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El paso de una virgen predispone la tierra. El arte tiene avanzar lento. No hay nada importante que requiera urgencia y ese andar moroso del arte, al margen de nuestras prisas, predispone la realidad para que nazca la obra del hombre, del cuerpo que se ofrece al cuerpo; para que prenda en nosotros una porción del don del entendimiento, del buen sentido, que no del sentido común ni de la sensatez, que pensamos están de parte de la razón, cuando en realidad sólo se usan para darse uno la razón, limitando el arte y tergiversando la realidad a la que éste debe obediencia. El arte es algo que incumbe en principio sólo al hombre y es el hombre, solo, el que se entrega a su llamada al cobrar conciencia de la soledad en la que arraiga. El arte no es una cosa de dioses, pues que el arte, aunque nazca en un tiempo determinado, nunca debe nada al tiempo histórico en que nace. El arte en principio no sabe más que de hombres, después llega el Tiempo y con él los dioses.
En arte a decir verdad se agradece siempre la verdad. No se trata tanto de buscar a su través una verdad, cuanto de dar justamente con la verdad de alguien que sólo intenta llegar a nosotros a través de la autenticidad. ¿Por qué no pensar además que el arte trata de buscar precisamente esa verdad particular, morosa para poder seguir expresándose, actualizando así su continuum?
Esa autenticidad que podríamos localizar en la atención a lo real que todo arte sincero requiere es lo que se ha impuesto, al menos en mí, al leer muchas de las cosas, y en particular sus Trances de nuestra señora, de María Victoria Atencia. De sus poemas me conmueve y anima a admiración la honradez. En su poesía todo tiene el misterio de una luz imprevista y hay respeto a la memoria: celebrar el recuerdo de una fecha dispone el ánimo de forma extrañamente atenta. Del mismo modo encontramos también atención a lo que acontece y confianza en la imaginación. O lo que es lo mismo, su poesía está hecha de pasado, presente y futuro: la vida me recorre, hoy, ayer y mañana. Y qué más se puede solicitar a una obra realizada en y desde la vida que la evidencia de esa creencia en el consumo gustoso y doliente de la misma con obediencia al tiempo que le corresponde vivir: que por la enredadera de las horas se pierdan mi memoria y mi nombre. Porque escribir la felicidad de modo sencillo y breve y a la vez culto es uno de los dones que nos ofrece la obra de nuestra autora y hace que la relectura de muchos de los poemas de María Victoria Atencia sirva de acicate de vida a los que han sabido leerlos sin prejuicios. Después, al alumbrarlo, la tierra se detuvo.

A mí me ha cabido la dicha, en la parte alícuota que me corresponde, de haber contribuido a difundir esa obra ejemplar sustentada en la vida.