Aun a riesgo de perder mi prestigio de persona equilibrada, no voy a tener más remedio que expresarme con ciertos ribetes críticos sobre el asunto del que nos vamos a ocupar en esta mesa redonda. Hace ya tiempo, a instancias de un periódico madrileño, tuve que tratar sobre el mismo tema y se me ocurrió, creo que no falto de razón, titular mi artículo al respecto «Todos mentimos». Tengo para mí, e insisto en ello, ser una persona apasionada, sí, pero también serena, que suele afrontar los lances de la realidad con cierta deportividad, buen talante y el humor que las circunstancias me permiten. Se me suele, por otro lado, identificar en general como un profesional independiente y serio. Espero no defraudar esa imagen, y confío en que mi toma de partido no empañe esa opinión piadosa que se tiene de mí, de mi equilibrio y, digamos, de mi falta de maniqueísmo.
Comparto la opinión de que estamos asistiendo, dentro de la mesocratización global de nuestra sociedad, a una de las etapas más perversas en lo que a la difusión de la cultura respecta. Y para referirme sólo -porque es la que nos atañe- a la escrita, el simple hecho de que hoy se hable más de producto que de libro lo diría todo si únicamente se quedase ahí, pero la cosa va aún más lejos, no sólo se le da al libro el tratamiento de producto sino que todos, y eso es lo más grave, parecemos estar de acuerdo. ¿Qué es lo que ha pasado?, ¿qué es lo que nos está ocurriendo? Sufrimos, por una parte, a una clase, me da igual su signo, política bastante insensible al hecho cultural, pese a sus esfuerzos por querer aparentar lo contrario, cuando no herida de un complejo intelectual que la paraliza e inutiliza para la necesariamente rigurosa tarea humanística. Por otro, contamos con una clase empresarial todavía convaleciente del síndrome del «nuevorriquismo» europeísta imperante, abotagada y embobada en sus metas más inmediatas, es decir, en la «sacrosanta» cuenta de resultados, y tan analfabeta, por mucha operación de edulcoración que diseñen para pasar cual mecenas de nuevo cuño, como nuestra clase política, fiel reflejo, por cierto, de la medianía, de la total incapacidad de imaginación de la sociedad que idolatramos. Parece como si la civilización actual fuera una vasta conspiración contra todo asomo de vida interior en un momento en que la sensibilidad debería ser el elemento que menos debería faltarnos. Dicho esto, afirmo con tristeza que en nuestro medio, en el medio editorial, lo preciso por si alguien se olvida de lo que estoy hablando, proclamamos sin ningún empacho a los cuatro vientos que la ética debe presidir nuestro trabajo cuando cada dos por tres la acuchillamos con prácticas a todas luces inmorales. Bien a las claras se han desplazado en estos últimos años, no sé si por simpathia yankee, los códigos deontológicos que a mi juicio deberían presidir todo trabajo intelectual, para dar prioridad exclusiva a la cuenta de resultados, con la justificación de alcanzar la meta de no sé sabe bien qué horizonte empresarial. Que si bien es cierto es necesaria para la consecución de objetivos de supervivencia en todo comercio, éste no se justifica en sí mismo si no contempla ciertas leyes éticas. Es decir, con más frecuencia de la necesaria, al quite de la fórmula de que hay que vivir, negamos, hemos ido excluyendo poco a poco cualquier horizonte ético de nuestras propias empresas. Hoy, más que nunca, los grandes compiten por comerse a los pequeños, los medianos por imitar a los grandes y los pequeños por tratar de resistir esos embates para, en el futuro, poder imitar a los medianos y, si se nos permite, ser engullidos por alguno de esos grandes grupos que hoy denigramos por sentirlos especialmente hostiles. En fin, hasta tal punto hemos llegado que hoy puede detectarse ya desde el momento de la creación de un nuevo sello editorial su vocación de naturaleza «asimilable» o, lo que es lo mismo, en el diseño de algunas editoriales recientes es fácil determinar, si se observa con detenimiento, para qué postor están siendo «pensados», no sé si de modo voluntario o involuntario, determinados proyectos.
