Cuánta oscuridad… Cuánta oscuridad en los días, esos días que se suceden uno tras otro, apretados, densos, como un bosque que no deja pasar la luz, lleno de caminos sombríos, de hojas caídas, de promesas de peligros. Bosques de días, bosques, en los que nada bueno espera a los niños. La pérdida, la muerte. Se atraviesan porque no queda otra solución, porque los días, como los caminos, llevan de un lugar a otro, aún en su inmovilidad de siglos. Se vive porque hay que vivir, y eso es también algo que viene de siglos. En Dios no quiere a los niños, nada se desmorona porque nada ha logrado levantarse del suelo. Nada cae porque nada ha sido levantado. Es un mundo en ruinas, porque quien nunca se ha sentido protegido nada echa de menos. Y eso interesa a los explotadores, que son pocos pero muchos, a diferencia de los explotados, que son muchos pero ninguno, nadie. La novela empieza en las tinieblas y esas tinieblas no son algo pasajero, sino el escenario argentino en el que se desarrolla no la tragedia, sino el día a día. Porque en el libro, estar vivo o estar muerto es una cuestión de suerte, de casualidad. Y no es que Dios no quiera a los niños, es que nadie les quiere, seres invisibles que aparecen, están y se desvanecen. La crueldad de su muerte no es más que un eco de la crueldad de sus existencias. Y esa muerte interesa tanto como sus vidas: nada.
En Dios no quiere a los niños (no desvelo nada), un niño asesina a otros niños. Es tan evidente la culpabilidad de Ognissanti que su persistencia en el crimen, su impunidad, no es más que la certeza de que esas muertes importan poco a nada a la policía, pero también poco o nada a la sociedad. En aquellos terrenos baldíos, en aquellos conventillos, ratoneras de pobres, de más que pobres, cualquier cosa que suceda no representa nada. Es ese bosque cerrado que nunca atravesará la luz, esas ruinas en las que nada puede levantarse. Por tanto, algo olvidable. Nada que ocurra allí será lo suficientemente terrible para romper esa continuidad de violencias, de ceros a la izquierda. Que Ognissanti Goletti, un niño atrasado, deforme, devorado por los demás y por él mismo, alimentado y alimentando una crueldad infinita, una rabia sin medida, mate a uno, tres, diez, cien niños, de las maneras más horribles, es simplemente un ejercicio de estilo en un rincón del mundo (como representación de este) en el que mueren tantos por tantas otras razones. Si la vida de un adulto vale lo que es capaz de producir, la de un niño no vale absolutamente nada. No es ni la promesa de un futuro, tan costoso de alcanzar.
Juan Jiménez García. Revista Detour
Dios no quiere a los niños, de Laura Pariani
Pre-Textos, 2008. Traducción Patricia Orts