Si hay algo que caracteriza por su insistencia al medio editorial español es la queja. El miedo suele mantenernos maniatados y, por paradójico que resulte, no estaría de más recordar que él es lo que más expone al peligro. Los editores somos una panda de quejicas que tendemos a diferir a los otros la responsabilidad de muchos de nuestros desafueros. Así no vamos a parte alguna y menos a saber preservar nuestros intereses frente a nuestro principal y verdadero enemigo: la indiferencia. Uno empieza a estar tan cansado de esos lamentos como de que se me distinga como ejemplo de profesional independiente sin más. ¿Qué editor español, salvo algunos asalariados de las grandes empresas, confesaría hoy que no es independiente? El asunto, además, no está en la independencia, sino precisamente en la dependencia. Todos, todos los profesionales del libro deberíamos depender de aquello de lo que menos parecemos depender: la literatura. Contra las tentaciones maniqueas de trazar divisorias entre editoriales industriales y aquellas otras literarias e independientes, hay que empezar a decir que quizás lo que más nos diferencia a unas de otras es la concepción que tenemos cada uno de la literatura. Dicha concepción es en definitiva la que distingue a un editor de otro, a una editorial, por poner un ejemplo, que nació vocacionalmente, de otra que nace ya diseñada como añagaza para la asimilación por una mayor. Hay una gran diferencia entre los catálogos con alma y los sin alma, éstos, animados por mercachifles y aquellos, por personas libres que saben que su libertad nace precisamente de la fortaleza moral que les da creer en lo que están haciendo al poner en circulación algo que es susceptible de servir de «alimento a otros». Ahora para cumplir con el antedicho diagnóstico vamos a quejarnos un poco, sólo un poquito.
Tengo para mí, por otro lado, que una mayoría de las gentes de nuestro país -en contraste con lo que ocurre en otros de nuestro entorno y de América- no sabe lo que es un editor. Y lo más grave es que aquellos que creen saberlo nos atribuyen unas prácticas y veleidades que en nada contestan, al menos según mi conocimiento del medio, a la verdad. Si es cierto que algunos editores han perpetrado y perpetúan tropelías, lo es tanto como que muchos de mis colegas constituyen hasta la fecha una minoría bien intencionada y esforzada en tratar de variar el rumbo cultural de una España siempre poco pronta y dispuesta para con el hecho cultural. Pero para conjurar una visión tan injusta como poco ajustada a la verdad, nuestra «corporación» no alcanza a lo que se ve a pergeñar otra táctica que la del lamento sin fin de todos los males que nos aquejan. Somos unos incomprendidos, sí, pero también hemos demostrado ampliamente no saber defendernos, quizás por falta de fe en nuestros objetivos, y lo que es peor, porque hemos olvidado el horizonte ético que debe presidir nuestro trabajo. Por ejemplo, nos quejamos de que en España nos se lee lo suficiente y nunca nos preguntamos ni nos hemos preguntado por el número real de lectores en nuestro país.
Cuando en nuestra «corporación» nos quejamos del amiguismo rampante, ¿estamos quejándonos de esa práctica bastarda entre nosotros o de que los que ejercen, por poner un botón de muestra, la crítica no son suficiente amigos nuestros por no adular nuestro trabajo? O cuando lamentamos que la crítica es ramplona y superficial, ¿no estaremos en el fondo pidiendo que se nos haga más caso en los medios del que se nos presta? En fin, que no hay quien nos entienda.
Hoy más que nunca impera en nuestro medio una confusión entre cantidad y calidad. Huelga decir que la cultura de Occidente está sumida en una inercia mercantilista de proporciones insospechadas. Tan enormes, que todos hemos perdido todos un poco nuestra propia identidad. Sonroja comprobar cómo libros de peso, propios o ajenos, pasan sistemáticamente desapercibidos para aquellos que dicen conocer algo que en el fondo no comprenden. Abochorna ver cómo se ponderan productos que no pasarían la más elemental prueba de lectura por parte de la crítica en apariencia más avezada. Y que no se contrargumente con la panoplia de que se edita más de lo que se puede leer. En verdad se publica demasiado, pero dicha usura debería servir más que de argumento para justificar lo injustificable, de acicate para quien se dice lector y no sabe distinguir una obra auténtica de un subproducto de la peor estofa.
La satisfacción que supone para un editor literario descubrir un buen libro inédito y ponerlo en circulación se contrapone a la decepción que supone someter ese mismo libro a la incompetencia de parte de la crítica que abunda en este país. Para mí, y sé que lo que voy a afirmar resulta comprometedor, no hay crítico si no hay detrás, en rigor, un creador. Con ello no estoy diciendo que todo crítico deba tener a sus espaldas libros de creación que avalen su criterio de excelencia, estoy diciendo simplemente que es quien debe comprender y entender aquello que juzga, debe estar ungido en definitiva de la sensibilidad necesaria para saber distinguir el polvo de la paja.
