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Esta “Brújula ciega” de Juan Ramón Barat reúne lo que denominaría un conjunto de poemas de intemperie, que pivotan en torno a un eje, una fotografía, la fotografía que se describe en el primero de los poemas del libro. Esa visión del padre niño –con quien el poeta acaba por identificarse, que aparece en una fotografía antigua, y el diálogo con él, despliega o sirve de pretexto para desarrollar una lírica de sombras y de luces, de claroscuros, de oscuridad que desembocará irremisiblemente en luz, por el simple hecho de estar vivos y por virtud de la música y del amor. El estupor ante la muerte que destila la fotografía del padre, que destila cualquier fotografía como tiempo detenido, da inicio a un viaje iniciático entre tinieblas, sin más arte de navegar que una brújula oxidada. Una brújula ciega que ya no marca el rumbo de la vida y que sume al “ciego navegante”, tras comenzar su singladura, en la más absoluta soledad. Parece como si el poeta observase el mundo desde el interior de una cámara oscura, “con los ojos cerrados”, “anegado en la luz de la memoria” (nos dice en su poema “El Paraíso perdido”), desde la que, abandonado el mundo de la infancia, todo se le antoja soledad y muerte al verse sometido a la hostilidad del exterior. La sensación de extrema soledad y de extremo aislamiento lo exponen a la intemperie del mundo, “un mundo en blanco y negro del que nada perdura”. Hasta la gran biblioteca se le antojará una gran necrópolis a la que el escritor ha pertenecido desde siempre, nos confiesa, tras ver salir volando, empujada por una leve brisa, una flor disecada al abrir un libro. Soledad, muerte, memoria y olvido se aúnan, pues, en las imágenes de este poema central del libro. También en él la realidad y la ficción nos interpelan, pues, como lectores, formamos parte asimismo de esa necrópolis universal, de esa biblioteca que, sin embargo, nos trascenderá. Primer atisbo de luz en la ya mediada navegación por la que nos viene guiando el “navegador ciego”. Pero presumiblemente no serán los libros los que nos devuelvan a la luz, ¿o tal vez sí?, sino la música y, una vez ya por fin a la intemperie, el amor a cuanto nos rodea. Y no cualquier música, sino esa “música callada” que da título a la última parte del libro y que aboca de nuevo al poeta y al lector a la soledad, pero esta vez sonora, abierta al mundo, de reconocimiento del uno en la soledad del otro y a la inversa, compartiendo ahora sí, por la palabra, el mismo estupor ante la muerte.