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Cuando uno es emplazado o se siente motu proprio estimulado a hablar de un amigo que además es un muy estimado poeta no se puede , por más afán que se ponga en ello, deslindar el ámbito de la amistad del de la poesía. Y al contrario de lo que piensa la mayoría, mejor así, pues que ambas son hijas de una misma cosa, nacen de un único sentimiento.
Tengo para mí que Carlos Marzal, incluso cuando no estamos de acuerdo en alguna cuestión vital o estética, es un interlocutor fiable. Con él no me hizo falta -ya en nuestro primer encuentro me apercibí de ello- ir delimitando un territorio propicio para una relación por venir, sino que simplemente había que dejar que transcurriese naturalmente. El amigo, aparte de ser el que nos protege de nosotros mismos, es aquel que se siente impelido, más allá de las discrepancias del momento, a serte leal, y tú, en consecuencia, a serlo a su vez. Ante el amigo de veras uno no puede sustraerse a la única ley que mueve, administra y fortalece dicho afecto: la de la sinceridad. Espero dejar claro con esta digresión inicial que Carlos Marzal es un amigo del alma.
De ese alma que a mi juicio debe iluminar la verdadera poesía y de la que la poesía de Carlos Marzal anda, si no sobrada -el alma nunca está de sobra- sí colmada. La obra verdadera siempre debe ser generosa.
A otro gran amigo, poeta también y colega, Abelardo Linares, le debo haber podido leer por primera vez la poesía de Carlos Marzal al que, aun siendo paisano y casi vecino mío, no había tenido la oportunidad de conocer hasta que leí su primer libro publicado en la editorial Renacimiento de Sevilla, El último de la fiesta. En su lectura, al margen de las filiaciones que se le buscaban, por ejemplo, con la poesía de Manuel Machado o de Felipe Benítez Reyes, distinguí a un poeta de cuerpo entero en el que podía entrever un alma trágica por experiencia vivida. Y en el que destacaba ya con acento propio un escritor que iba sin duda a dar sorpresas en el futuro.
En la antología, publicada por otro muy querido amigo, Vicente Gallego en su efímera colección de poesía de Mestral, y editada por José Luis García Martín, La generación de los ochenta, destacaba yo, con independencia de los poetas ya consagrados en aquel momento por la crítica, esencialmente a dos: a Carlos Marzal y a Álvaro García. Ambos han reforzado aquella intuición con sus respectivas trayectorias poéticas posteriores.
La poesía del valenciano ha tenido un desarrollo en verdad portentoso. En ella se ha sabido las más de las veces combinar de modo sutil y claro poesía y pensamiento. En una equilibrada combinación, además, en la que no ha solapado uno a la otra. En fin, es una poesía que no sólo bebe de la tradición poética española más fecunda del siglo XX, sino que también se ilumina desde los márgenes con unas lecturas e inquietudes filosóficas verdaderas. A menudo, dicho maridaje no se ha acabado de entender desde la perspectiva de tirios y troyanos, más por cuestiones extraliterarias o de banderías, que por distendida confirmación lectora, por justeza literaria. Los poemas se explican por sí solos y si algo necesitan es la complicidad del lector que se atreva o pueda hacerlos suyos.
La poesía de Marzal a partir de Los países nocturnos, antes que aferrarse a los hechos, se ve impelida a transcenderlos, a dejar de lado la biografía. En sus poemas prevalece la emoción sobre el intelecto, y acaban por volverse testigos también de nuestra experiencia. Cuando hablamos de un poeta, de un poeta de cuerpo entero, hablamos siempre de la poesía. Ésa es la única vía para rozar el centro vivo de su misterio. De ese misterio que lo único que nos revela es que en el fondo no hay ningún misterio. El mundo interior de Carlos Marzal es reflejo y resonancia de las cosas. En ni un sólo momento, aunque lleve su reflexión por derroteros puramente intelectuales, se enajena de ellas. Al revés, las incorpora como elementos vivos de un universo de interrelaciones más vasto que el que el propio poeta es capaz de fijar a través de sus palabras.
La poesía de Carlos Marzal parece decirnos que tan sólo la existencia y la capacidad que tenemos de decirla podrá darnos cuenta de nuestra posible transcendencia. En una apuesta que, dada la actual predisposición a la distracción, a la abstracción gratuita, por el sólo hecho de prestarle oídos al mundo y decirlo tal cual el poeta lo ve, nos brinda de él una visión renovada. El peligro no está en el mundo. Es precisamente el ir extraviados por él lo que nos aleja del efecto rectificador y reparador que tiene la santa e inocente realidad. Y será entonces el poeta el responsable de saber encontrar la palabra exacta, justo la palabra «para el dolor del hombre» en un mundo que, como un palimpsesto, habrá que interpretar indefinidamente. Porque, en verdad, a lo mejor cuatro palabras tan sólo serán precisas para nombrar la vida -acaba por decirnos el poeta, siguiendo un juego de niños-. «El resto es lo que queda cuando a la poesía / le hemos quitado lo que es la poesía.» Y querría subrayar que por eso su poesía ha abierto, a mi parecer, nuevas vías de expresión a una generación que parecía estar cayendo en tal solipsismo y tal autocomplacencia que hacía difícil cualquier desarrollo posterior más allá del muy limitado horizonte del yo.

Releer la poesía de Carlos Marzal, volver a ella ha supuesto para mí una oportunidad de renovar mi agradecimiento y celebración de la vida. De ahí que me haya sumado con mucho agrado a la invitación que me han cursado los amigos de la revista Litoral, faro indiscutible para aquellos que seguimos pensando que el arte, la poesía más allá de la actual ofensiva de ciertas supercherías idiotizantes, puede también justificar nuestra existencia.