La doctrina de la que se vale el totalitarismo es como un espacio vacío que sólo puede llenar y «amueblar» un consentimiento general por parte del prójimo, nunca otorgado del todo, mientras que la alegría es una plenitud que se basta a sí misma y no tiene necesidad para existir de ningún apoyo exterior.
LA FUERZA MAYOR, Clément Rosset (Acuarela, Madrid, 1999, p. 22)
El cómico más popular del Magreb, Ahmed Sanoussi, fue censurado en 1995 por «peligro para la seguridad» de Marruecos. Las autoridades magrebíes le prohibieron actuar en la radio, la televisión y los teatros. El cómico aparecía solo en escena, donde cantaba, recitaba poemas, interpretaba monólogos y contaba chistes, al estilo de la halka marroquí, el teatro de la calle, y en línea con una tradición de humor árabe y musulmán que, según los eruditos, se remonta al mismo Mahoma.
¿A qué, se preguntarán, este preámbulo para la presentación del libro que hoy nos ocupa:
LUDUS: CINE, ARTE Y DEPORTE EN LA LITERATURA ESPAÑOLA DE VANGUARDIA, en impecable edición de Gabriele Morelli, que reúne los trabajos de 28 destacados estudiosos italianos y españoles?
El preámbulo no responde a otra cosa que al asunto que recorre de parte a parte este voluminoso libro: la importancia, la necesidad del humor, de la alegría de vivir en épocas de penuria, en momentos de la historia en los que la censura, el integrismo, las actitudes totalitarias, en suma, que sólo saben sembrar el vacío a su alrededor, carentes del más mínimo sentido del humor, pueden llegar a encontrar en él su más duro adversario.
Si bien es cierto que el período de entreguerras de la historia contemporánea europea fue aquél en el que fraguaron con mayor virulencia y brutalidad los totalitarismos de todo signo —de los que aún hoy estamos pagando las consecuencias—, en España se dio la especial circunstancia de que no padeció directamente ninguna de las dos grandes confrontaciones mundiales. No obstante, muchos de los artistas y escritores españoles del momento, se vieron impregnados de los aires de libertad y de exaltación de la vida que tras la primera guerra empezaron a soplar desde Europa. Es cierto que España vive también en aquellos momentos una fase de desencanto provocada por las contiendas de Cuba y de Marruecos, por la pérdida de los últimos bastiones del antiguo imperio; hechos que quedan bien patentes en las reflexiones de un Gecé, por ejemplo; pero el desaliento no podía alcanzar en nuestro país las dimensiones de una Europa desgarrada por la terrible contienda mundial. ¿Qué es, entonces, lo que mueve a los artistas españoles del momento a remedar los incipientes movimientos estéticos de sus coetáneos europeos? Parece ser que nuestros artistas se ven espoleados a ello por un afán de modernidad, por la necesidad de modernizar un país anclado en un pasado del que han desaparecido ya los últimos valores, pero al que todavía se aferran, en el orden de lo social y de lo político, determinadas estructuras de un casticismo y un oscurantismo ancestrales. La expresión de la modernidad la encuentran entonces en una Europa que parece resurgir de las cenizas. Aspiración europeísta de la que Ortega y el propio Giménez Caballero serán dos de sus más destacados voceros.
El despunte de las vanguardias artísticas europeas abrirá así, ante los espíritus más jóvenes e inquietos de nuestro entorno, un deslumbrante nuevo mundo donde poder dar rienda suelta a sus aspiraciones de renovación. En él, los avances tecnológicos contribuirán, de manera decisiva, a cambiar las coordenadas espacio-temporales que mantenían hasta entonces los cuerpos anclados a la tierra; también la reciente invención del cinematógrafo abrirá nuevas vías de expansión artística. El cuerpo liberado irá parejo a una progresiva exaltación del mismo, que encontrará nuevas formas de expresión en el deporte.
Crisol de todas estas aspiraciones será en nuestro país la Institución Libre de Enseñanza y, más concretamente, la ideología que la inspira: el krausismo, de marcado tono europeo, europeísta, laico. La mayoría de sus discípulos constituirá el núcleo de la modernidad.
