Por Ana Pérez-Bryan, Diario Sur.

La experiencia de la adolescencia termina por igualar a todos los seres humanos, obligados a esa especie de travesía en el desierto de la que se reniega una y otra vez pero que al final acaba por regalar una cálida nostalgia cuando se contempla con los ojos de la madurez. Es entonces cuando se ajustan las cuentas con uno mismo, cuando se pone en la balanza aquel sueño primitivo de «convertirse en alguien» con el sabor agridulce de haberse dejado muchas cosas por el camino…

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