Sirvan estas pocas palabras para rendir un escueto homenaje a la gran figura poética, ausente de entre nosotros desde hace poco, que fue y sigue siendo el peruano José Watanabe.
Cuando nos enfrentamos al mundo poético de José Watanabe, estamos de cara a uno de los más sólidos continentes poéticos de la poesía escrita en español. Hecho que comparte, a mi parecer, con el también tristemente desaparecido autor venezolano, Eugenio Montejo.
Uno de los poemarios de Watanabe que confirman tanto una poética singular, enraizada en tres tradiciones: la latinoamericana, la japonesa (era hijo de padre japonés y madre peruana) y la española, como a una de las voces más firmes y personales de la poesía hispanoamericana actual es, qué duda cabe, La piedra alada, sin menoscabo del resto de su obra.
En su poema «Las piedras de mi hermano Valentín», recogido en la primera sección de La piedra alada, Watanabe nos dice que necesitamos un hermano mayor por cuestiones de responsabilidades de la memoria; alguien que busque al otro en el escondite de uno mismo. Alguien que pueda prolongar parte de lo que fuimos y dar sentido, aun en un plano simbólico, a lo que se puede acercar más a ese espejismo que asumimos como inmortalidad. El hombre necesita «inmortalizar» su siempre prematura muerte. Ése es un antiguo deber de amor que glorifica, erige, da fe y no se conforma con adorar a los fantasmas. Al contrario, rastrea, anima al poeta a buscar incluso en un petroglifo el aroma, la persistencia del hombre en la piedra. Una búsqueda nunca ensimismada y, por cierto, nunca enajenada de lo que sucede a su alrededor y que es merecedor de su atención. Es esa responsabilidad de la memoria la que Watanabe descubre en las cosas, por ejemplo cuando al describir un jardín japonés, tras hacer fijar nuestra mirada en una roca oscura que aflora del agua y se funde en el paisaje que ofrecen las muchachas mariscando, concluye en que, cuando éstas huyan de la subida de la marea, ella, la roca, como una suerte de hermana severa, no sólo pasará la noche bajo el agua, sino que al día siguiente volverá a emerger con el triste orgullo de no deberle nada a nadie. Este poema viene así a decirnos, en esa peculiarísima combinación de elementos, que permanecer es retornar. Y que de hecho, la espera, suponiendo que sea un espera esencial, es decir, una espera absolutamente decisiva, se basa en nuestra pertenencia a aquello que esperamos.
Nada mejor, pues, para mantener viva la memoria de un poeta que volver una y otra vez sobre su poesía, en busca de ese hermano mayor, de ese otro que no es más que nosotros mismos.
No sé qué epitafio figura, si es que figura alguno, en la lápida de José Watanabe pero lo que podría estar grabado es esta cita de su poema “Simeón, el estilita”:
“La sabiduría consiste en encontrar el sitio desde el cual hablar”, como un legado para los vivos.