Por José Luna Borge, Revista Clarín, Oviedo.
Acostumbra Rosillo a dejar en sus libros, como sid el jardín de su casa se tratara, un celemín de tierra labrantía para que al caer la tarde acudan los pájaros a solazarse y a darse baños de tierra fina para su aseo. Son pajarillos que acuden a diario cumpliendo su particular rutina, como aquellos que llegaban al jardín solitario de la misteriosa dama de Amherst. El poeta los contempla desde su ventana y de tanto en tanto, él también, les echa unas migas de pan o un puñado de alpiste.
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