El volumen que presentamos esta tarde reúne treinta años de anotaciones diarísticas. Con exactitud de 1974 a 2004. Dicha fidelidad a la llamada de la íntima necesidad de establecer un diálogo con uno mismo tal como impone la ley del género diarístico me parece algo descomunal. Descomunal ya no tanto por la acumulación de lo vivido en lo anotado, sino por lo peculiar que nos desvela de una experiencia vital nada común y nada, todo hay que decirlo, distendida. No en balde su propio autor nos dice en el prólogo: «Quien con tanta pena y esfuerzo los escribía».
Este es un libro, creedme, que se puede abrir por cualquiera de sus páginas y empezar a leer, como de nuevas, porque, como diría Andrés Trapiello, otro de nuestros autores más fieles al diario, lo esencial en él es la ausencia de narratividad. El diario es como todos saben el género de la modernidad por su falta de sistema y por su fragmentación.
No hay dos diarios iguales, aunque la tendencia del diarismo español contemporáneo tienda a imitar uno o, si se me apura, dos modelos. Los que cruzan el mar no responde a ninguno de ellos. Pues es un diario que demuestra que el que se ama a sí mismo tanto como el que se odia puede utilizar el diario para conjurar ambos solipsismos. Sostener la atención en un lector de diarios -y el que les habla tiene bastante experiencia al respecto- requiere saber hablar con mucha precisión de uno mismo. Y para eso el diarista, tal como es el caso, tiene que saber muy bien quién es, aunque lo disimule. Debe asumir que se muere y se vive varias veces en la misma vida.
En diarios como el que nos ocupa, aunque se refleja la pesadumbre de no poder ser otro, también se conforma el protagonista con el que es. O lo que es lo mismo, José Carlos Cataño sin resignarse a ser quien cree ser opta por no plantearse esa cuestión ni siquiera como tema. A contrario, su tema puede ser la angustia del tránsito lento del tiempo, sólo por poner un ejemplo, cuando el tiempo horada nuestra voluntad, o nuestra resistencia a su inexorable decurso. Un diario se escribe a diario, valga la redundancia, porque no acabamos de sentirnos personas afortunadas o porque estamos demasiado solos. Al escribir un diario creemos desdoblarnos, dejar de ser el que somos para empezar a ser, si no otro sí alguien distinto al que somos.
Voy a citar ahora a uno de los más geniales diaristas, a mi juicio, que tenemos en España, a Ramón Gaya: «Un día nos damos cuenta de que todos esos momentos vividos de refilón, de pasada, un poco a la ligera, provisionalmente, son también esos momentos claves, decisivos, que van a imprimir en nosotros conclusiones decisivas; nos damos cuenta de que esos momentos que nos parecieron insignificantes y que tomaremos, cuando mucho, por una especie de media vida, de fragmentos de vida, vienen a ser en realidad, y al final, nuestra mayor y mejor experiencia de vida real, de una vida real más verdadera, como más suspendida en su verdad, ya que al estar nosotros… descuidados, distraídos, la vida no tropieza con nuestros prejuicios, con nuestros a prioris». Y doy esta larga cita del maestro porque tengo para mí que las verdaderas biografías al contrario de lo que opina la mayoría las constituyen los pequeños acontecimientos en la vida de uno. Son biografías, en fin, ajenas al coágulo del yo. De esas pequeñas cosas que nos acontecen está forjado Los que cruzan el mar.
Eso de que el carácter de intimidad que se impone en todo diario debería ser lo que disuadiera al que los escribe de darlos a la luz pública es una bravata. El que los escribe, aun desde su intimidad, no tiene por qué renunciar a poder ser leído, ni a descartar dejar testimonio de su vida, de sus fracasos y victorias vitales. Ese es también un modo de decirles a los otros que no están tan solos. Y no debe además renunciar a ser leído si cumple en su diario con tres requisitos, a mi juicio, ineludibles: sinceridad, exactitud y selección. Pacto con el que ha cumplido ampliamente José Carlos Cataño en las páginas de Los que cruzan el mar, si así lo desean, pasen y compruébenlo.