No en balde Orlando González Esteva inicia su libro «Elogio del garabato» evocando al niño que fue. Creo que en González Esteva sobrevive en el mejor de los sentidos aquel niño. Tengo para mí que tras todo poeta o creador se esconde en general una suerte de niño sobrevivido que a la vez que lo hace muy vulnerable, lo capacita también para crear, para sacar algo del resplandor de la nada a la luz. De ese fogonazo en el que a veces también se debate una poesía bien hecha, pero falta totalmente de musculatura emocional, de imaginación.
Es fácil, casi diría que supone una ligereza, ver en la poesía de un escritor de la naturaleza de Orlando González Esteva sólo al juguetón, a ese niño gamberro que si por fortuna aún sigue siéndolo, lo dejó sin duda de lado a la hora de escribir. No tanto porque sea un estorbo para encarar la realidad, sino porque suele constituir la fácil tentación de caer en las redes del ingenio porque sí, es decir, de seguir viviendo en las musarañas. O lo que es lo mismo, en esas «nubes» que admiraba el Orlando niño acostado con la cabeza volcada al vacío y que le provocaba esa suerte de benemérito vértigo que más tarde le arrastraría inexorablemente a escribir. A dar fe de ellas en una suerte de arrebato, como dibujando un tirabuzón, un garabato . Estar en las nubes y además boca abajo era para nuestro poeta un modo de estar en la vida y esa vieja pasión por lo entrevisto está en la raíz de su pasión por la poesía.
Al querer decir lo entrevisto, lo que está sin verse, lo que se conoce sin entenderse, el poeta tiene que recurrir necesariamente a la expresión exacta si no quiere perderse por los meandros del capricho, de la simple filigrana. Debe tender a crear un mapa en el que se entretejan desde los significados semióticos del concepto de garabato hasta sus redes semánticas en torno al arte, la cultura, la música, la política, la historia, el ecologismo o lo inconsciente. «Elogio del garabato», el libro que se acaba de editar en España, se ha convertido a mi parecer en una obra maestra del ensayo poético, y en un referente literario de la última literatura hispanoamericana.
No sé cuánto, nos dice el poeta, de rumba tiene la vida -aunque dados los sonidos con que nos iniciamos en ella, mucho debe de tener- pero lo cierto es que he conservado, como un curioso y resabio de aquellas travesuras, cierta torpeza para expresarme con exactitud, y que, al menor descuido, las palabras se me encasquillan, se me confunden, como si mi persona tomara un rumbo y ellas otro, y en esa discrepancia, en ese jugar al escondite, alguien, que también soy yo, se solazara.
La persona tira por unos derroteros, el niño por otros para acabar diciéndonos también que la vida, el garabato «es la serpentina carbonizada que alguien arroja del carnaval del trasmundo al carnaval de éste».
La singularidad de la poesía de Orlando González Esteva radica en la feliz síntesis que logra entre esa poética espectacular e intensa y el creacionismo de su pensamiento. Una literatura en la que fluye la contemplación más estética de nuestro autor, la sensualidad de su poesía y la penetración de sus reflexiones, elocuentes y plenas de significado, en torno a la realidad de las formas y de los impulsos de la otredad que habita en los trazos, o garabatos, del mundo.
El niño no es sagrado por lo que es, sino por el hombre que va a ser. O lo que es lo mismo, el niño sabe antes de ver. Dibuja lo que sabe antes que lo que ve. Y González Esteva, para rizar el rizo, se pregunta además: ¿Qué sabe que no sabe? ¿Lo que supo de niño y ahora olvida? Es decir, ¿olvida la propia vida? Dicha observación nos debe sumir antes que en la angustia, en la reflexión de hasta qué punto el hombre al separarse del hombre lúdico del que nace está apartándose de la vida, de la palabra fundadora, del garabato que todo lo abarca, desde la gran loseta anubarrada en el suelo de «nuestro» cuarto hasta el huracán que es capaz de arrasar, de borrar todo: «en el primer garabato que hacemos trazamos, sin saberlo, el rumbo de nuestra vida; en el último, también sin saberlo, el de nuestra muerte.»
No existe un rumbo preestablecido, nuestro núcleo duro está en el presente, nunca en el coágulo del pasado ni en el vacío del futuro. No hay desplazamiento voluntario, si vamos es porque estamos, si fuimos es porque hubimos encontrado previamente aquello que creímos buscar. No hay dirección específica aunque así lo dicten las supersticiones:«Las aguas, los vientos, las nubes, las hojas y cada una de las criaturas que van y vienen por la superficie de la Tierra yerran sobre la ouija de un loco que se consulta a sí mismo, garrapateando frases, tatuándose insensateces, deletreándose a todo lo largo y ancho del universo».
Un loco, abandonado al ritmo, a la música de la redondilla, que se consulta a sí mismo, que se deletrea a fin de poder afirmar, en Fosa común , la última estancia del libro que presentamos, que:
Escribir es hormiguear
sobre el cuerpo firme y terso
que va desnudando el verso
y comienza a respirar.