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Para empezar me gustaría dirigirme a ustedes como un hombre de fe, y creo serlo tanto por naturaleza como por educación. Es decir, quien se les dirige es un hombre razonablemente feliz que cree en los antiguos valores de la amistad, la lealtad, la solidaridad. También en el principio ecuménico del arte, en la palabra creadora, en la poesía en suma. De ahí que mi aventura durante veinticinco años como editor de poesía haya transcurrido como un suspiro y haya supuesto en cierto modo también una búsqueda de la verdad, de aquella a la que nos liga la poesía y nos impele a vivir conmovidos por el espectáculo de la vida.
A nadie se le debe ocultar que editar poesía no es una tarea fácil. Su dificultad, sin embargo, queda compensada por la satisfacción que reporta el descubrimiento de un libro por venir, de un poeta, como culminación de una búsqueda que se inicia justo cuando uno ha sentido la llamada de la poesía como representación del mundo. Los hombres aspiramos y conquistamos la palabra en busca de la felicidad. En la base y al fondo de toda belleza eventual o duradera, las palabras imponen su jurisdicción sobre los sentimientos. Es decir, buscamos porque hemos encontrado previamente.
Me compete hablarles, pues, esta mañana, de un arte de mediación, de ese, a mi juicio, ennoblecedor arte menor, pero de honda responsabilidad, que supone poner en contacto dos mundos en apariencia separados y condenados a su vez a entrar en interlocución íntima: el mundo de los poetas y el mundo de los lectores, aquellos a los que no sólo está destinada la obra, sino que serán, en la medida en que se sientan implicados y seducidos por ella, los llamados a acabarla, a ponerle punto final.
La tarea más ingrata del editor de poesía es la de tener que erigirse en juez. Juzgar algo que, en una extraña relación de confianza, nos ha sido confiado y es producto de la estricta intimidad de quien la depositó en nuestras manos resulta tan embarazoso como de una gran responsabilidad. Nos debe impeler, primero, a saber escuchar a nuestra sensibilidad y, después, a la de los otros, sin además haber caído en la tentación de pedir previamente nada a cambio. Puesto que los criterios de lectura son siempre subjetivos; si desatendemos a nuestra sensibilidad desatenderemos la medida natural de cada uno de nosotros y de nuestros próximos.
Se habla con frecuencia de la soledad en la que se debate todo editor literario,y, aunque nuestra soledad es bien a las claras una soledad «acompañada», la soledad del editor de poesía es absoluta. Justo sería recordar, a la sazón, que mientras exista un solitario en un extremo del mundo habrá otro en el otro extremo que necesitará contarle algo. O lo que es lo mismo, no hay diálogo más transparente que el que se establece entre dos solitarios.
La soledad del editor es también total en otro orden de cosas. Los autores nos contemplan, por regla general, como una figura de poder. Figura de poder, además, a la que se ven obligados a confiar algo, es decir, su obra, que es producto de su estricta, como decía hace un momento, intimidad; y cuyas expectativas, nobles expectativas, podemos desbaratar de un solo plumazo. En los poetas, en los creadores en general, siempre habita como una suerte de niño sobrevivido que los hace muy vulnerables y que en nada facilita esa relación distendida que debería presidir toda relación entre iguales, léase, entre solitarios. Para neutralizar dicho desencuentro, el editor debería saber ofrecer a los autores la mejor de las compañías. Sobre todo cuando tiene que someter a la intemperie de los otros aquello que ha creado en soledad.
Uno se suele percatar pronto de que la grandeza de la poesía estriba en el hecho de que ella es también una dimensión de la vida, de que se ejerce con extraña magnanimidad y de que a su través se puede sospechar que allá, más allá, donde hay otro que quizás nos está esperando, puede encontrarse eso que sabremos o no sabremos lo que es, pero que ahí debe estar. Cuando nada sabemos de la vida, la poesía nos pone en el camino de ese incoercible conocimiento. Nos enseña lo que es el amor, el dolor, la ausencia… Nunca como entonces es tan perentoria la necesidad en los libros de una comprobación del anhelo, de una justificación del deseo, de una explicación del misterio que llevamos en nosotros mismos. La buena poesía nos revela sólo un misterio, el de que no existe el misterio. En rigor la poesía nos propone una solución de ese enigma, nunca lo resuelve. En todo caso, lo expone, lo intenta mostrar en aquellos aspectos en que se le ha revelado al poeta. Los editores, desde luego, tampoco lo desentrañamos, nos lo someten y lo sometemos simplemente al juicio de los demás, puesto que hay una diferencia sustancial entre el ser que se busca y el ser que ya somos.

