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La urgencia está, por lo general, reñida con la autenticidad. Y puesto que se da la feliz coincidencia de que nuestro poeta, José Luis Parra, es lo que se ha dado en llamar “un poeta tardío”, es decir, que ha tardado más de lo que, no se sabe bien quién o quiénes, ni por qué, estiman la edad justa para empezar a escribir o a publicar, ello nos da pie a decir, desde ahora, y con palabras del poeta Antonio Moreno, que “la poesía llega cuando debe llegar, en su debido momento”. Primer ejercicio de paciencia, éste, sin el que difícilmente puede acometerse cualquier acto de creación. Pues es milagro de toda creación, también el de la creación poética, esa especie de tiempo suspendido capaz de expresar el mundo, la vida o quizás tan sólo un simple instante.
Cotidianeidad y vida, exceso y muerte, esplendor y ruina, alegría y desesperación son algunos de los hilos conductores en la obra de José Luis Parra, un poeta de claroscuros. Pero no es sólo eso lo que me interesaría destacar de su obra, sino, también, las relaciones entre espacio y tiempo que él establece para acercarnos a su realidad. Quisiera, pues, contraponer aquí la vivencia del tiempo y de lo real, por parte del creador, a la que despiadadamente impone el mundo contemporáneo, para así poder entender mejor la función del poeta. Función si se desea “práctica”, precisamente por extemporánea, improductiva o intempestiva en el sentido más nietzscheano del término. El tiempo de la poesía, ya lo hemos dicho, es un tiempo suspendido. De su magia depende en gran medida su milagro, el misterio que encierra, la perplejidad que provoca. La poesía está sujeta a hiatos, a fracturas entre el espacio, el tiempo y lo real.
No la palabra justa –eso queda más bien para oficio de letrados– sino justo la palabra y, más exactamente, justo la palabra poética es la que hace patente esa escisión, indaga en la brecha, subvierte nuestra manera cotidiana de entender el espacio-tiempo de lo real. En esto la poesía de Parra consigue notas muy altas y muy propias, sobre todo cuando se enfrenta a una realidad tan despiadada que se convierte en intolerable. Cuando se topa de bruces con una vasta extensión que resulta intransitable, con un terreno vedado, con un espacio prohibido. Ése es el reto que se le plantea al poeta. Y para superar ese reto, o al menos para intentarlo, deberá fundirse con el material mismo de la poesía, ser discreto, anularse en ella, consumirse en la palabra, de manera que el lector pueda llegar a comprender, a comprenderse y, tal vez, a redimirse, pues la redención del poeta, del buen poeta, ya viene dada por su consunción en la palabra misma o por su silencio o, quizá, por la unión de ambos.
A lo largo de sus libros el yo poético de José Luis Parra parece constantemente puesto en entredicho cuando medita sobre el paso del tiempo, sobre la muerte o sobre el acto mismo de la escritura, y es en esos poemas cuando parece ceder el testigo al lector, implicándolo directamente en el poema y confundiéndolo, al hablar en segunda persona, con la voz misma del poeta que, a su vez, se diluye en la palabra. En todos ellos nos habla el poeta de una imposibilidad, de esa grieta que se abre ante la incapacidad de poder expresar lo inefable, de poder dar nombre a las cosas y de poder retenerlas en sus coordenadas espacio-temporales. El desvelamiento insólito del enigma de lo real insoportable sólo puede atisbarse merced al don del instante fugaz, que nos llega como una leve brisa para después consumirse en la ruina, en la rutina o en el silencio. Sin embargo nuestro poeta no enmudece, escribe y sigue escribiendo aun frente a su fracaso a la hora de tratar de aprehender lo inefable que nos ilumina. Es la enconada lucha que todo buen poeta viene librando desde que Hofmannstahl escribiera en 1902 la ficticia “Carta de Lord Chandos a Francis Bacon”, en la que, por primera vez, un escritor constata, mediante una parábola, el doblez de la escritura. En ella Lord Chandos, trasunto del propio Hofmannsthal, “moviliza la palabra, pero impulsado por el deseo irrealizable de expresar lo que le fuerza a abandonarla” –según señala José Muñoz Millanes en un brillante análisis sobre el escrito del poeta alemán–. Un escrito que inaugura la modernidad de la literatura en un siglo caracterizado social y políticamente por la destrucción y la sinrazón que aún invaden con igual atrocidad nuestros días. ¿Sabremos apreciar en este nuestro siglo XXI los dones suficientes que puedan redimirnos de este horror que ya se nos antoja endémico? ¿Podremos encontrar “el poema que nos colme y que nos calme”, ya que nada es seguro, ya que todo es incierto? El poeta tiene la palabra.