El sujeto moderno está siempre a disposición de…, a expensas de… El cuerpo sólo se puede concebir, con la modernidad, en términos de bio-política. La Gran Guerra ya ha demostrado que las personas dependen del poder y de su maquinaria de guerra, que el avance tecnológico se ha acelerado gracias a ella; que el individuo es ya parte indisoluble de esa maquinaria que implica además progreso y que con él surgirán nuevas formas de explotación y de tiranía. Es éste, precisamente, uno de los aspectos que desatiende gran parte de las vanguardias. Mitifican los artefactos que genera la ingeniería moderna y los convierten en ejes del andamiaje de sus juegos poéticos y artísticos como expresión de futuro; cuando no es el objeto en sí, sino el objeto convertido en mercancía, su ligazón íntima con la mercancía lo que representa el exponente máximo de la modernidad. Hasta el punto que sus propios artefactos estéticos acabarán no pudiendo escapar a esta dinámica que marcan los nuevos tiempos. En eso consiste básicamente la deshumanización del arte.
Pero volvamos a nuestro hilo conductor: el humor, la alegría de vivir, el juego. Tender puentes hacia el futuro a partir de estos basamentos es poco menos que disparatado. Por la sencilla razón de que humor, alegría y juego se expresan y consumen en sí mismos, son puro presente. Su riqueza estriba precisamente en ello, en no tener aspiración de perpetuidad alguna. Tanto la alegría como la muerte son dos de las cosas más misteriosas de nuestra existencia, que se producen o no se producen, sin más. Pretender aupar a la categoría de arte o de pensamiento el puro divertimento, el juego por y en sí mismo, creemos que ha sido el gran error de las vanguardias o quizás no sólo de ellas, sino de las instancias extra-artísticas que han sabido muy bien tutelarlas, como si efectivamente de niños chicos se tratara, a los que cabía explotar mientras siguiesen en ese estado de gracia angelical, real o aparente. Marcel Duchamp fue el único con el suficiente valor para apartarse de los circuitos del arte y seguir jugando en su casa tranquilamente al ajedrez.
En este punto el error de las vanguardias, fue no tomarse en serio el humor. Gracias al testimonio directo de Ramón Gaya y de otros testigos de la época sabemos por ejemplo que, por contra, Federico García Lorca, clara encarnación de la alegría indisociable al sentimiento trágico de la vida, sí sabía hacerlo, al expresar y contagiar como ningún otro de su generación, ante amigos y contertulios, su buen humor. Subido a la mesa de un café representaba ante ellos escenas de sus piezas teatrales aún no escritas, que adquirían en ese mismo instante un vuelo y una altura a veces insuperadas más tarde en el papel impreso.
El humor, ya lo hemos dicho, es presente puro que se autoconsume. No así la ironía, que confía demasiado en sí misma. El buen humor, sin embargo, no necesita intermediarios, opera directamente sobre la realidad y nos la devuelve en un fogonazo súbito. Muchos vanguardistas oficiaron, sin embargo, como el idiota que se cree más listo que nadie al pretender darle al juego y al humor un valor del que carecen, evitando así que la idiotez ejerciese por sí misma su capacidad de subversión y de seducción, de desvelamiento de la realidad.
La figura de Buster Keaton, tan estimada por nuestros artistas de vanguardia de los años 20 y 30 es un claro exponente de lo que aquí estamos tratando. Keaton asiste con aquella su expresión vegetal, impasible, a los mayores desastres naturales y avatares propios de la vida moderna. Su insignificante actitud se antepone a los poderes mismos de la naturaleza, de la máquina y de las normas sociales, provocando así la carcajada. Su cuerpo menudo, extremadamente vulnerable, sale sin embargo siempre incólume ante cualquier agresión gracias a su gran vitalidad, casi de atleta —virtualmente acelerada por la velocidad de las imágenes fílmicas de la época— que no conoce competición alguna sino la de seguir estando vivo.
También Chaplin. Su cuerpo es capaz de adaptarse al engranaje de la máquina en Tiempos modernos, subvirtiendo, desde el interior, los mecanismos opresores de la propia modernidad.
La imagen desvalida y sin valor del rostro impasible de Buster Keaton y la perplejidad que en el espectador genera sin proponérselo, es lo que realmente prevalece, lo que todavía hoy nos permite contemplar sus películas sin que notemos el paso del tiempo, lo que nos hace seguir riendo, lo que nos hace seguir amando la vida.