Es de justicia comenzar diciendo -pues a veces como lectores en vez de empezar, como debiéramos, en una disposición de pasiva alerta, ofrecemos nuestros sentidos con la sola obsesión de ser más listos y de encontrar algo antes que los otros- es de justicia, repito, comenzar agradeciendo a dos sevillanos, muy admirados y queridos por quien les habla, el haber posibilitado mi conocimiento de las respectivas obras de los dos poetas cuyos últimos libros de versos presentamos esta tarde. Uno de ellos, Abelardo Linares, editor sevillano que ha venido dando a la luz pública mucho de lo mejor que se ha escrito en ese género durante las últimas décadas en su colección “Renacimiento” -nadie hecha de menos a un desconocido-, él hizo posible que tanto Juan Lamillar como José Julio Cabanillas dejaran de ser para mí unos extraños y en consecuencia facilitó el que yo pudiera anhelar contar con uno de sus libros en mi catálago -al fin y a la postre el mejor libro que puede escribir un editor.
Deseo también expresar, y de modo muy especial, mi reconocimiento a la misión, yo diría, con permiso de Juan Guerrero, de verdadero cónsul de la poesía sevillana y andaluza, de Fernando Ortiz, quien con una muy extraña, por lo rara en nuestro medio intelectual, generosidad no ha escatimado nunca esfuerzo alguno para facilitar mi acercamiento personal a todo aquel poeta de su entorno que hubiera despertado mi curiosidad. A veces incluso, y quiero decirlo con enfásis, supeditando su propio interés y posponiendo el mismo a fin de que alguno de sus colegas pudiese encontrar cauce editorial a sus títulos por venir. Quede constancia, pues, de mi público agradecimiento a estos dos amigos que a mi juicio han contribuido muy mucho a que hoy podamos asistir a ese “milagro” que supone ya para muchos el “renacimiento” poético español actual y que pasa, a nadie se le oculta, indefectiblemente por Andalucía aunque algún que otro se moleste; agradecimiento que hago extensivo a todos ustedes por su presencia, a esta librería por su cálida hospitalidad y a Jacobo Cortines, del que Dios mediante pronto seré su editor, por su impagable compañía en esta mesa.
No desearía hablar del libro de José Julio Cabanillas como suele ser costumbre tanto en los profesores que se quieren poetas como en muchos poetas que en el fondo no han dejado de ser profesores. Decir esta tarde que el libro de José Julio se divide en dos partes que no por estar perfectamente delimitadas dejan de estar íntimamente interrelacionadas por un mismo sentir y sensibilidad es desde luego decir la verdad, pero también, a mi parecer, no decir nada que no pueda saber ya el lector avezado de poesía. Yo quiero hablarles de este libro como el lector común que se ha sumergido en su lectura sin haber pedido nada a cambio previamente, sin pruritos ni prejuicios.
Los dos libros que apadrinamos Jacobo y yo esta tarde, si realizan ustedes la prueba de leerlos, les alentarán e instruirán invitándoles a adquirir la libertad de todo lector de poesía que se precie de no incurrir en la impostura rampante en poesía de buscar antes la literatura que la vida y a cumplir el, hoy más que nunca, vigente deber de poder ser felices también leyendo buenos poemas inducidos por la atención a la realidad y obediencia a la experiencia de la misma, por más que éstas puedan estar recordándonos la pérdida del paraíso de la infancia, la fragilidad de nuestra existencia o de la inexorable y dolorosa pérdida del tiempo.
En lugar del mundo nos sitúa de entrada a todo lector en la vuelta al lugar de origen, a ese mítico “Benzelá”, que para todos los lectores de José Julio Cabanillas nos remite ya de modo ineludible a su relato, cuyo título presta de su topónimo y que tuve la satisfacción de poder editar en Pre-Textos hace tan sólo unos meses. Regreso al antiguo lugar donde radicó el paraíso de la infancia; viaje de retorno lleno de evocaciones y nostalgia por el tiempo ido, en que por una suerte de animación inducida por el amor sobrevivido pueden hablarnos incluso los seres queridos, que no ha podido sepultar el olvido con el que solemos tratar de resolver el dolor de la pérdida, para hacernos una leve insinuación sobre algo que no hemos percibido o incluso con el claro ánimo de asistirnos -no sin cierto tono inquietante- en las horas, por ejemplo, del insomnio. Viaje iniciático hacia atrás, podríamos decir, en el que se recupera, al sostener el ensueño en la memoria y al rebasar la colección de los recuerdos concretos, la casa extraviada en la oscuridad del tiempo y de la que surge girón a girón el ser de los que la habitaron. El ser, porque de tal podemos hablar en rigor en estos poemas, se restituye a través de la intimidad, en la dulzura e imprecisión de la vida interior. Es como si algo fluido y ecuménico hubiera logrado reunir nuestros recuerdos y nos permitiera fundirnos en el curso del pasado no sólo evocado con sentimiento, sino sobrevivido gracias a la fidelidad de la memoria constantemente redivida por el amor.
