En España la muerte tiene un efecto sancionador y mistificador indiscutible. Como uno sobrentiende que se encuentra entre gente de cultura, sensata y civilizada, deduce también que ha sido convocado a esta mesa para celebrar la vida.
Confío, en fin, en no venir a rendir una vez más culto a la muerte para, después de haber cumplido con el protocolo que tenemos asignado en ese rito, relegar de nuevo a Manuel Padorno al olvido. A ese ostracismo, todo hay que decirlo, al que estaba poco menos que postergada la poesía de nuestro autor en los tiempos en que confió a la editorial Pre-Textos su «El hombre que llega al exterior». No estaría de más recordar, a la sazón, que la recepción crítica que había recibido la obra poética de Padorno hasta el momento de la publicación de su tercer título en Pre-Textos, «Éxtasis», libro en el que trabajó veinte años y que constituye un emblema de su andadura espiritual, fue más bien tímida por no decir, salvo alguna honrosa excepción, inexistente. Nunca estuvo enmarcado –santificado– en el contexto de la generación que cronológicamente le correspondía. Tampoco salió en la foto de la de los cincuenta. Fue siempre un francotirador, un desplazado. Llevaba su soledad, para decirlo con sus palabras, consigo mismo, como un hombre que trataba solamente de escuchar algo, eso que los críticos, que si están para algo es para crear jerarquías, pocas veces suelen hacer. España es en esta materia un país extraño. En nuestra república de las letras parecen decidir más las fobias y las filias que la aplicación de un criterio de excelencia. Si a eso sumamos la paletería, provincianismo y corporativismo ambiente, no nos extrañará que una obra de la envergadura «atlántica» de Manuel Padorno y su vitalidad intrínseca, instalada más allá de pactos endogámicos y palabras de la tribu, permaneciese arrumbada y desdeñada por la mayoría de mis colegas. Para mayor abundancia de datos, cuando Pre-Textos dio a la luz pública «El hombre que llega al exterior» tuvo que oír el que se les dirige opiniones bastante desfavorables por parte de alguno de los que en este momento la reivindican.
El rigor, la neutralidad que se le debe exigir al crítico no puede florecer en un ámbito corporativista, tribal, en ese ámbito natural de disimulo, de complicidad y de justificaciones para los errores de los que nos son más cercanos estéticamente. Para establecer jerarquías hay que investigar, entender. Consiste y se resume en saber preguntar. Preguntar supone distinguir. Y es claro que si la crítica no distingue, no discrimina, no sólo se instala la confusión sino que contribuye a sentar las condiciones óptimas para que se consolide la «lógica» endogámica que preside el panorama literario español. La crítica indolente y de matute benevolente relaja todo, o mejor dicho, la complicidad crítica con lo mediocre impide que las categorías aparezcan y condiciona el desarrollo libre y desprejuiciado de la literatura.
La poesía siempre ha aguantado frente a esa conspiración y la de Manuel Padorno es un ejemplo de resistencia contra dicha uniformidad. «Yo quisiera escribir del otro lado con mayor claridad. Con más sentido». En sus poemas no hay el menor atisbo de coágulo del yo, tampoco, mal por cierto bastante extendido en nuestros días entre los que se engallan enmarañándose en el lenguaje, afición a tautologías secretas. Su poesía posee el coraje, la santa inocencia de querer señalarnos no otra faceta de la realidad, sino otra realidad más allá de la que aparece ante nuestros ojos y se recrea sólo a través del lenguaje. Es un modelo de integridad, una poética que aspira al equilibrio entre lo que se ve y no se ve. Para nuestro autor, al exterior nunca se sale; si acaso, con suerte, se llega. Para él lo esencial suele ser lo que no se puede ver. Sólo cuando el ojo ve y siente hacia dentro se produce el milagro, es decir, procura que lo que no se ve se corporice, se evidencie, se exteriorice al ser revelado por la palabra poética. En sus poemas se da como una suspensión de lo cotidiano. Se mueven entre la sugerencia metafísica y el apunte misterioso, ése que nos descubre la interrelación secreta que se da entre las cosas, por muy alejadas que estén unas de otras. Trata de demostrar, en fin, que la vida también se enuncia al margen de las leyes del espacio y del tiempo sumando voces de origen desconocido al propio tejido de su enunciación y que escribir es también añadir algo al mundo.La poesía se renueva, enriquece, cambia, evoluciona gracias a poetas de la naturaleza de Manuel Padorno, poetas para quienes la poesía no es una manera tiránica de pronunciar el mundo, sino un modesto y ancilar medio por el que también puede expresarse la vida en su inabarcable complejidad. En suma, que la poesía está dispuesta a sufrir, o gozar, todo tipo de violaciones por parte de sus «amos» si encuentra una salida, su «éxtasis». Nosotros también celebramos, junto a Arturo Macanti, haber podido leer con libertad y sin prejuicios su poesía y haber vivido con Manuel.