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Admito haber sido el editor de su Sueño y cadáveres y admito que, a pesar de ello, sigo siendo su amigo; admito que, cara a cara, frente al escritor y frente al hombre, debería escribir a solicitud de ambos un prólogo para lectores que, aun afectos también por el terrible defecto del cinismo, decidan efectuar una última transacción estética: intentar escapar y finalmente estrellarse contra la moraleja de que todo, a la larga, puede dar igual… y que reviente. Revierta, pues, lo antedicho sobre un mito contemporáneo muy extendido que trata de asumir la escritura como un medio para la sublimación, la conjuración de problemas de muy distinta índole, desde los estragos que ocasionan los barros en la pubertad, por poner sólo un ejemplo, hasta la necesidad de sacudirse la angustia existencial. De tales polvos, tamaños lodos.
Ser solidario o ser insolidario con la realidad resulta, síndrome a síndrome y página a página, difícil. La realidad asuela los ánimos cuando asoma tanto entre jóvenes como entre talluditos. ¿De dónde ese empeño en enfrentarse a ella? Unos y otros podríamos, si no estuviésemos tan distraídos, aprender de su principio rectificador. El conocimiento al que nos induce, antes que separarnos de la vida, debería acercárnosla con todas sus consecuencias. Pero evitemos ponernos estupendos por prescripción facultativa de la nueva generación emergente de escritores. Aunque también el observador neutral, el merodeador que por regla general suele ser el escritor actual todavía «incontaminado», puede ser por el momento más consciente que sus predecesores del hecho de que la literatura no resuelve, en cuanto tal, ninguno de sus problemas, ni de los nuestros.
La reivindicación del delirio como género literario; la eficacia de dejar por un rato la estética del perdedor; el rastreo del tufillo que van exhalando sus gustos y vicios personales; el abandono del empeño por desvelar el significado íntegro y preciso de la letra, y el placer de someterse a los designios de cualquier belleza perversa son los síndromes que hábilmente contagia Javier Alonso a nosotros, los amigos de otras generaciones y quizás deudores de las mismas querencias.
Síndrome, de Javier Alonso, contagiará eficazmente al lector: baste con que se remita a las primeras frases de esta suerte de regurgitación que tiene entre sus manos, no exenta de una buena dosis de sentido del humor, que actúa a favor de las cosas como elemento distanciador de la incertidumbre y gravedad que despierta en quien regurgita tan incierto presente como incierto porvenir. Tanto que al propio autor de estas páginas en un momento dado le asaltan las dudas de seguir con su empeño en desvelar el significado íntegro y preciso de su gesto de escribir.
El que escribe en Síndrome es siempre como si fuera otro, como si contestase al furor de una posesión impostergable porque «el dolor es la verdad» y, en cierto sentido, nos dejamos arrebatar por las palabras: uno no sabe quién es sin dejar de ser. Uno es al reconocerse en el dolor: «sólo sé que llevo el mismo nombre de aquel niño que un día aprendió a defenderse del dolor por medio del dolor».
Buscamos no tanto por hastío como porque antes hemos encontrado, aun cuando, ya arrebatados por las palabras, creemos por fin estar solos. Si la cuestión es no poder parar, no saber parar, no querer parar, «hasta incluso estrellarte», en la escritura lo sanador y lo enfermizo se identifican, y lo que puede empezar como delirio terapéutico puede acabar diluido en palabras: «el delirio se diluye. Lento, tibio, suave, el olvido disuelve el pasado, anestesia el presente, remansa la posibilidad de un futuro lejano, inexistente a perpetuidad».
La escritura, como reflejo del dolor propio y ajeno, nos ayudará a representarnos, a clarificar cuáles son los que imaginamos nuestros problemas: cuando uno siente el dolor en alguien acaba teniendo la extraña sensación no de haber partido también de esa experiencia, sino de haber sido emplazado hacia un destino más poderoso que el que a cada uno nos corresponde.