La obra de José Julio Cabanillas nos propone volver al espacio de la infancia, regresar a uno sin el coágulo del yo, a ese lugar en el tiempo que nos ha precedido, no tanto para recabar información de una identidad concreta ni para recobrar ese tiempo perdido cuanto para saber quiénes fuimos, pues de todos debería ser sabido que la vida no se contenta con que miremos, sino que nos obliga a que veamos. Nada puede ser bello ni estar vivido con plenitud si sólo está referido a sí mismo, y el pasado es triste si no existe en el deseo del presente, en ese lugar de la felicidad que es el lugar de lo posible y en consecuencia del acontecimiento porque cada parte del tiempo está dentro del tiempo y a la vez contiene en su interior todo el tiempo. Éste transcurre y no, es continuo y discontinuo: “dice penas antiguas mas con lágrimas nuevas”. Benzelá como principio de partida; nombrar dicho nombre ha supuesto para nuestro poeta decirse yo recuerdo, o lo que es lo mismo: me sucedo en el tiempo en la medida en que soy capaz de verbalizarte. Y en la medida en que podemos nombrar en un nombre lo que se nos fue, estamos también posibilitados para decir que el pasado no es bello si no existe, tal como referimos antes, en el presente, pues lo recordado, nos guste no, tiene como referencia última lo sentido. Recordamos siempre, manifiesta o tácitamente, en el fondo nuestras afecciones: el transcurso del tiempo y con él el de la pérdida de nuestra vida. Y uno no sabe hasta que ha sido capaz de nombrar lo que se ha querido lo mucho que se ha sido capaz de amar: “como quien lee un conjuro para salvar su alma”.
La desatención a la vida es sin duda una de las formas más benévolas de la traición, y lo autobiográfico, lo único que poseemos, nos permite en este caso ver cómo la literatura se disuelve en la vida y no al contrario. Nuestra biografía es como una suerte de frontera imprecisa en donde la vida se hace literatura y la literatura se disuelve en la vida, es como si se tratase de tomar del natural los bocetos de un mundo que ya no se deja pintar con las armas tradicionales de la perspectiva y no tiene tanto que ver, tal como nos lo señala José Luis Pardo, con el narcisismo como con la honradez de quien busca entre esos desechos, desleídos de un experiencia hecha girones (los de su propia vida), ese algo precioso que no está aún congelado en dato particular de lo que imaginamos nuestra verdad, ni en hallazgo para excluisvo deleite de nuestra inteligencia, sino en puro sentimiento -eso es lo esencial- emanado de nuestra experiencia y aceptación de la realidad.
Dicha afiliación a la realidad es la que da credibilidad, por ejemplo, al sueño para a renglón seguido inmiscuirnos en esa casa que al principio no sabemos siquiera nombrar cuando la vemos por primera vez, y en la que hemos podido crecer, vivir en suma, hasta que reconocemos su nombre y nos permite pronunciarlo con amor, llamarlo hogar; se hundan en él nuestras raices junto a las de nuestros antepasados, se albergen nuestros amores, tasta tal punto que cada vez que hablamos de él, de Benzelá, lo hagamos como los amantes y poemas desbordantes de deseo y reconocimiento para el que fuimos y en cierto modo seguimos siendo, haciendo bueno eso de que todo niño es sagrado no por lo que es, sino por el hombre que va a ser.
El poeta, en fin, se reconoce a través de la memoria, que origina el poema, en ese otro que también es y que es incompatible con su identidad y la disuelve, y en el cual se convierte ilimitadamente como superación de la eternidad que lo separa de la realidad del mundo, En lugar del mundo, porque su yo ya ha sido otro, porque ese otro es “otra” cala móvil de la ternidad como yo mismo y puede mostrarlo en el poema al expresarlo a su través. Y para que el poema pueda enunciarlo el poeta ha tenido antes que saber esperar, ya que en la espera va implícito aquello que esperamos.
José Julio Cabanillas se me antoja en sus escritos -y aquí no hago distinción entre su prosa y su poesía- como un niño recién expulsado del edén de su infancia, que sin haber renunciado al que fue, pero siendo ya otro, tiene el coraje de decirnos sin tapujos que son los niños precisamente los que siempre ceden el paso al hombre que serán y si ese hombre, tal como decíamos, sabe hacer prevalecer en su interior el niño que fue cuando mira atrás ve de ese modo, del único que por su neutralidad en la mirada posibilita la poesía.
Este niño es en cierta forma un pequeño filósofo porque sabe indicarnos la via de la libertad que nos puede enseñar a reglar la libertad de cómo liberarnos de las reglas haciendo buena una máxima de Bakunin que leída en mi juventud aún repica en mí y reza, más o menos, lo siguiente: los niños no son hijos de sus padres, sino hijos de su libertad futura.
En todo poeta, a lo que hemos visto, espera un niño, sobrevive el niño que una vez se fue y también todos los niños que suceden a ese niño que supo seguir siendo el poeta. De su supervivencia en él depende el poema, es su supervivencia la que requiere la creación.
Cabanillas escribe para gentes que sabe donde están y que sabe quienes son. En lugar del mundo es un libro que de seguro con el curso del tiempo hará de nosotros un lector diferente del mismo. Lo que hoy nos está diciendo, sin alejarnos de su verdad, podrá seguir diciéndonoslo de manera distinta sin alejarnos tampoco de su esencia de partida, y todo ello se lo deberemos sin duda a su verdad manifiesta, a eso que quizás lo haga perdurar en el porvenir.