Aun manifestando mi público reconocimiento a quienes han tenido a bien homenajear esta noche a Teresa Gracia, siento tener que empezar mi breve parlamento lamentando que se haga, como suele ser oscura costumbre entre españoles, con carácter póstumo. Nada me puede repugnar tanto como el efecto sancionador que tiene entre nosotros la muerte. A Teresa, creedme, le hubiera venido muy bien este acto en vida, por más que, insisto, reconozca el gesto de esta casa y en especial de César Antonio Molina, nada sospechoso, por otro lado, de no haber defendido la obra de Teresa Gracia cuando apenas constituíamos una suerte de sociedad secreta sus contados lectores. A todos, en fin, gracias aunque de entrada os haya tenido que confesar mi pesar.
Teresa me llegó, cómo no, de la manera más misteriosa, confirmando una vez más que el azar constituye la conciencia de la necesidad. El que os habla, todo hay que decirlo, cree en la interrelación misteriosa de las cosas. Recuerdo que Ramón Gaya me prestó un número de la revista Conoscienza religiosa donde aparecían unos fragmentos de su, si no recuerdo mal, Sentimiento de la pintura traducidos al italiano por Cammarano para que comprobase cómo sonaban sus cosas en la lengua de Leopardi. Tras mi lectura y repasando el sumario de aquel número me picó la curiosidad el nombre de otro español que colaboraba también en dicha entrega con unos poemas: Enrique de Rivas. Me gustaron sus versos y cuando le restituí a Gaya su ejemplar le pregunté por aquel de Rivas, para mí entonces totalmente desconocido. No sólo me dijo que eran buenos amigos, sino que me animó a que le escribiese a Roma donde vivía –y aún vive–, a fin de solicitarle algún libro para Pre-Textos. Así hice y de ahí nació una larga amistad y colaboración editorial que ya dura casi veinte años. En uno de mis viajes a la urbe, tal como suele denominar el propio Enrique a la ciudad eterna en sus epístolas, me habló a su vez, con entusiasmo, de una poeta, ex-compañera suya en la FAO, a la que sin dudarlo debía leer. Con ese ánimo regresé a España cuando, cuál fue mi sorpresa, una carta de Teresa Gracia, la antigua colega de Enrique en la FAO, me estaba esperando sobre la mesa de mi despacho. En la misma me hablaba y ofrecía para Pre-Textos, sin desde luego, tal como supe después, mediara para nada de Rivas, su poema Destierro. En cuanto leí aquel mecanoescrito no dudé en incorporarlo como libro a nuestro acervo editorial, admirado por el acento dramático y rareza clásica de aquel largo poema sobre la experiencia del exilio. En aquel momento se inició una estrecha relación tanto personal como editorial con nuestra autora que atravesó la publicación de libros como Las republicanas, un drama estático de especial intensidad, y de su libro de liras, Meditación de la montaña, y que duró hasta su muerte.
Teresa Gracia vivió desafiándola e hizo que su literatura fuera una vez más un muro contra ella, bebiéndose de paso el hilo de su angustia. Para Teresa, a lo que pude comprobar, la vida nos concedió la literatura no tanto para ahuyentar a la muerte como para olvidarnos de ella. Enseñándonos además que gracias a esa suerte de ignorancia parcial es posible la vida. El tiempo se nos presenta a lo largo de su obra como el todavía no, de ahí que vivir sea vivir contra y a favor de la muerte, olvidarla, consolarla, por paradójico que resulte esto último. En el nada temer y el nada esperar consistió su valor, en eso debería basarse el coraje de los que sobrevivimos a nuestra amiga y en no olvidar su obra consistirá, entre otros, nuestro reto futuro. Así sea y gracias.