Para editar poesía hay que saber ser un poco intemporal. Hay que evitar la tentación de asignar a una circunstancia temporal un valor de eternidad que no posee. Habríamos de saber sustraernos a la tentación de querer ser contemporáneos, actuales y modernos a cualquier precio, ya que para serlo se es capaz de denigrar lo mejor de la tradición, sustituir los antiguos dioses por nuevos ídolos. Habría de evitarse creer que nuestra misión es crear un orden nuevo, dar con una renovada ocurrencia, olvidando que de toda esa alharaca estrepitosa de los que predican la novedad no queda, a través del tiempo, sino un tímido saldo de agregación a la ya larga nómina del arte universal. Nuestra vanidad, nuestra insolvencia no son necesarias para salvar el sagrado cuerpo de la poesía, de la literatura.
Para editar poesía, pues, hay que traer consigo tres cosas: una buena educación, un ferviente amor por ese arte de mediación que es la edición y saber esperar. En todas las actividades importantes de la vida deberíamos aprender a saber esperar. Aprender a esperar implica aprender a desprenderse de uno mismo, a evitar el coágulo del yo, a no precipitarse. Pero, ¿por qué anticipar con el pensamiento lo que sólo la experiencia puede enseñar? Nada, ninguna empresa humana logra coronarse con éxito si antes no hemos aprendido a esperar. La espera, no está de más señalarlo, es la antesala de la esperanza. Poeta y editor de poesía deben respirar juntos el mismo aire de espera. Ser dos -nunca se está en rigor solo- en esa empresa debe reportar ya en sí un alivio.
Por contraste con la sociedad seguidista, gregaria y cada vez más conformista en la que vivimos y en la que preferimos que se nos dé todo hecho antes que esforzarnos por la conquista de la libertad que afiance nuestra capacidad de elección individual, sólo unos pocos podemos permitirnos el lujo de seguir creyendo y siendo exigentes con aquello que más estimamos. Sólo unos pocos, a lo que se ve, podemos luchar contra la tiranía tanto del mal gusto, como de la falta de gusto por las cosas que más apreciamos, tal como en nuestro caso es la poesía. Sólo unos pocos estamos en condiciones de expresar la alegría que supone aplicar un criterio personal, capaz de seleccionar, discernir y favorecer valores por los que la existencia valga la pena vivirse aun a costa de poner nuestros yos en crisis. El miedo -eso que nos expone más al peligro- a la posibilidad de equivocarnos suele ser una de las expresiones del miedo a la libertad.
Para acometer nuestro trabajo, para editar poesía con el rigor y, por qué no decirlo, con el amor que requiere, no me cansaré de afirmarlo, hay que aprender a saber esperar. Pues tengo para mí que nada urgente es, en el fondo, importante. Cada proyecto debe contestar al ritmo que su complejidad o sencillez nos imponga.
Nos lamentamos de que no se lee casi poesía o nos preguntamos si se lee poco. En general se lee poca literatura en nuestro país. Y eso desgraciadamente puede entenderse en dos direcciones. Primero, porque gran parte de la sociedad española actual no tuvo nunca o ha perdido el sano hábito de la lectura y, segundo, porque cuando leemos, no leemos literatura a secas, sino novelas, poesía, ensayo, es decir, géneros. La recepción de las obras literarias -sea en prosa o verso- suele realizarse a través de unos cauces preestablecidos que orientan su interpretación y recepción. Una compensación rigurosa, pues, entre los géneros garantizaría en literatura la armonía de su desarrollo y, por consiguiente, el progreso y la libertad en la lectura, el fundamento de nuestra cultura en su dimensión poética o prosaica.
Para nosotros el libro es un pre-texto para el goce; nada más ajeno a nuestra voluntad que la beatería. Un libro es también un cuerpo y, como tal, debe tener la capacidad de seducir, debe conquistarnos tanto por su contendido como por su continente, borrando así el carácter efímero que le quiere imprimir la industria. Un libro debe ser cálido al tacto, desprender su aroma, tender una suerte de vínculo carnal con quien lo toca, que, sumado a la pasión que pueda suscitar su contenido, lo convierta en algo perdurable, algo que deseemos conservar para poder continuar a través de él la conversación ideal emprendida, incluso desde su soporte físico. A este respecto merecerían sacarse a colación las siguientes palabras de Juan Ramón Jiménez de su libro Ideolojía:

«Como todas las cosas del mundo, los libros emanan su sustancia y no hay que leerlos para valorarlos, a veces, cuando se tiene los sentidos aptos para la emanación estética. La disposición de la caja, la cubierta, el título, el tamaño de las palabras, etc., todo unido representa, súbitamente, su valor.»