Las o los agentes literarios merecen mención aparte. Oímos con frecuencia que constituyen el flagelo de la mayoría de los editores. Antes de meterme en materia en relación a estos profesionales del libro, debo decir que si existen las agencias es debido a los desafueros cometidos por los editores con los autores. Éstos deben escribir y no negociar. Pero aún así, lo mínimo que se le puede solicitar a una o un agente es que sepa, por perogrullesco que resulte decirlo, de aquello de lo que está tratando. Sé por experiencia que, salvo honrosas y contadas excepciones, la regla general no es ésa. Supongamos la siguiente situación no muy alejada de la realidad. Un editor, se sobreentiende que conoce la obra que está solicitando, y lo digo porque a veces los conocimientos de los editores dejan también mucho que desear, un editor, decía, solicita contratar una obra determinada de un autor y se encuentra, por parte de la agencia de marras con la pretensión y exigencia de que para poder incorporar a su catálogo esa obra de. digamos, 25o páginas tiene antes que asumir el compromiso de comprar un paquete de obras de aproximadamente 2.000 páginas. Ofrezco este lujo de detalles porque no sólo estoy yo sufriendo esa arbitrariedad por parte de alguien que se dice profesional, sino también el lector y, lo que es peor, el autor que no acaba de ponerse circulación a causa de tamaño desafuero. Del mismo modo me atrevería a preguntar a muchos agentes por qué las condiciones que nos ponen a los pequeños y medianos editores no son ni mucho menos las que solicitan de los grandes grupos editoriales. La respuesta, a mi parecer, es sencillamente económica y la cultura, como bien sabemos, no se sustrae tampoco a las leyes del mercado. Y para concluir con el capítulo de estos grandes y avezados profesionales, me gustaría formular también la siguiente cuestión: por qué las agencias suelen ignorar a autores de «segunda división» en lo que a ventas respecta por contraste al trato de favor que dan a sus buques insignia. Confío en no haberme cebado en ese colectivo, con el que por cierto, salvo alguna excepción, procuro llevarme bien.
Uno es consciente de lo difícil que resulta someter a otro lo que es producto estricto de su intimidad. Hacer entrega de una obra que además debe ser juzgada es duro, y de ahí que los que solemos ser depositarios de los productos de la intimidad de los otros debamos estar más sensibilizados a ese hecho. El autor suele ser por regla general una persona vulnerable y más frente al editor que representa siempre, nos pongamos como nos pongamos, una figura de poder. Eso es así, del mismo modo que no es menos cierto que el yoísmo con el que se defienden los autores se convierte casi siempre en un obstáculo para borrar ese nudo trenzado de fragilidades. Un editor siempre es responsable, por otra parte, en esa suerte de relación controvertida de todos los males que puedan zaherir al autor. Si un libro no se vende es por nuestra culpa, nadie piensa que sea porque, con independencia de su calidad intrínseca, no ha merecido el favor de ese «público» por cuya captura competimos todos.
Y una vez introducida la figura del lector, esencial para el que esto suscribe, pues que es el destinatario de nuestro trabajo, sería pertinente decir que cuando la sepultamos entre el público la olvidamos y a partir de ahí las cosas empiezan a fallar estrepitosamente, a tener el tufillo característico que se desprende al no saber por donde vamos. Aquí habría de volverse al tema de la confusión rampante entre calidad y cantidad. Existen lectores gustosos, sabedores de lo que nos solicitan y existe público, lectores circunstanciales – tan mimados por las grandes superficies y por los que tienen tanta sensibilidad literaria como un cacho de tocino- que, aun mereciéndome todos los respetos del mundo, se mueve más por modas o por inducción mediática que por un criterio personal. Este último es al que suelen ir orientados, por ejemplo, los premios y a los que suele dirigirse la crítica mercenaria y entre los que malhadadamente nosotros, los editores independientes y literarios, hemos engastado con la mayor irresponsabilidad esa gran minoría a la que deberíamos orientar nuestros esfuerzo profesional.
Cuando decía que un lector es antes que el público el que debería mover y estimular nuestro trabajo, lo manifestaba con toda sinceridad, pues que es él el mejor crítico, quien sabe lo quiere y en consecuencia exige y solicita de nuestra parte lo excelente que va desde la selección de los autores hasta la elección de las características materiales que constituirán físicamente un libro. Un volumen bellamente editado es la mejor demostración de que respetamos tanto a quienes nos han confiado sus obras como a aquellos a los que hacemos depositarios de las mismas, los lectores. Si somos capaces de conciliar, es decir, de acercar ambos mundos, en el fondo no tan alejados, y de hacerlos entrar en «diálogo» quizás sea esa la labor que más habrá ennoblecido nuestra misión mediadora. Un editor siempre es acreedor de los autores y sus lectores, pero también, permítaseme formularlo así, debe ser antes de nada «creedor» de aquello que con lo que trabaja: la literatura, o lo que debería ser lo mismo: la vida sin ningún tipo ambage ni añadidos.
Nadie vive si el miedo le consume.