comunicaciones-borras.jpg

La excelente novela que hoy presentamos en torno a un hombre singular requería de un escritor ejemplar. Un escritor ejemplar que, aun sometiendo una parte sustantiva de su verdad a la intemperie de los otros a través del personaje elegido, ha conseguido no sólo hacer una hagiografía laica de Charles de Foucauld, sino también que éste sea portavoz del sentir del narrador, de Pablo d’Ors. Ha sido ésta la novela, que asimismo podría considerarse un híbrido entre ensayo y biografía, en la que nuestro autor ha expuesto más de sí mismo a los lectores, pese a la esforzada neutralidad del yo narrador.

Se trata sin duda de un viaje espiritual dentro de un libro de aventuras. El Charles de Foucauld de Pablo d’Ors tiene, ciertamente, algunos puntos «heterodoxos», como el diálogo de la más rancia espiritualidad católica decimonónica con las categorías del zen. La intención del novelista ha sido presentar –desde la perspectiva que le es propia, la novelesca– la figura de ese gran hombre que fue De Foucauld no a los creyentes, que ya lo conocen, sino precisamente al mundo laico y agnóstico, con el que nuestro autor tiene bastante en común. Sólo las vidas exageradas son dignas de vivirse y contarse.

A modo de autobiografía, Charles Eugene, vizconde de Foucauld, repasa todos aquellos episodios de su vida que le condujeron a hacerse y conocerse a sí mismo, evolucionando del joven militar impetuoso y frívolo al hombre entregado a la adoración divina, la justicia y la fraternidad. Así, contextualizado entre finales del siglo XIX y principios del XX, El olvido de sí ofrece, insisto, una suerte de viaje espiritual engastado en las vicisitudes vitales y anímicas de un aventurero iluminado, quedando en todo caso éstas supeditadas a las revelaciones de aquél. Por boca del personaje elegido para su relato, Pablo d’Ors reconoce que se trata de una autobiografía cuyo protagonista no es otro sino Dios.

En El olvido de sí se nos muestra que cuantas más cosas poseemos y cuantas más experiencias acumulamos, más difícil y tortuosa es nuestra realización como personas; justo al contrario de la tendencia que ha venido imponiéndose poco a poco desde los albores del siglo pasado hasta nuestros días. Esta moral ha basado el éxito del hombre en la velocidad con que éste aparentemente consigue, apoyado por la tecnología y el egoísmo, sus metas, la mayoría de las veces basadas más en objetivos materiales que en realizaciones espirituales. El hombre ha devenido gracias a esa «moral» un fanático; no sólo ha perdido el norte de su cultura, sino también el de su educación. Así nos va.

Esa suerte de fanatismo fue contra el que luchó, al revés de lo que pueda pensar mucha gente a la luz de su biografía, Charles de Foucauld desde que tuvo la revelación de que su realización como hombre sólo era posible gracias al amor, un amor descubierto mediante el ayuno y la oración. La verdad sin amor sólo es un ídolo. Y nunca fue un fanático, pues cómo podría serlo alguien que ha creído firmemente en lo que se ha experimentado.

El hombre religioso, según De Foucauld y d’Ors, es aquel que pasa por la vida sabiendo el camino que ha de seguir y también aquel que encontró a alguien que le dijo que podía y debía orar y ayunar. Sin oración y ayuno es imposible hallar ese supuesto camino, y sin ambos tampoco es posible mantenerse en él.

El protagonista de esta especie de «autobiografía», como nos dice él mismo, no es él, sino Dios. Su consigna es ser el último. Y nos dice que la soledad es el medio por excelencia para el cultivo de la sensibilidad. Una soledad que, como si fuese alguien, le decía: Ven. Claro que a la mayoría le es muy difícil apartarse del resto y mantenerse callada, y por eso suele estar tan lejos de la felicidad, y ser tan estéril a la hora de compartir con los otros la felicidad. Ya al principio de sus memorias, viene a decirnos que quien no es capaz de asumir el camino del fracaso social no puede seguir a Cristo, pues ningún éxito del mundo conduce a Él.

Cuando en los años setenta leí por primera vez a Charles de Foucauld lo que más me emocionó fue su carácter ecuménico. Este afán siempre me acompañó y traté de aplicarlo en mi trabajo como editor, haciendo de nuestro catálogo una casa común donde quepan todos quienes tienen algo que decir en cultura, es decir, en vida, a la vida.

Hay otra idea en De Foucauld que me gustaría destacar (y que, por cierto, lo hermana con el abuelo de nuestro autor, con Eugenio d’Ors): la de que el éxito deforma nuestra visión de la realidad y, desde luego, la apreciación de nosotros mismos. Eugenio decía que nada había que nos alejase más de nuestros próximos que el éxito.