Leer, no debería hacer falta recordarlo, es una de las formas posibles de amar; editar, una de las formas de la pedagogía, una suerte de arte de la seducción, y seducir implica favorecer en los otros cierto estado de perplejidad que facilite el aprendizaje de aquello que uno ha estado capacitado para elegir libremente. Los estados de perplejidad siempre abren una puerta, favorecen una salida hacia los sentidos y a través de éstos hacia el conocimiento. Consiguen, en suma, enseñarnos a mirar, a aceptar el principio rectificador de la realidad, a tener paciencia y, esto es lo esencial a aprender.
Editar poesía ahora o hace veinticinco años -y digo veinticinco porque es aproximadamente el tiempo que lleva Pre-Textos en ese empeño- supuso y supone la misma aventura. Las cosas a ese respecto parecen haber variado poco. Salvo quizás las posibilidades de editar un primer libro de poemas. Hoy es más fácil publicar poesía en España que hace una década. Algunos consideran esta evidencia antes un vicio que una virtud. Como yo, por fortuna, soy un optimista empedernido, opino que es mejor que se aplique siempre un criterio de excelencia bien fundamentado y se sepa distinguir el grano de la paja. Dicha apertura en lo que a la edición de primeros libros respecta está en relación directa con el buen estado de la poesía que hoy se está escribiendo en España. Y no sólo por parte de nuestros poetas ya consagrados, sino también por la de las generaciones más jóvenes. Quizás nuestro país, hasta donde sé, sea hoy uno de los paises más dinámicos en edición de poesía de la Europa Comunitaria.
Y aunque la poesía no sea un género de venta masiva como es la novela en nuestros días, se lee cada vez más. Goza entre nosotros de un prestigio que no había tenido en décadas y eso se debe evidentemente a la buena salud de la que disfruta. A ello ha contribuido de modo sustancial, al margen de su calidad actual, el cambio de actitud de muchos poetas que han perdido alguno de los prejuicios de una pretendida modernidad, en el fondo mal asimilada, que no les permitía, por ejemplo, hacer lecturas públicas; o la actitud cada día más sensible a ese género por parte de las instituciones, como es bien palpable hoy.
El lector de poesía acostumbra a ser más exigente que el de novela. Es un lector que sabe muy bien lo que desea leer, a él no se le puede dar fácilmente gato por liebre. Dicha evidencia supone para el editor de poesía un reto tan estimulador como emocionante. El lector de poesía suele ser por regla general una suerte de poeta, requiere de una sensibilidad que lo hermana al poeta. De ahí que nuestra responsabilidad en la elección de lo que se vaya a editar sea mucho mayor.
Al leer hay que saber oír correctamente, ésa debe ser una de las responsabilidades mayores del editor. Hay un crítico honesto y frecuente que suele pasar desapercibido, y ese crítico lo constituyen los lectores honestos, todos aquellos que saben lo que quieren de un libro de versos y saben leerlo a la vez sin prejuicios -quizás sólo con los estrictos dependientes de sus preferencias estéticas-. El crítico y el lector seguidistas, sin embargo, embobados por las modas y la publicidad dan opiniones con mucha ligereza y frecuencia. Suelen ser aquellos que no tienen opinión, pero dan la que se les ha dado. O sea, no dan nada. Y no estaría de más recordar que la literatura, la poesía en concreto, requiere generosidad. No amar una obra que se va a editar es no haberla reconocido, no haber reconocido en ella lo ya conocido. Los grandes poetas siempre escriben sobre nosotros, puesto que todo creador crea hacia el futuro. El editor debe estar dotado de una suerte de facultad innata -inducida por la lectura, el oído y el estudio- de elección, o lo que es lo mismo, de la facultad de escuchar sólo lo importante.
