El reto del editor cultural consiste en llegar a tener la sensibilidad suficiente para saber elegir, más allá del éxito o el fracaso, a éste a aquel autor. De su labor editorial se desprenderá, con el paso del tiempo, lo acertada que haya podido ser su elección. Pero si se entiende la figura del editor en general como la de un estricto mercader de libros, ya no es la cultura lo que interesa, sino la coyuntura del mercado del libro. A la pregunta sobre esa coyuntura puede responder perfectamente cualquier editor pero, insisto, ya no se estará hablando de cultura, sino de hábitos de consumo, de grupos de presión, de medios de comunicación, de autofagia institucional, de mercadotecnia, etc. Aspectos estos, por otra parte, a los que tampoco es ajena la cultura o el discurso cultural actual, bien por encontrarse complacientemente aposentado en toda esa maraña de factores externos, bien porque a pesar de esa mediatización en la que se encuentra inmerso y de la que resulta cada vez más difícil escapar, procure establecer una serie de análisis que revelen, en la medida de lo posible, el sentido real de esos nuevos hábitos y los debelen como nuevas formas de control y censura.
Un editor que opte por publicar un tipo de libro como el que señalamos en la segunda parte del párrafo anterior, es decir, que acepte publicar, digamos, una filosofía no complaciente con el estado actual de las cosas, no se planteará, en primera instancia, si aquello que va a editar será un éxito de ventas inmediato o no. Sencillamente lo publicará porque cree en aquello que está editando, y asumirá el riesgo de vender o no y de equivocarse o no en la propuesta que está dando a conocer. Quien estime que existen fórmulas mágicas o piense que esta actitud es poco menos que trasnochada por «purista», se equivoca de medio a cabo, pues, por contra, estará propugnando un tipo de edición conforme al dictamen de los parámetros que dicta el estricto mercado del libro y, en esa medida, al menos desde un punto de vista cultural, errará más que esa figura de editor por la que apostamos. Es cierto, por otra parte, que en la actualidad existe cierta tendencia a inventar un tipo de discurso cultural de carácter divulgativo que pretende situarse entre los ya mencionados, obligado, en gran medida, por estrategias de mercado. En muy contadas ocasiones conseguirá atender bien a ambos objetivos: el estrictamente cultural y el propiamente divulgativo. La mayoría de las veces sucumbirá a la más absoluta trivialidad, aunque eso sí, con un gran índice de ventas.
En cuanto al discurso cultural más condescendiente con las leyes del mercado, éste se ampara en las razones que el propio mercado pone a su servicio para justificar su propia existencia, importándole un comino el grado de sinrazón que ello suele llevar parejo.
En la medida que un editor siga considerando al libro como un mero producto de consumo al dictado de los medios de comunicación o formando parte constitutiva de ellos, no cabe la menor duda que a través de ese producto tratará de favorecer un estado de opinión que coadyuve a su venta. Lo cual no quiere decir que se anticipe a unas necesidades culturales reales. Vivimos, de un tiempo a esta parte, un fenómeno muy característico y sin precedentes en la historia de las sociedades occidentales: el auge de los medios de comunicación de masas. Éstos, apoyados en el instrumento que les brinda la tecnología y la estadística, son capaces de fabricar una realidad virtual instrumentalizada, que pasa por lo real mismo. Hoy en día la sociología precede a la vida misma de los individuos que constituyen una comunidad, que forman parte de una cultura. Baste consultar a un colectivo, ni siquiera importa ya lo cualificado o amplio que éste sea, y de sus respuestas los medios colegirán una verdad irrefutable. Pero, ¿quién diseña los cusetionarios?, ¿qué baremos han servido para establecer estadísticamente que es eso lo que hay que preguntar? y, ¿a quién servirá, en defintiva, ese cuestionario?
Por fortuna, el estado actual de cosas admite cada vez menos análisis simplistas. La realidad, pese a lo que se nos quiere hacer ver, es cada vez más rica, más compleja; y a su complejidad contribuyen también, qué duda cabe, esas nuevas formas de dominación y de control. Una sólida formación intelectual debería enseñar a desaprender esas normas de conducta impuestas por el análisis simplista y uniformador de los medios de comunicación, de la sociología y de determinadas estructuras sociales hoy, sin remisión, en clara decadencia.
En la medida que un editor no contemple la, pongamos por caso, filosofía o la literatura como una obra en marcha, un work in progress donde siempre existirá un principio de indeterminación, algo que, por fortuna, seguirá escapando a nuestro control; y deje de tener la mirada crítica puesta también en la herencia cultural del pasado, contribuirá a su estancamiento. El libro, una vez sometido a la intemperie de los otros se convierte en un pretexto, pues el avance de la cultura está siempre en función del libro por venir.
El editor como simple mediador entre el autor y el lector ha de colaborar a crear las condiciones idóneas para que el autor con autenticidad pueda seguir desarrollando su labor de creación y el lector gustoso, no el circunstancial, tener la libertad de elección -sin necesidad de ir siempre llevado por los pelos- para acceder al libro de la forma más desprejuiciada posible. El editor no debería imponer nada, sino conseguir un honesto equilibrio entre su propia conveniencia y las necesidades reales del medio en el que se desenvuelve. Para ello tendrá que saber prestar oídos a esas necesidades no virtuales y contribuir, en la medida de sus limitaciones,a generar un espacio de verdadero intercambio sobre el que poder seguir edificando el espíritu crítico necesario para poder continuar combatiendo con efectividad los males que afectan a una época.
Cabría formularse ahora la siguiente pregunta: ¿En qué medida el mercado obliga a alterar la concepción que un editor tiene de su tarea intelectual y cultural? Si el editor tiene clara la dirección que desea dar a sus colecciones no creo que el mercado deba operar una influencia definitiva ni definitoria en el rumbo que éstas vayan adquiriendo. Por fortuna, el mercado aún no es del todo omnipontente, aunque poco le falta, y en la medida que un editor con un línea definida sepa seguir atento -para lo que ha de estar lógicamente bien informado- a los autores que ya existen o vayan surgiendo, afines a esa línea de actuación, los podrá seguir incorporando a su acervo editorial, aunque no siempre en la proporción que a veces desearía. Aquí sí que interviene el mercado o, si se prefiere, la competencia. Pero ni siquiera ésta es definitoria, como decía. La continuidad en una línea concreta viene definida por la imaginación del editor y por su buen hacer. Hay colecciones que, más allá de los avatares del mercado, y por el mismo buen hacer del editor, se van construyendo a sí mismas y acaban siendo emblemáticas. A ello es a lo que debe aspirar todo editor que se precie.
Otra de las argucias del mercado actual consiste en fabricar productos dirigidos a sectores estigmatizados, pues las diferencias y las identidades no han devenido otra cosa más que estigmas, pese a, o tal vez por obstinarse en querer adoptar un estauto diferente. Se vende más a un autor no por la buena o mala filosofía o literatura que haga, sino por lo diferente que sea y por la acogida que pueda tener dentro de un determinado colectivo diferenciado.
El autor con autenticidad, el buen filósofo al escribir no piensa en un futuro lector determinado, diferenciado. Escribe para el hombre común y para el común de los hombres. Sin ello difícilmente podrá alcanzar su escritura un carácter universal.