Lo que intenta Pablo por boca de De Foucauld es, tomando como pretexto y ejemplo a éste, escribir un libro que refleje una visión del hombre o del mundo menos fatua.

En este alejamiento de lo trivial, el silencio y la soledad lo fascinan tanto porque son los espacios perfectos para ser él mismo y para dejar también de serlo. El mayor silencio, el más grande, requiere la mayor de las soledades. Cuanto mayor es el amor, más grande es también la soledad que pide. De Foucauld se lamenta al comprobar que sus contemporáneos carecen de capacidad de silencio y de gusto por la soledad, cuando lo que requiere el amor es precisamente la intimidad con el Amado.

«Ver mi propia tumba», llega a decir nuestro protagonista, «y pensar en mi muerte me ha ayudado siempre a vivir mejor: más intensa y conscientemente. Más que morir, lo trágico es no haber vivido. Mi realización humana está en relación directa con mi propio fracaso.» Y afirma en un momento determinado: «Tienes que estar loco de amor; si no estás loco, no puedes amar».

No debería dejarse a nadie a solas con la muerte, pues ya la muerte es la experiencia de la máxima soledad. Porque la soledad no es, después de todo, más que pura receptividad. La verdadera soledad sólo sirve para una cosa: para profundizar en la propia indigencia y, una vez en su fondo más último, amarla. Cuando eso sucede, entendemos también la indigencia ajena y, entendida, amamos a los otros sin resistencia. Tan cierto como que no podemos llegar a Dios sin los demás es que no podemos hacerlo más que en soledad.

Hay quienes piensan, nos dice nuestro amigo De Foucauld, que el silencio constituye la prueba irrefutable de la inexistencia de Dios. Por mi parte creo, como d’Ors, justo lo contrario, que el silencio es su mejor lenguaje: la perfecta demostración de la libertad que nos concede y, por ello, de su inmenso amor.

«Los desdichados no tienen en este mundo mayor necesidad que la presencia de alguien que les preste atención. La capacidad de prestar atención a un desdichado es cosa muy rara, muy difícil», dice Charles de Foucauld, y por eso toma la decisión de ser el amigo de los sin amigos.

Encontrar a un hermano es siempre ascender en nuestra condición de seres humanos. No es posible evangelizar a nadie del que antes no te hayas hecho amigo. Pero la amistad es un ideal en sí mismo, de modo que no debe ser instrumentalizada. Del celo evangelizador, De Foucauld pasó a la estrategia de ser amigo para evangelizar, y de ahí a la amistad en sí misma, y así fue como recibió el evangelio que pretendía predicar. Porque no se puede evangelizar sin antes haber sido evangelizado; y porque no hay dar que sea meritorio si, al tiempo, no se sabe recibir. Evangelizar, además, no consiste en dar a alguien lo que no tiene, sino en permitir que sea ese alguien quien lo descubra por medio de uno.

Siempre he creído que a esta vida hemos venido a aprender a dar las gracias y eso es lo que se nos enseña en este emotivo libro. Cuando nuestro héroe llega a la madurez de su fe es cuando se da cuenta de que agradecer lo que no se comprende es casi lo más grande que puede dar la fe. La fe es en sí misma una aventura, y nuestro autor y nuestro personaje no entienden cómo puede vivirse la fe sin ese talante. No comprenden cómo un creyente no es un aventurero. Y en su vida de aventurero, como en la de todo cristiano auténtico, la soledad debe ir haciéndose conforme uno va envejeciendo. Cuanto más ha mirado su vida –lo que es tanto como decir cuanto más ha orado–, más evidente le ha resultado que nada ha sido insignificante para él. Y además, lo consuela mucho pensar que ninguno de sus gestos se ha perdido; y todavía más lo consuela que Dios, como todo enamorado, colecciona y acaricia cada uno de nuestros gestos de amor. Sólo se ama aquello a lo que se presta atención.

De Foucauld dice, por boca de d’Ors, que su vida fue una carrera de amor: una carrera de obstáculos que va saltando con creciente alegría y, en este sentido, confiesa, «pues sé que cada vez estoy más cerca de la meta. Me despierto por la mañana y empieza la carrera. Como, corro y salto hasta altas horas de la noche, y aun entonces, cuando duermo, sigo corriendo y saltando, según me ha parecido deducir de lo que sueño». Y añade: «Tengo la impresión que cuanto más rico es alguien por dentro, tanto más silencioso es».

En definitiva, los libros nos deberían enseñar también a callar.