigibles para manumitirnos de tan indeseada como incómoda servidumbre. A ello debe sumarse que a principios de los ochenta cundió entre nosotros cierta fatiga frente a la indiferencia casi general hacia nuestro trabajo. Agravada además por el abandono temporal de las tareas editoriales de uno de nosotros, que tuvo, después de agotar todas las prórrogas habidas y por haber, que incorporarse a filas. Fueron momentos malos, llenos de angustia. Cuando estábamos a punto de tirar la toalla y el libro de Las voces de Marraquech se encontraba en la estampa, aconteció el milagro. Una semana antes de salir el libro a la calle le conceden el premio Nobel a Elias Canetti. Dicho acontecimiento dio un giro radical a los oscuros vaticinios que empezaban a cernirse sobre nuestro futuro profesional. Tamaño acierto, a nuestros ojos de entonces, vino a decirnos que a lo mejor no estábamos tan equivocados como creíamos y que merecía la pena seguir adelante. Hasta la fecha, casi treinta años después, continuamos si no siendo los que éramos, sí editores. Quién iba a decirnos que aquel encuentro fortuito en el departamento de literatura alemana de la universidad de Innsbruck con Elias Canetti iba a decidir tan sustantivamente sobre nuestras vidas por venir y a afianzar nuestra andadura en el mundo de la letra impresa y los libros. Al escritor de origen sefardí en buena medida se lo debemos, y esperamos que allí donde se encuentre se alegre de haber estimulado sin pretenderlo y prolongado en el tiempo lo que empezó siendo una precoz aventura intelectual de tres jóvenes lectores y ha acabado siendo para los tres la gran pasión de nuestras vidas. Es claro, que las biografías, a contrario de lo que piensa el grueso de las gentes, acaban conformándolas las pequeñas anécdotas que atesoramos a lo largo de nuestras respectivas vidas.