Mención aparte merecería la situación de la crítica y los medios en nuestro país. Hasta donde mi memoria alcanza, nunca jamás se mezcló tan a la ligera cultura con espectáculo. Nunca antes han campado tantos falsos valores por sus fueros con el beneplácito y la complicidad de los críticos, incluso de los que en apariencia se dicen más rigurosos e incorruptibles. El crítico debería estar más abocado a la justeza amorosa en relación con la literatura que a la justicia que sólo favorece, como está bien demostrado, justicieros. La medianía, salvo alguna honrosa excepción, a la que tenemos que someter nuestro trabajo no es tanto la que se equivoca y no entiende, sino la que entiende de una cosa que no comprende. En fin, jamás la literatura había estado tan sometida a tanta insolvencia intelectual. La mayoría de los buenos libros que se publican en nuestro país no reciben siquiera la atención de los «especialistas», y conste que el que les está hablando es un editor especialmente bien tratado por los medios, pero no por ello va a mantener cautivo su espíritu crítico ante tamaño desafuero. Si es verdad que alguno de nosotros, de los editores, no pasaríamos hoy un examen de cultura media, tampoco lo pasarían, por muchas «cátedras» que ostenten y despropósitos que hayan cosechado en su insigne carrera, muchos críticos. Cuando hablamos de exámenes no estamos refiriéndonos a los suyos, a esos que les son tan caros a los antaño policías de la corrección política y hogaño de la estética, tanto monta, sino a los de la más elemental sensibilidad literaria. No hay antecedentes respecto al grado de banalización al que hemos llegado con la ayuda de unos y otros. Y si a todo ello sumamos, no tenemos más remedio que consignarlo, también la Universidad española y su endogámico corralito, el cuadro que completamos no puede ser más desolador.
Aunque, no se inquieten, hasta aquí les he hecho la radiografía de un país imaginario, de otra época y puesto que uno, aún así, no se resigna a sucumbir ni, por si acaso, a permanecer de brazos caídos, afirmo por enésima vez que por contraste con la sociedad seguidista, gregaria y cada día más conformista en la que vivimos y en la que preferimos que se nos dé todo hecho antes que esforzarnos por la conquista de la libertad que afiance nuestra capacidad de elección individual, sólo unos pocos, mohicanos o no, podemos permitirnos el lujo de seguir creyendo y siendo exigentes con aquello que más estimamos. Sólo unos pocos, a lo que se ve, podemos luchar contra la tiranía tanto del mal gusto, como de la falta de gusto por las cosas que más apreciamos, tal como es en nuestro caso la cultura. Sólo unos pocos, mohicanos desde luego, estamos en condiciones de expresar la alegría que supone poder aplicar un criterio personal, capaz de seleccionar, discernir y favorecer valores por los que la existencia valga la pena vivirse aun a costa de poner nuestros yos en crisis. El miedo –eso que nos expone más al peligro– a la posibilidad de equivocarnos suele ser una de las expresiones del miedo a la libertad. En nuestra época nadie parece querer resignarse al principio rectificador que impone la realidad.
Estamos asistiendo, en fin, al fracaso de lo personal. Y nada apunta, pese a los cantos de sirena de un pretendido liberalismo edulcorado, a frenar en nuestros días la tendencia a la producción en masa, a las imitaciones vulgares y baratas, al conformismo, a la inflexibilidad, síntomas todos ellos de una época estéril que pretende verse reflejada en lo contrario y cuya contundencia en su resistencia a desaparecer no es otra que la propia a una suerte de cultura que está dando sus últimos coletazos. Nos encontramos sumergidos en un momento en que cualquier idea original o su expresión libre y sin prejuicio es rápidamemte deformada, oscurecida y arrumbada al anonimato, cumpliendo con esa terrible verdad de que ningún desconocido es echado de menos; inmersos, como estamos, en la confusión rampante entre calidad y cantidad.
En la actualidad el tiempo es considerado demasiado valioso para permitir cosas como el ocio reposado que nos facilita, por ejemplo, entrar en una librería y poder escoger sin presiones ni condicionamientos mediáticos aquel libro que nos ayude a pasar unas horas de intimidad feliz adentrándonos en la vida que es la literatura, porque ésta tiene la capacidad de evocar por experiencia interpuesta los momentos más gratos de nuestras vidas e incluso aquellos que no lo han sido; de enaltecer, en suma, lo vivo a fuerza de suscitarlo. Los libros mediocres, tal como ha señalado alguien, cuentan la vida entera de las personas que los escriben; los importantes, por contraste, cuentan un poco la vida de todas las personas que van a leerlos. La verdadera literatura nos incorpora a la vida, pues que escribir es habitar las cosas hasta el fondo de las mismas, de ahí que al escribir se aprenda a través de ellas lo que nosotros somos, de ahí que editar lo que se ha escrito desde esa perspectiva no nos permita sustraernos al pacto ético que tenemos contraído con escritores y lectores, es decir con nuestros próximos.