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¡Hay que ver cómo pasa el tiempo! Hace ya más de 3 años que nos dimos cita aquí mismo para celebrar y presentar a la primera criatura poética que salió de la mano de José Saborit: Flor de sal.
Pues bien, después de, como digo, más de 3 años, que, se me antoja, han pasado volando, presentamos hoy a su segundo vástago lírico. Esta nueva epifanía poética nos habla precisamente de eso, del paso del tiempo, de lo rápido o lo lento que puede parecernos a veces ver pasar el tiempo, del pasado, del instante, del futuro y hasta de la eternidad y un día, como reza su título a modo de condena, pero también de esperanza, y de la memoria y del olvido, del carpe diem y del mundo de los sentidos que vienen a dar cumplida cuenta de lo vivido, del cuerpo, de la vida en suma, pero también de la muerte, del transcurso de las edades en el individuo y de las estaciones en la naturaleza y del fin de ésta o de parte de ella y hasta del fin del mundo. De hecho el libro arranca con estos desesperanzados versos:

Fue de nadie al principio
Y de nadie será cuando termine
La cíclica andadura
De este terco planeta en que habitamos,
Cuando ya todo sea
Leve polvo de astros, limaduras de nada

Pero ese mismo poema concluye, a pesar de su inicial visión apocalíptica, en que hay que “cumplir con el deber de alzar el vuelo”. Y es precisamente este pórtico el que nos da la clave de lo que va a ser el libro: un libro en el que el yo poético se ve expuesto constantemente a la intemperie del mundo y de la vida, de un mundo y una vida que se van descomponiendo día a día y en los que el individuo, en lugar de amedrentarse se impone y practica toda una serie de ejercicios con cuanto que siente más cercano: el propio cuerpo, el amor, los amigos, la pintura, la naturaleza, los viajes, las ilusiones, etcétera. Consciente de que “nada puede parar / la corriente de horas que nos lleva”, no incurre, sin embargo, el poeta en la nostalgia romántica de aquellos versos de Schiller a los que Schubert puso música:

Bello mundo, ¿dónde estás? Regresa
Dulce edad de oro de la naturaleza
(…)
¡Ay!, de aquella cálida imagen de la vida
Tan sólo quedan las sombras.

No hay en Saborit esa nostalgia por los “antiguos dioses griegos”, pues ya al comienzo del libro el autor nos advierte que “este terco planeta” en que vivimos no perteneció ni pertenecerá nunca a nadie. Y es precisamente esa ausencia de dioses lo que sirve de acicate y de reto para poder seguir viviendo una plena vida a la intemperie, asumiendo, esos sí, la libertad que ello nos brinda. Y esta labor de resistencia frente al desánimo o la desesperanza se articula no a través de la palabra dada, sino mediante la “palabra por venir” del “libro inimaginable, nunca escrito”. No resulta por tanto anecdótica la viñeta que ilustra la cubierta del libro, obra del propio Saborit, y que nos muestra a un niño de espaldas, con un cubo y una pala, como dirigiéndose y mirando hacia la lejanía de un horizonte marino imaginable, pero inimaginado. A diferencia de aquel “Monje mirando al mar”, que da título a otro de sus poemas, recreado a partir de la pintura de Caspar David Friedrich, con su “nostálgica carencia de la unidad perdida”, con su “herida lacerante de la separación”, el niño de la cubierta, será el único capaz, precisamente por ser niño, es decir, por deberse tan sólo a lo que será en el futuro, y armado como está con dos utensilios (el cubo y la pala), de poder meter el mar en un agujero excavado en la arena. Esta actitud metafórica, lírica del niño es la que esgrime José Saborit a lo largo y ancho del libro, con el florete del “arte de la espera”, tan indispensable para poder madurar en la vida y en la escritura.