Para publicar un libro hay que tratar de favorecer, por nuestra parte, entre poetas y lectores un vínculo de amistad. El hecho de que nuestra editorial naciera de la feliz convergencia de las inquietudes de tres amigos ha contribuido de manera principal a concebir Pre-Textos como una suerte de casa simbólica para la amistad. El lugar idóneo en el que pudiesen concurrir una serie de autores, a veces incluso alejados tanto por cuestiones ideológicas como estéticas, y desde el que pudiesen iniciar alguna de las formas posibles que nos ofrece el diálogo intelectual distendido. Un diálogo, en definitiva, destinado también a los lectores. Baste pensar que la poesía es el género, junto a la literatura del yo, más íntimo de la escritura. Desde el momento en que alguien nos confía su original está en cierto modo depositando en nuestras manos una confianza que hay que saber preservar de la ligereza de una opinión precipitada. Y cuando se da esa circunstancia de la entrega se nos está emplazando a ser leales, y si la lealtad es una de las piedras miliares sobre las que se edifica toda amistad, ésta nos conducirá inevitablemente a la sinceridad. Es decir, el lector, que siempre debe ser el editor literario, está obligado, para bien o para mal, a aplicar un criterio de excelencia que sepa proteger al poeta y lector del caos que supone publicar sin ton ni son o, en el peor de los casos, por motivos bastardos, ajenos desde todo punto de vista a lo literario.
Dicha lealtad, nos enfrenta también a peligros. Nos suele granjear algún mal trago, cuando no enemistades, pues de todos es sabido que decir la verdad no siempre se recibe con agradecimiento por parte del que se considera «víctima» de ella, algo perfectamente comprensible, por otro lado, desde la perspectiva humana, pero que no debería, aunque nos pese, contar desde la literaria.

Puedo asegurar que hoy, al editar un libro, me mueve el mismo entusiasmo que cuando empecé. Lo que ha variado, y para bien, ha sido la perspectiva respecto a los autores editados antaño, y esa perspectiva la ha marcado, qué duda cabe, el haber podido ser testigo, al publicar a autores jóvenes y no simplemente ya sancionados, del crecimiento cualitativo de muchos por los que apostó la editorial Pre-Textos y que hoy ocupan un lugar propio en el panorama poético o literario español. Poetas, permítaseme añadirlo, que en muchos casos fueron desdeñados por mis colegas, y que paradójicamente hoy compiten por arrastrarlos a sus catálogos. Me gustaría añadir que no hay nada más gratificante para un editor literario que la revelación de un escritor, de un buen poeta incipiente. Mi vida profesional se ha visto gratamente jalonada por esos descubrimientos, y nada puede compensar tanto como comprobar que uno no estaba tan equivocado cuando su opinión empieza a ser compartida por otros muchos lectores..Ayudamos a revocar eso de que nadie echa de menos a un desconocido.
Para escribir, leer o editar poesía se requiere, perdonen mi insistencia, establecer un vínculo de amistad con la vida y, por supuesto, con la literatura. Los hombres de cultura deberíamos tener la obligación moral de saber tender vínculos positivos entre personas. Editar puede ser un vehículo idóneo para ello.
La amistad perdura, nos hace perdurar, nos ayuda en cierto modo a ser eternos. El amigo es el extraño con quien elegimos aliarnos para protegernos de nosotros mismos. El miedo crónico que tiene el español a su propia sensibilidad, a las manifestaciones de ésta, es quizás lo que le bloquea, y desestabiliza su capacidad para la amistad, para saber tender puentes. No es falta de sensibilidad de nuestra parte, no, es simplemente el miedo que nos produce la conciencia de nuestra incapacidad específica para el cultivo de la amistad. Sí, todos tenemos amigos en mi país, pero no por seducción ni por ejercicio voluntario, sino por dominación, por rendición. Por qué existe en España esa imposibilidad, por ejemplo, para escribir de alguien una biografía, tal como diría Eugeni d’Ors, «a la vez íntima e intelectual, una noticia que comprendiese juntos, los detalles familiares, las fechas domésticas, los recuerdos de infancia, y la interpretación de la obra y del desenvolvimiento del espíritu, una biografía, en fin, como tarde o temprano vienen a tener, en todas las literaturas modernas todos los muertos significativos». La respuesta, malhadadamente, es nadie, porque ellas no se produjeron cálidamente, otra vez en palabras de d’Ors, en la intimidad de nadie, en la intimidad plena, real, desordenada, en la amistad, en fin. El problema de esa endémica desconfianza patria favorece esa incapacidad extraña para el ejercicio desprejuiciado de la amistad. O, dicho de otra manera, nuestra ineptitud para el diálogo es la que alienta nuestra falta radical de disposición, nuestro pudor para la verdadera amistad, que no es sino en el fondo incapacidad tanto para el diálogo interior como para el exterior. La relación amistosa además resulta de provecho para la seguridad de los individuos que la llevan a término, puesto que establece un ámbito de mutua colaboración y ayuda en la consecución de intereses comunes, pero en un plano de mayor intimidad que la tolerada por la cortesía mundana o la que se deriva de una empresa beneficiosa. La consecución de intereses comunes, por supuesto, incluye y sobreentiende cuanto a los hombres interesa: compañía, refugio, ayuda o estima, valores todos ellos que atañen a la conservación del yo.
