Supone para mí un placer triple presentar esta tarde a Julia Escobar. Primero por el cariño que le profeso, segundo por la admiración que dispenso a su obra y tercero por el respeto que me inspira su benemérita labor de traductora. Julia viene siendo además casi desde los momentos inaugurales de la editorial Pre-Textos cómplice, amiga y no pocas veces, todo hay que decirlo, paño de lágrimas ante los no pocos problemas que suelen acaecernos en las arduas y a veces muy incomprendidas lizas editoriales.
Aunque Julia Escobar, deudora a ese respecto de su generación, no se prodiga con carácter precoz como escritora, es, qué duda cabe, una autora poliédrica. Pocas teclas no habrá percutido en su acendrada vocación literaria. Al margen de la encomiable labor que hoy le celebramos, su personalidad de creadora se proyecta tanto en el campo de la poesía como en el de la narración. En este último por cierto se ha atrevido a hacer desde una incursión en el realismo postmoderno con su novela Nadie dijo que fuera fácil hasta a poner a parlamentar a los difuntos en su más reciente La asamblea de los muertos , libro -que me ha cabido la satisfacción de editar en Pre-Textos- con el que su autora no pretende más que hacerse eco de sus obsesiones, reirse de sus propios temores (en fin, darle un susto al miedo) y echar un cuarto de espadas en la espinosa polémica de la supervivencia después de la muerte, incurriendo en ese «absurdo ingenioso» que supone el hecho de materializar un más allá representable y coherente.
Cúpome también la satisfacción de ser el editor de sus hasta el momento dos libros de versos: Fluyen permanentes, Premio de poesía Francisco de Quevedo de 1981, y su última entrega Tiempo a través (1994).
Tal vez hayan escuchado también su voz crítica, inconcusa e independiente en las ondas de la cadena Cope donde viene colaborando, si no me equivoco, hace ya casi dos años en el programa tripulado por Federico Jiménez Losantos La linterna.
Cabría recordar en este acto que Julia Escobar ha traducido del francés y portugués obras de Rimbaud, Ponge, Jabés, Perec, Almada Negreiros, Antonio Ramos Rosa, Colette para Pre-Textos y también para la misma editorial, a la que a la sazón represento, Frente a los cerrojos, seguido de Puntos de referencia de Henri Michaux y por cuya traducción mereció el pasado año el Premio internacional de Arlés y ha merecido este el Stendhal que nos ha servido, nunca mejor dicho, como pretexto para reunirnos a su alrededor esta tarde y homenajearla y celebrarlo.
A Michaux, uno de los intelectuales más destacados del siglo pasado francés, no hace falta presentarlo, por más que no sería vano recordar que André Gide no tuvo empacho en colocarlo a la altura de Baudelaire, el tiempo dirá; Maurice Blanchot lo llamó: L’ ange du bizarre, y René Bertelé considera que su universo es el de Kafka vuelto a ver y corregido por Swift y por Voltaire, Dios dirá. Octavio Paz, por otra parte, escribió que su poesía, Tras los cerrojos es buena muestra de ello, refleja ese estado de no saber que es el saber absoluto, el pensamiento que ya no piensa porque se ha unido a sí mismo, la transparencia infinita, el torbellino inmóvil. Michaux, en fin, podría haber dicho con su obra: salí de mi vida para vislumbrar la vida o como dijo con sus mismas palabras, prolongando ese yo soy otro rimbaudiano o pessoano: Estoy habitado; hablo a los que fui y los que fui me hablan. Experimento a veces la molestia de sentirme extranjero. Los que fui constituyen ahora toda una sociedad y acaba de ocurrirme que ya no me entiendo a mí mismo.
Traducir para mí es una suerte de milagro y también una tarea bergaminianamente demoníaca. No digamos la traducción poética. Traducir, no debería hacer falta recordarlo, es una forma particular de lectura y en concreto la traducción de poesía es y debería ser poesía en sí misma, algo que por desgracia no suele ser muy habitual. Julia Escobar, pues, ha logrado cumplir con ese requisito sin incurrir en el error fundamental de congelar el estado en que se encuentra por azar su propia lengua, en lugar de someterla a la impulsión violenta que viene de un lenguaje extranjero, tal como nos recuerda Walter Benjamin en relación a la teoría de Rudolf Pannwitz.
El traductor es un escritor de una sutil originalidad, precisamente allí donde parece no reivindicar ninguna, y presiente siempre al tomarle el pulso o transfundirse en el texto original otra manera de vivir en el mundo. Hay una verdad del poema, un decir que cada uno de nosotros debe tratar de entender honestamente. O como nos indica Bonnefoy no hay que olvidar que la necesidad de la poesía, entre los que la escriben, es también la preocupación de una verdad que se comparte. Es decir, hay que vivir el sentido y nunca se traduce bien si no podemos participar plenamente de lo que buscamos traducir. O para decirlo con palabras de Maurice Blanchot el traductor debe ser dueño de la diferencia de las lenguas, no para abolirlas, sino para utilizarlas, a fin de despertar, en la suya, por los cambios violentos o sutiles que él le ocasiona, una presencia de lo que hay de diferente, originalmente, en el original. No es cuestión de parecido, dice de nuevo con razón Benjamin: si se quiere que la obra traducida se asemeje a la obra por traducir, no hay traducción literaria posible. Se trata, mucho más, de una identidad a partir de una alteridad: la misma obra en dos lenguas ajenas y en razón de su alienidad, y haciendo, de ese modo, visible lo que hace que esta obra sea siempre otra, movimiento del que, precisamente hay que sacar la luz que esclarecerá, por transparencia, la traducción. El traductor, en fin, sólo puede traicionar aquello que no es esencial.
Y por poco que sepa reconocer la esencia de la poesía y quiera en forma activa permanecerle fiel, en palabras de nuevo de Yves Bonnefoy, la traducción de poemas hoy, sin duda, no podría ser más necesaria. Es una de las actividades de nuestro desdichado tiempo que podrían contribuir a salvar el mundo.