Si hubiese que poner titulares a la crítica de esta novela yo elegiría, extraídos del propio libro: APRENDIENDO A VER, EL MILAGRO DE LO BANAL o el más poético de LA PERLA DE LO COTIDIANO. Novela de la que, por otro lado, les aseguro que no me hubiese gustado haber sido su editor para poder decirles hoy, sin ruborizarme, lo que acerca de ella tengo pensado decirles. Y es que no desearía que me confundiesen, al expresarlo, con una persona vanidosa, que sin duda puedo llegar a ser, pero en otro orden de cosas, no en las que conciernen a la literatura, a la buena literatura. De ahí que para expresar lo que concita en mí esta novela quisiera dejar de lado mi condición de editor y adoptar la que, sin duda, también es condición de todo editor que se precie de serlo, la de lector. Y como lector les digo que ésta es una de las mejores novelas que se hayan podido escribir en España en los últimos tiempos. Así de claro. Y si me apuran añadiré que si el lector común llega a simpatizar con ella puede convertirse, con el paso del tiempo, en una novela memorable. Quiero decir con esto que puede convertirse en universal, así de claro también. Porque está destinada al lector común y al común de los lectores de cualquier país, pues aun siendo la novela de un escritor español, trasciende los lugares comunes a que nos tiene habituada la narrativa patria. Porque, como en toda gran novela, lo más elemental, sencillo, humilde y cotidiano consigue revelar todo un universo y en este caso, además, mediante algo que nos es tan cercano como nuestros sentidos y también mediante la imaginación de lo real a través de ellos. Es una novela llena de humor, de aparente ingenuidad, de ternura, de compasión y amor por los seres animados e inanimados, de sentido de la realidad y, al mismo tiempo, de una imaginación desbordante, magistralmente estructurada, carente de cualquier tipo de pedantería y en la que el lector se siente a gusto a lo largo de todas y cada una de sus más de cuatrocientas páginas, guiado por una escritura aquilatada, precisa y, en ocasiones, deslumbrante pero sin alharacas, por decirlo de algún modo, sin estilo aparente, pero de una elegancia suprema.
Hoy, que, como decía Ramón Gaya, no se cultiva la novela, sino lo novelesco, cabe agradecer, y mucho, que El estupor y la maravilla, las memorias del sencillo vigilante de museo Alois Vogel, sea una auténtica novela. También Ramón Gaya nos dice, en otra de sus anotaciones aún inéditas, que, si el amor –y por ende la poesía– son ciegos, “la novela es, precisamente, todo ojos” y que “en cuanto hay ensoñación o éxtasis no hay novela”. Pues eso es justo lo que convierte a El estupor y la maravilla en lo que es, una auténtica novela. Y añade Gaya: “Los buenos personajes de novela salieron de seres opacos, porque las personalidades novelescas no son personalidades en relieve, sino cóncavas”. Así es nuestro vigilante, un cuenco, una oquedad que se va llenando, enriqueciendo paso a paso, línea a línea, página a página ante el estupor del lector; de manera que sin saber muy bien cómo no por qué la novela se nos convierte en un milagro, y el oficio de vigilante de museo en un “modo de ser y estar en el mundo”. Y es que, como él en su mundo, nosotros los lectores de la novela llegamos “a un punto en el que todo –hasta lo más pequeño– [nos produce] un hondo estupor. Y ante cualquier [línea que leemos] nos sobreviene la impresión de estar frente a una maravilla.”
Todo ello lo consigue Pablo d’Ors con una escasez de medios, con unos recursos tan sencillos y limitados como los que asisten a su peculiar protagonista, desarrollados con una inteligencia discreta, apenas perceptible. Para expresarlo en términos visuales, cinematográficos, como escrita con la inteligente mirada de Jacques Tati. Nos hallamos, sí, ante una escuela para el sano ejercicio de aprender a ver desprejuiciadamente, no sólo el arte, sino la vida misma.
No hay forma de decir más con menos. Eso nos demuestra esta magnífica novela, que, al contar la vida anodina –narrada en primera persona– de un sencillo vigilante de las exiguas salas de un museo alemán, el “Museo de los Expresionistas de Coblenza”, nos va introduciendo paulatinamente –a través del ejercicio de la mirada, de los demás sentidos y de la memoria– en un rico universo que afecta directamente a nuestra propia manera de estar en el mundo como seres en soledad, como auténticos solitarios que en el fondo cada uno de nosotros somos. Que el tal museo exista o no es irrelevante de cara al lector. Sirve más bien al autor como pretexto para centrar la visión de ese universo y estructurar el libro por capítulos, según las salas destinadas a cada uno de los expresionistas alemanes; de manera que cada sala se convierte, a los ojos del visitante/lector, en un mundo en sí misma, sin perder su relación con el resto del museo como globalidad, donde acontecen una serie de hechos relacionados con la vida de nuestro entrañable protagonista, que, como un espejo, consigue reflejar en él la imagen de nosotros mismos.
Esta novela nos propone asistir a una eterna renovación del mundo, a una epifanía a la que sólo podemos acceder si estamos atentos, con todos nuestros sentidos abiertos a cuanto nos rodea, y somos libres y desprejuiciados en su observación, lo que sólo se consigue a través de la cotidianidad, de eso que en la sociedad en que vivimos tanto nos aburre, deslumbrados como estamos por “lo original” o por “lo novedoso” y distraídos por la abundancia y velocidad de la información y de los acontecimientos, siendo así, por el contrario, que la atención sólo puede conseguirse desde el reposo y el silencio, condiciones indispensables para cualquier meditación y desarrollo de la imaginación. Condiciones indispensables también para su lectura, que les recomiendo encarecidamente.