Necesito editar aquello que no logro olvidar. No hay impresión verdadera sin expresión: nadie escribe, a pesar del mito que ha alimentado a lo largo del siglo pasado lo contrario, para que no lo lean. Escribir es entrar en uno mismo para también salir. Salir para entrar, los poetas, y entrar para salir, nosotros, los lectores gustosos de poesía. Escribir, aunque sea una actividad íntima, desborda el pequeño círculo de la individualidad. Nada puede ser bello si está referido sólo a sí mismo. La literatura, no debería hacer falta recordarlo, es parte de la vida y como vida la hacemos entre todos.
La poesía constituye como una suerte de muro contra la muerte o, lo que es lo mismo, contra la angustia que ésta nos produce. La buena poesía traspasa esa línea imaginaria de sombra, se convierte en refugio, deviene compañía, y sienta los cimientos de una sólida amistad entre el que escribe y el que lee o viceversa. Como una casa simbólica para propiciar ese vínculo de amistad concebimos, en su día, nuestra editorial. Espacio en el que pudiesen alojarse -en contra de la opinión dominante que sólo parece querer atender a la palabra de la tribu o al dictado de las modas- autores, insisto, de muy distinto pelaje y opción estética en una, para decirlo de un modo metafórico, cohabitación relajada, que quedase obviamente garantizada por la aplicación de un criterio de excelencia apoyado en el proyecto cultural al que se debe toda empresa editorial.

Opino que Pre-Textos –y no tengo más remedio que jactarme de ello– ha contribuido, y mucho, a que determinadas posiciones que habían permanecido enfrentadas, por lo menos durante una década, se distendieran y empezasen a contemplarse con mayor serenidad. Nuestra editorial ha sido como una esponja. Creo que hemos sabido absorber lo mejor de nuestra época sin caer en la condición de mero cajón de sastre ni en la de simples voceros de la tendencia estética que nos era más cara.
Para ir terminando, me gustaría añadir que como editor literario e independiente no me agradaría perder mi identidad primera, la del lector gustoso que sabe, lo reitero por última vez, esperar, pues, por regla general perecemos cuando nos hacemos un nombre o tenemos un lugar en el mercado. Sufrimos una pérdida proporcional de calidad, en concreto, de esa calidad que cabría calificar de calidad de hombre común, de vecino en el sentido de proximidad. En la medida en que las empresas se tornan, digamos, importantes para el público y no para los lectores, en esa medida perdemos también nuestro valor de próximos. Ese valor tan necesario para seguir sabiendo y pudiendo, sin condicionamientos externos, distinguir la buena de la mala literatura, lo esencial de lo superfluo, lo prescindible de lo imprescindible: en el editor debe haber algo de jardinero, debe saber podar y regar en el momento adecuado para que su jardín, el catálogo, se conserve renovado y vivo.
Nosotros sólo nos dirigimos a la vida, a los lectores, porque somos conscientes de que tenemos que ver con algo. Seguimos y seguiremos estando atentos a lo que está ahí , no sólo para tomar de ello lo que nos convenga, sino también para dar lo que nos acontezca a los otros. Estar en el mundo es, en realidad, estar para lo otro, tener conciencia de ello, ser un aspirante perpetuo a la verdad de los próximos. Un editor es siempre un buscador. Observa con detalle las cosas y los seres que le rodean; se suele acercar a un objeto elegido y examinarlo con fruición y cuando parece que ya ha elegido prosigue su camino, oteando la posibilidad de seguir aprehendiendo la realidad.
Tengo para mí que hemos sido consecuentes con una época poliédrica, en la que la pluralidad ha sido norma, habiendo hecho pasar nuestro compromiso por el tamiz de esa lealtad a la que hice mención antes, basada en la lectura gustosa, tal como reclama el lector verdadero, y derivada de ella en la aplicación rigurosa de un criterio de selección que pudiese garantizar al lector, aun a riesgo de equivocarnos, que él es, antes que nadie, el que ilumina, estimula y renueva nuestra fe en la palabra creadora y, en consecuencia, nuestro afán en su difusión. Y también el que nos provee del ímpetu necesario para renovar nuestro entusiasmo inicial por aquello en lo que, al margen de la vanidad, seguimos creyendo: la auténtica literatura, el arte de la creación, la vida.